domingo, 23 de febrero de 2020

VANCOUVER



“Esta eres tú, los ojos cerrados bajo la lluvia. Nunca imaginaste que harías algo así, nunca te habías visto como… no sé cómo describirlo. Una de esas personas a las que les gusta la luna, o que pasan horas contemplando el mar o una puesta de Sol… Seguro que sabes de qué gente estoy hablando, o tal vez no".
Mi vida sin mí






Sigues perdido por los rincones de tus pensamientos en un monologo que repites una y hora vez como dentro de ti. Fuera hace frío y aquí, entre las ruinas de tus sueños, buscas un pretexto para continuar rebuscando entre imágenes que inventas porque nunca han existido. No existe el recuerdo, solo una ficción que crea a tu medida y de la que te cuelgas como de un salvavidas. Y ahí sigues, un tanto aturdido, esperado que el aire se lleve la inquietud que te empacha pero que te mantiene medianamente vivo. Bostezas. La cabeza reposa sobre el brazo adormecido y ya no ves nada. Quieres quedarte ahí, quieto muy quieto, con los ojos cerrados y respirando despacio. Temes que cualquier movimiento brusco borre lo poco que has ido guardando en tu interior, para que nadie lo toque, para que nadie lo vea, para que nadie lo sepa. Entre el polvo y la nada, la luz de un fluorescente reverbera y su reflejo parece cobrar vida. Te preguntas qué queda. Te friegas los ojos hinchados y aunque sabes la respuesta prefieres seguir dormido, esperando que pase el frío, que el invierno se muera para poder volver a la calle, aunque allí ya no quede absolutamente nada.







martes, 18 de febrero de 2020

AGUA DE BEBER



...No salir, no tomar copas
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia...

Jaime Gil de Biedma. Vita Beata





Puede que solo seamos el reflejo de lo que creemos ser. Que en lo esencial seamos lo mismo que enviamos hacia fuera aunque a nosotros nos sorprenda lo que nos devuelve el espejo. Mirarse en otro es un ejercicio de enorme humildad que nos hace vulnerables. Con el tiempo y lo vivido, vamos perdiendo ingenuidad y vamos picando muescas en el imaginado cabecero en el que colocamos la vida. Como animales acomodaticios, aprendemos a guarecernos de ciertos males que siempre llegan. Intentamos protegernos de la mella que nos regalarán con su llegada. Nos afanamos en ocultar las cicatrices que casi siempre se nos ven por otro lado. Pero aun así, tullidos de vivir, seguimos. Nos curtimos a base de momentos intensos, de circunstancias vitales que nos enseñan los dientes y de las que solo se descansa cuando llegan esos momentos menudos e insignificantes que nos vuelven comodones. La felicidad es un soplo breve que se va tan pronto como llega, dejándonos huérfanos y sobrecogido por la querencia del día a día que se repite hasta el infinito, convirtiendo el tránsito de vivir en una suerte de monotonía de la que incluso da pereza sacudirse. Es entonces, templados por la quietud, cuando nos descubrimos igual que siempre, pero un poco más viejos, un poco más cansados.







domingo, 16 de febrero de 2020

LAST CALL


Escribo para que el agua envenenada pueda beberse

Chantal Maillard, Matar a Platón




Trabaja maquillando muertos, arreglándolos para que tenga un aspecto digno en su último viaje. Se esmera para que no parezcan demasiado distintos lo que él cree que fueron en vida. Y lo hace sobre una impresión porque no los conoce de nada, sobre la imagen que inventa mientras les examina con cuidado y recorre con la vista los surcos de la piel ya seca. La muerte no siempre respeta y tiene que rescatar una imagen para el último instante. Se esfuerza en dejarlos serenos para que a aquellos que los quisieron les quede el consuelo de que tal vez, en el último momento, no sufrieron. Aunque se engañen con eso. Aunque alguno piense que la carcasa ya no importa. Intenta neutralizar la asepsia de la muerte y la resaca diferida para el que queda. Esa es su tarea.
Había llegado a la ciudad hacía unos meses. Dormía de prestado en el sofá de una prima lejana y los pocos ahorros habían ido menguando hasta desaparecer. A diario, después de recoger el comedor, ponía sus cosas sobre la mesa del comedor y contaba la calderilla que llevaba encima y guardaba en el bolsillo la justa para ir desde el extrarradio al centro de la ciudad. Recorría los comercios, las agencias de trabajo repartiendo su currículum. Los dejaba por todas partes. Pero por dentro los resumía como experiencia anodina y necesidad a raudales.
A media mañana se paraba en cualquier banco y comía a pellizcos un trozo de bizcocho que preparaba durante el fin de semana. Respiraba, anotaba las calles por las que había pasado y volvía a casa caminando, gastando zapato y ahorrando las pocas monedas, que revolvía en el bolsillo cuando sentía la tentación de tomarse un café que no se podía permitir. Un extra de café con leche suponía dos trayectos a pie, cargar con la mala conciencia y la condena de atravesar un bache que ya duraba demasiado.
El día que le ofrecieron aquel trabajo de asistente de un tanatopráctico no se lo pensó. Sin saber demasiado bien lo que era, ni lo que tendría que hacer, aceptó. Necesitaba dinero y aquel trabajo de muertos, aunque sonara casi como una gracia, le devolvería la vida que tenía aparcada por ahí.
Acudió a la entrevista de punto en blanco. La cita era en unas oficinas en la zona de la Castellana, un edificio acristalado tan impersonal como enorme. Llego media hora antes y, por no gastar, se sentó en la recepción esperando de la planta baja a esperar a la hora antes de subir. Leyó el panel de información: tres auditoras, una financiera, dos despachos de abogados de renombre, una consulta médica y las oficinas en las que había sido citada.  Se había vestido a conciencia, con cierto rigor. Una chaqueta negra conjuntada con el único vaquero decente que el quedaba y el pelo rojo recogido en una coleta alta.  Estiró la manga hasta cubrir el tatuaje que le recorría las muñecas.  A los muertos no les importa nada el aspecto con el que uno se presenta, pero al vivo que los gestiona seguro que sí. A la hora subió, miró a su alrededor mientras una secretaria le tomada sus datos. Una decena de personas esperaban la misma entrevista, con la ropa y los zapatos tan gastados que alguien habría podido pensar que ese era uno de los requisitos para acceder a aquella cita.
Entró la quinta. Salió con el trabajo y con el corazón vuelto entro en el bar de la esquina, deshacerse la coleta y pedir un café con leche con un cruasán. Nunca los muertos le parecieron algo tan de agradecer.
Su relación con la muerte había sido lejana. El fallecimiento de su abuelo, el único que conoció, le cogió en Holanda saltando de piso en piso, de comuna en comuna, persiguiendo a aquel tipo que le costó una crisis nerviosa. Su primo Juan se lo quitó de en medio una sobredosis un verano tonto de Madrid, apenas le recordaba. Sus muertos eran pocos y poco relevantes. Nada se había movido con la desaparición de ninguno de ello. Ni una diminuta sacudida en su existencia. La nada más absoluta.
Al siguiente lunes, al llegar se abotonó la bata, abrió la pomada y se la frotó bajo la nariz, como le habían explicado. Era su primer día de trabajo. Sobre la camilla le esperaba una criatura de unos tres años, unas costuras le recorrían el pecho. Se había ahogado hacía dos días,no le contaron nada más, no necesitaba saber nada más. Se lo adjudicaron porque sobre la mesa todos los muertos son cuerpos por igual y los niños, sin las huellas del paso del tiempo, siempre son más sencillos de arreglar. Se rompió por dentro.



domingo, 9 de febrero de 2020

EL CHARLATÁN





«Entiéndame, caballero, ¿Sabe lo que significa que uno no tenga un lugar adonde ir» La pregunta que Marmeladov le había hecho la víspera le acudió de pronto a la mente. «Pues todo hombre debe tener un lugar adonde ir.»
Fiódor Dostoyevski. Crimen y Castigo







Aprendió a comunicarse enviando notas que dejaba por ahí, perdidas en cualquier sitio, sabiendo que quien las buscara las encontraría a poco que prestará un poco de atención. En la era digital, cualquier bit contiene una información preciosa y precisa. Por eso las notas las escribía de cualquier manera y en cualquier sitio, para dispararlas más tarde con la precisión de un arquero. A veces, mientras esperaba el autobús, garabateaba un trozo de papel que guardaba con prisa al verlo doblar la esquina, como si en aquellos cuatro esbozos contuvieran la vida entera que después lanzaría a la nada para que fueran cazadas al vuelo. La ausencia relativa y el coraje de sortearla encuentra siempre vías curiosas para seguir pendiente del filo de la navaja. Hablar sin hablarse. Comunicarse entre mudos y sordos con una especie de monólogos destartalados que, perdidos por ahí, siempre encuentran su encaje. Rarezas que cimbrean alrededor de un mundo extraño.



domingo, 2 de febrero de 2020

AYER


All of me, why not take all of me?
Baby, can't you see I'm no good without you?
Take my lips, I'll never use them
Take my arms, I want to lose them

Billie Holiday. All of me





Empieza febrero de modo inesperado, agazapado tras una lluvia que cae sobre todo. Sobre la acera, sobre los balcones, sobre el mar, sobre el ánimo destemplado de un invierno tormentoso. Una lluvia desmayada que huele a desgana. Me siento de espaldas a la puerta para guarecerme de la corriente de aire. A la izquierda, un ventanal por el que se asoma la silueta del edificio que el viernes empezaron a derribar y muestra las paredes, aun alicatadas, de lo que debió de ser la cocina y un poco más atrás, donde los azulejos cambian de color, lo que sin duda fue el baño. Por detrás de la ruina, el cielo encapotado y ligeramente combado, con su gota a gota monótono. Más allá, la deformación que me devuelve la resistencia a ponerme las gafas, como si así parara, de un modo más torpe que coqueto, el paso del tiempo.  Entre el ruido de los platos y de la máquina del café, se escucha de fondo una canción de hace mil años que no pega nada a un día tan gris. Al día le viene bien una voz un tanto quebrada, acompañada de la vibración oscura de una trompeta. Solo tengo que buscarla en la memoria del teléfono y colocarme los auriculares porque la llevo encima. Acoplarle la banda sonora a esta mañana gris es sencillo, Chet Baker le viene bien. Porque los días así, en los que llueve mansamente, se me tuercen los adverbios que utilizo en exceso, se me quiebran las ganas y algo dentro de mí tararea, sin que sepa muy bien, la letra de una canción que invento más que recuerdo. Fuera sigue lloviendo y la camarera me sirve el segundo café de la mañana. Escribo una nota horrorosa que emborrono al segundo, pensando que a tamaña tontería le habría venido bien un poco de agua, aunque fuera tibia como esta lluvia de medio invierno, y sucia como corresponde a cualquier ciudad vieja. Dejo unas monedas sobre la mesa antes de salir para volver a casa. Acelero el paso bajo los balcones, esquivando las gotas de agua. Mañana, cuando queramos darnos cuenta, estaremos llegando a marzo. El invierno habrá muerto y seguiremos buscando, entre los restos demolidos de nuestra existencia, unos cuantos baldosines que, aun roñosos, nos digan que el ayer existió.