Dices que no te da la vida, que tantos frentes abiertos van a acabar contigo. Que no recuerda cuándo fue la última vez que comiste en lugar de deglutir como un pavo, que te permitiste sentarte lejos de todos para mirar a la nada y tararear hacia dentro esa canción espantosa que tanto te encanta, que pudiste ir a la peluquería sin mirar el reloj. Que no recuerdas cuándo fue la última vez que no tuviste prisa y que tu presencia era un regalo y no una obligación no siempre bien recibida. Y lo puedes decir, una y mil veces, porque aunque no te dé la vida y la única sal que pruebes sean la de los lagrimones que se te escapan cuando te encierras en el baño porque no puedes más, la vida, esa con la que no puedes, te arrea una patada en todo el trasero y te recuerda que de aquí no se apea nadie y que hay que seguir. Que a la vida se viene llorado, aunque a veces creas que no, sobre todo porque no hay pañuelo que soporte tu queja y ese mar en el que te deshaces a veces sí y a veces también. Así que, tira, es la vida la que gana, aunque no te dé para nada.