Mostrando entradas con la etiqueta Los Secretos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Los Secretos. Mostrar todas las entradas

miércoles, 4 de enero de 2023

IDIOTA

 


Habíamos trabajado juntas durante años, no éramos amigas, pero si compañeras de las que una se deja acompañar y acompaña con mucho gusto. Cuando llegó la pandemia, se despidió con un “podré descansar un poco”, no me encuentro bien. El cáncer se había reproducido de manera silenciosa y aunque aun no había vuelto a dar la cara, todo hacía presagiar que detrás de ese malestar, se removían, otra vez, las células que habían decidido ir a su aire y acabar con todo lo que encontraban por delante. En mitad del confinamiento, la peor de las sospechas se hizo realidad. Desde entonces y hasta ahora no nos hemos vuelto a ver. Nos llamábamos de vez en cuando, nos poníamos al día y seguimos riéndonos de las burradas de estados de WhatsApp que colgábamos y a lo que nos habíamos aficionado durante el encierro.  Pero la vida engulle y la comunicación se fue diluyendo a fuerza de rutina y prisas. Pero seguí viendo sus estados desternillantes y ella los míos como una manera de levantar la mano y señalar que estás por ahí, aunque no estés. Le felicité las Navidades. Le deseé que estuviera rodeada de amor, de la compañía de los suyos y recordarle que la llevaba en el corazón. Nada extraordinario porque sabía que eso era así y siempre lo había sido.

Tengo la sospecha, la triste sospecha, que su vida se está preparando para colgar el punto final. Es una corazonada ridícula, basada en la falta de contestación a mi último mensaje y a la inexistencia de nuevos estados. Sé, por antiguos compañeros de trabajo, que la última recaída ha sido tremenda y que ya no hay marcha atrás. A ratos, mientras miro el teléfono, pienso en lo sencillo que es llamar y no dejarme arrastrar por un presentimiento estúpido. Pero debo de ser terriblemente cobarde, o terriblemente idiota, o las dos cosas a la vez, y sigo mirando la foto, pensando que si algo así hubiera sucedido me habría enterado con toda seguridad y me escondo de mí misma, de mi incapacidad para levantar el teléfono y no saber que decir. Y dejo el teléfono, con la pantalla vuelta sobre la mesa, pensando que puede que tan solo esté cansada. 

A ratos me pregunto en qué momento me convertí en semejante idiota.


domingo, 17 de noviembre de 2019

ARRENDAJOS



«Sigo esperando reunir ánimos para escribirte una carta y no llegan, así que sólo te diré que estupendo recibir tu deliciosa carta, saber de tu cumpleaños feliz y de los pájaros, y (¡mierda!) de Nuevo México, suena fenomenal, en todo caso».

Bienvenida a casa. Lucia Berlin







La infancia se dividía entre sus extraordinarios ojos de color aguamarina y los míos de un corriente color pardo. Apostábamos sobre el tiempo que éramos capaces de mantenerlos abiertos sin parpadear. Los suyos, quebradizos frente al sol de agosto, se rendían al filo de la luz recién estrenada de la tarde y los míos, corrientes como la misma tarde, aguantaban hasta que por cansancio los cerraba.  Nos tumbábamos de espaldas, sobre la hierba quemada de final de agosto y esperábamos, quietas, inmóviles, hasta que aparecía la estela de un avión y empezábamos a gritar, agitando los brazos como si de esa manera, los que andaban por allí arriba nos pudieran ver. Inventábamos historias que dependían del trazo que dejaban impreso en el cielo y nos revolvíamos sacudiendo el deseo que bullía por dentro de que, desde aquel enorme bulto de acero, cayera algo sorprendente y maravilloso. Inventábamos sobre cómo se sostenían en el aire, sobre como aterrizaban sobre el mar, mientras asegurábamos con rotundidad que los más grandes venían de América y otros, los más pequeños, venían de San Sebastián. Nunca habíamos montado en uno, ni siquiera lo habíamos visto de cerca, pero ahí estaban, cada tarde sobre las seis, cruzando el cielo para que nosotras pudiéramos gritarles, hasta casi desfallecer, para llamar su atención tan lejana, tan indiferente. 
A la caída del sol, volvíamos a casa, afónicas, rendidas, y entrábamos a la casa descalzas, cruzando el patio casi a hurtadillas para escondernos de la abuela y sus pastillas de potasa contra la afonía. 
Esta tarde, desde la ventana, he visto un avión. Ya no queda nada de todo aquello, ni la era, ni la higuera que marcaba el límite de nuestros veranos, ni las estelas en algodón. Entonces no sabíamos que las ventanas de los aviones estaban selladas, ni que los arrendajos no volverían jamás







viernes, 14 de mayo de 2010

PAPELITOS


Tengo la mesa con mil papelitos pegados. En tres de ellos he anotado las cosas que sin falta debo comprar si no quiero, entre otras cosas, morir de inanición los próximos días. En otro, las cuestiones estéticas que debo resolver, nada extraordinario, sólo pequeños cuidados que nos hacen sentir poderosas, estupendas. Papelitos engomados de color amarillo para lo doméstico y habitual. 
Cojo otro, ahora de color rosa. Está escrito, alguien debió olvidarlo por aquí. Ocho letras que llaman mi atención: “CONTROLA”. La notita se pega en mi dedo mientras intento hacerme con una que no esté escrita, pero se adhiere con insistencia en mi dedo, la sacudo y ahora ondea al viento. Lo hago con más fuerza y que planee hasta la aterrizar a unos centímetros de mis ojos. La dejo ahí, pegada, no estorba.
Llega la hora de los verdes. El color de los secretos. Empiezo a escribir con un trazo negro, intenso. La vista se me desvía hacia el engomado rosado, ocho letras negras “CONTROLA”. Esto no pasa porque sí. 
Miro la nota verde, el comienzo de la frase incompleta. Miro el papel rosa, la decisión está tomada. Arrugo, con un gesto firme, un secreto a medio escribir.
Los secretos que no permanecen sólo en nuestro interior, más pronto que tarde, dejan de serlo.

Enrique Urquijo y Los secretos - Colgado