viernes, 29 de noviembre de 2013

LAS FORMAS Y LA CONTENCIÓN

 

Los procedimientos, al igual que las formas, sirven para muchas cosas, entre otras para saber donde está cada uno en cada momento, y como debe seguir caminando sin darse de bruces con lo que se va encontrando por el camino, aún cuando sea algo inesperado. 
Con las formas, como digo, pasa lo mismo, algunos las consideran encorsetadas, poco naturales e incluso demasiado ñoñas en la sociedad de la velocidad y del tuteo continuado en la que vivimos. Pero yo, de natural jovial, necesito las formas y me siento muy cómoda cuando mi interlocutor las mantiene de la manera más normal del mundo. Lo anterior no está reñido, en absoluto, con ser afable, comunicativo, auténtico e incluso muy cordial pero, la existencia de las formas marca, sin ser necesario que lo hagamos evidente y expreso, hasta donde puede uno llegar con los excesos de confianza y en el trato con el que tiene enfrente. 
Cuando he sucumbido a los “cantos de sirenas” que emiten los que no creen en las formas, que en realidad son unos auténticos malecuados por muy de "seda" que se vistan y se intenten embadurnar de la pátina de la intelectualidad, mis relaciones personales se convierten en un desastre. Soy de natural facilón y es posible que me pierda ante la falta de coordenadas que los cánticos mal llevados me provocan. Por eso necesito las formas, porque me gustan, porque muestran distancia y respeto frente al que tienes delante y porque, en mi caso, me sujetan cuando yo sola tiendo a desbocarme equivocadamente. No se trata de vivir encorsetado, pero tampoco de lanzarse a trivializar nuestros modos y costumbres con el que primero pica a nuestra puerta. Esto, que a mí me parece tan evidente, no es fácil de hacer comprender para algunas personas que identifican el mantenimiento de las distancias prudenciales con un ataque de “bordería”, incluso de soberbia, del que sólo quiere que no se le abalancen en su vida. 

Y es que hoy en día, las cosas van demasiado rápido y se circula por la banda ancha de la verdadera mala educación y de la falta de modos. Sólo hay que sentarse en un restaurante y observar,subir a un autobús y esperar para ver lo que ocurre entre los distintos pasajeros, escuchar una conversación en una peluquería, par comprender lo necesario que es mantener las formas y los buenos modos.
En nuestra vida,en la del día a día, en nuestras relaciones con los demás, ocurre lo mismo. No termino de entender que la gente entre en un sitio y no de los buenos días, no entiendo que cuando salgan de ese mismo lugar no se despida. No entiendo a los que no miran a los camareros mientras piden lo que van a comer; no entiendo a los que se alejan pegando portazos; no entiendo a los que acuden invitados a una casa ajena y no son capaces de llamar posteriormente para agradecer la velada que le han dedicado; no entiendo a los que sistemáticamente llegan tarde haciendo esperar a otro, no entiendo a los que no se disculpan cuando se equivocan, no entiendo a los que no son capaces de agradecer la preocupación que por ellos se muestra, no entiendo a los que se empeñan en hablar a un volumen inapropiado por su móvil sólo para que los demás escuchemos lo interesante que es su vida, no entiendo a los que se empeñan en tutearme y llamarme por mi nombre cuando no creo haber ido a cenar con ellos ni una sola vez. En definitiva yo ya no entiendo nada. 

Las formas son esenciales, y el aprendizaje de las mismas debería ser tan obligatorio en las escuelas como aprender que no siempre, ni siquiera en matemáticas, dos más dos son cuatro. Y debería ser obligatorio también el aprendizaje temprano de la contención. A esto último debería apuntarme yo misma antes de que termine el día y olvide hacerlo, pues ya va por dos veces, en poco tiempo, que me asedia el descontrol por no guardar las distancias, lo que me ha llevado al lio psicalíptico en el que ahora vivo.


martes, 26 de noviembre de 2013

SINERGIAS


"Ciertos recuerdos son como amigos comunes, saben hacer reconciliaciones".


Esta historia me la contó una mujer en uno de los viajes que frecuentemente hago en tren. Aquella tarde, el compartimento estaba prácticamente vacío, al fondo, una mujer joven que intentaba encajar una bolsa de viaje en el portamaletas. Unos cuantos asientos por delante del mío, un hombre grueso, de pelo cano, del que poco más puedo decir porque no se movió de su butaca en todo lo que duró el viaje.

Aun no habíamos dejado atrás la estación que, a mi lado, apareció aquella mujer buscando un asiento. Tenía todos los que quería y más pero se sentó muy cerca de mí, al otro lado del pasillo y, por el cristal, pude ver como sobre la mesilla desplegaba un sinfín de artilugios y objetos, sin ni siquiera haberse quitado el abrigo.


El tren empezó a abrirse paso a través de la oscuridad de las primeras horas de la noche. Dejamos atrás las luces de la ciudad y el barullo de las grandes estaciones.  El silencio se hizo absoluto. Los trenes ya no traquetean, se deslizan sobre railes relucientes y dejan tras de si una estela de aire que ya ni tan siquiera adornan con una ligera y melancólica carbonilla.  


No recuerdo muy bien como comenzó la conversación. No tenía ganas de enredarme en una charla casual y sabía que si  aquella desconocida comenzaba a hablar, ya no podría detener en todo el viaje, siempre es así. Estaba cansada después de todo un día de ajetreo y lo que me apetecía era apoyar la cabeza, cerrar los ojos y no volverlos a abrir hasta llegar a mi destino. Con voz templada me pidió la hora, al minuto me preguntó de dónde era y si volvía a casa. Contesté un desganado sí y fue ahí donde, sin saber cómo, empezó su historia.


Los últimos cuarenta y cinco años había vivido cerca de Casablanca y ahora, cumplidos ya los sesenta y siete, viuda, sin hijos,  y con las ataduras de la edad madura, volvía a su ciudad natal. Pronunció aquel “volver a casa” con cierto abatimiento y buscó, entre la decena de cosas que había dejado sobre la mesa, una pitillera con la empezó a jugar, sin mirarla ni un solo momento.  Se hizo un silencio que dudé en romper, pero no hizo falta, un golpe de viento secó sacudió el ventanal, sacándola de su ensimismamiento. Continuó su relato. Su marido había muerto hacía apenas un par de años y la pena, aunque no había desaparecido, la vida seguía. Ahora, le quedaba un mundo en el recuerdo y un padre nonagenario que la llamaba a su vera antes de morir.


Me mostró la pitillera y con una ternura desmedida me la alcanzó medio abierta para que leyera una inscripción. La terminé de abrír con cuidado, en su interior, cuatro iniciales rodeadas de una cenefa delicada. Para mí no tenían significado alguno, sin embargo, sabía que estaba bordeando la intimidad no sólo de Isabel, sino la del antiguo propietario de aquel objeto. Las iniciales respondían a las de su madre y a las del hombre al que siempre amó, según me dijo. Durante más de diez minutos habló de aquella mujer que la había traído al mundo, de su vida apasionada, de la dificultad de vivir contra corriente y de su pérdida tan temprana, ella apenas la recordaba más que por algunas fotografías y cartas de juventud. Le pregunté por su padre. Algo se apagó en sus ojos y sus manos volvieron sobre la mesa. Su madre había vivido una historia de amor escandalosa y ella, que ahora era mayor que lo que su madre llegó a ser nunca, era el producto de aquel amor de juventud, desmedido y oculto. Nada extraño pensé. La vida está llena de relaciones así, de amores fugaces, intensos, de hijos que son hijos de otros, y así se lo dije. Sus ojos se volvieron profundos y su voz un quiebro. El amor de su vida, el de su madre, había sido el esposo amado de la mujer que ahora tenía sentada apenas a un metro de mí. Me resultaba difícil de creer, debió de verlo en mi cara, y continuó el relato mientras el cristal de la ventana, que tenía a su espalda, me devolvía el reflejo de los árboles que bordeaban las vías, convirtiéndolos en puntos imprecisos, volátiles y casi irreales. 


Su madre se había enamorado a los dieciocho años de un militar que andaba de paso por la ciudad, fueron los meses más intensos de su vida, según supo con los años. Al tiempo, aquel hombre marchó y ella, con una hija en el vientre de la que aún no sabía su existencia, no quiso esperar, decidió casarse con quien, desde siempre, la había pretendido. Fue su manera de matar su amor. El pasado quedó enterrado bajo toneladas de minutos, quebraderos de cabeza y nunca más se supo. 


Con los años, Isabel, mi compañera de fortuna, terminó en Casablanca, trabajando en el Instituto Francés. Allí conoció a Alfonso, un hombre veinte años mayor que ella que le robó el sentido y le entregó la vida. Tras enviudar, casi cuarenta años después, entre los objetos de su esposo, aquella mujer que ahora hablaba como si lo hiciera por primera vez, encontró una caja llena de recuerdos, entre ellos una fotografía, escrita por el dorso. Aquel papel amarillento y desmembrado le devolvió la imagen de su madre y de un joven y sonriente Alfonso, enlazados por la cintura como sólo se cercan los enamorados. En la misma caja, unas cartas sin enviar, la pitillera con la que volvía a jugar mientras hablaba y el tormento de la sangre envuelto en un invisible celofán.


No podía dar crédito. Continuó hablando de escenarios, del amor puro, de lo mucho o poco aque vale la sangre que se transforma en un liquido elemento moralizante, de las sinergias vitales, de realidades desconocidas que pululan por el mundo y que, aunque acaben ocultándose bajo la hojarasca, se revuelven para que no se olviden. Nada importa salvo el amor, fue lo último que le oí decir, mientras guardaba en una enorme bolsa todo el atrezzo que había dejado sobre la mesilla desplegable. La vi bajar, perderse en una estación en mitad de la nada. Había llegado a su destino y a mí, aún me quedaba una hora de viaje.


Nunca sabré si lo que aquella mujer me contó era cierto o no, pero puedo asegurar que durante horas consiguió retener mi atención y consiguió, aquella absoluta desconocida, mantenerme pendiente de una vida que puede que, en realidad, inventara para mí.


domingo, 24 de noviembre de 2013

NOVIEMBRE


"La complejidad de las cosas, las cosas dentro de las cosas, 
parece sencillamente inagotable".

Un veinticuatro de noviembre, escribí “sorprendente”. Las anotaciones de los siguientes días podrían esclarecen a un profano el misterio de aquella palabra que ocupaba el hueco de un día completo en el agenda, y que se sobrescribía sobre anotaciones de reuniones, horas de salida y localizadores. Un misterio sin gran misterio.

Aquellos días las cosas se sucedían de un modo rápido, casi feroz. Las semanas pesaban como losas, y aunque por sí sola aquella sorpresa anotada al final de un día pudiera apuntar a una cierta nota de color y esperanza, no era así. Se había desvanecido como un anillo de humo y, aunque intenté comprenderlo, no encontré ni razón, ni motivo. Dejé de esperar que esa desaparición gaseosa se transmutara en una aparición de carne y hueso, de su carne, de mis huesos. No quedaba ningún rastro, quizá el leve recuerdo de un aroma impreciso y difícil de asociar a nada que no fuera una manera de vivir. La mía que, durante algún tiempo, fue la suya, o eso creí yo.

Había vuelto en muchas otras ocasiones después y recorrido en solitario el mismo trayecto. Le pedí al taxista que me dejara a la altura de Ortega y Gasset, prefería caminar los últimos metros. Los pies se hundieron en una alfombra de hojas pardas que se arremolinaban sobre la acera y se me escapó una sonrisa, el descuido o la leve decadencia de un noviembre conflictivo, aquí era imperdonable. Intenté esquivar  las ráfagas de un viento mortal refugiándome bajo el saledizo del portal, había llegado. En aquel momento, en la acera de enfrente se abrió de golpe una puerta y un grupo de gente salió alzándose los cuellos de los abrigos. Una ráfaga de viento helado cruzó la calle y le vi, me vio, nos vimos. Continuó caminando, encendiendo un cigarrillo en un gesto mil veces repetido, y yo abrí la puerta dejando atrás el sonido metálico de una puerta segura.

Unos copos de nieve temprana habían empezado a cubrir la acera. Al subir, me senté en la esquina de la mesa, frente a la ventana y, aunque las ráfagas no arreciaron en toda la mañana, nada consiguió llevarse la imagen, casi difusa, de su aparición casi desvanecida en un portal cualquiera.

Al volver, con el último traqueteo, anoté “sorprendente”. No había muerto y la cabeza, después de todo, seguía entera. Puse la mano sobre el cuello y noté mi pulso sin quebrantos y me alivió saber de su disipada existencia que, de un modo fortuito, dormía enterrada entre los copos de una nieve temprana y las hojas terrosas consumidas tras un tiempo esplendoroso y una vida forjada a la medida de una esfera de cristal.

Han pasado cuatro años exactos desde aquel día y, al igual que entonces, aunque a cientos de miles de kilómetros vitales después, el viento sigue arremolinando hojas que esconden pasados delgados como los filamentos de una candela.



jueves, 21 de noviembre de 2013

FORTUNA


"Que no te quedes sola allá en tu cielo,
que no te falte yo como me faltas".


La suerte es azarosa. Quiero decir que la suerte no es algo que uno pueda ponerse a buscar y que, después de cierta dedicación y entrega a la cuestión, se convierta en una fiel compañera. La fortuna es escurridiza, juguetona e infinitamente infiel. Sin embargo, algo debe existir en cada uno, algo que llevamos impreso en lo que nos gobierna, sin que sepamos de que se trata, que nos enmienda la plana y nos libra de situaciones penosas.

En el esquema interno siempre me cojea un renglón. Acostumbro a calzarlo como puedo, a veces con bastante poco acierto. Sin embargo, puede decirse que tengo suerte. No son pocas las veces que estoy a punto de bajar la guardia, de sembrarme la propia duda sobre una pesada realidad que afirma, de un modo tozudo, que no hay historia, buena o mala, que cien años dure. Por eso en ocasiones estoy al borde de creer, contrariamente a lo que la razón apunta, en la reconciliación de lo irreconciliable: el agua y el aceite; el azucar y la sal.  Pero es la buena estrella la que al final, con un detalle mínimo de semblante casi insignificante, devuelve las cosas donde deben estar y evita perdidas de tiempo con renglones que ya no hay quien los enderece. Simple cuestión de suerte.




martes, 19 de noviembre de 2013

DRAMA EN EL SOFÁ

 

"Érase dos peces jóvenes que nadaban juntos cuando de repente se toparon con un pez viejo, que los saludó y les dijo, "Buenos días, muchachos ¿Cómo está el agua?" Los dos peces jóvenes siguieron nadando un rato, hasta que eventualmente uno de ellos miró al otro y le preguntó, "¿Qué demonios es el agua?".

Existen substancias altamente alienantes, unas cuantas pastillitas disfrazadas de píldoras de la felicidad que nos permiten campar a ratos por el limbo de la ignorancia, aunque sea química. Pero el caso es que la comodidad y la economía de guerra dan para lo mismo sentándonos frente al televisor. Nunca una caja tan tonta como ésta ocupó un lugar tan preponderante, destacado y lustroso  en la mayoría de los hogares de este país. 

El fin de semana, en Barcelona llovió torrencialmente. Salir a la calle se convirtió en una gesta heroica, sólo la búsqueda de lo más esencial para sobrevivir durante los siguientes dos días podía aventurar a los más aguerridos a salir fuera, siempre que asumirán el riesgo de ser arrastrado por las riadas de agua sucia que desde hace ya cuatro días bañan las aceras, las calzada, cualquier cosa que está al cielo raso.


En día así, lluviosos a rabiar, una se cansa de todo y después de cientos de vueltas, de lecturas iniciadas e interrumpidas por cualquier cosa, de conversaciones a dos, a tres, a cuatro o a cinco bandas incluso, termina empotrada en el sofá, con el mando a distancia entre las manos y cambiando de un modo desastrosamente compulsivo de un canal a otro, y así, de manera contínua, hasta perder la razón y el conocimiento de lo que aparece por esa especie de mundo paralelo que vive tras una pantalla de plasma.


Y verdaderamente, el sábado quedé impresionada, impactada, con la boca abierta y la cabeza al ralentí, después de una sesión ininterrumpida de informativos y tertulias varias.  ¿En qué país vivimos? La pregunta es tonta, porque la respuesta es obvia, en uno que es tan alucinantemente gentil que todo es posible. Sí, todo. Y cabe todo, desde las estafas económicas más grandes, la corrupción más tremenda, los abusos más incontestables, los tertulianos más sectarios y la madre que los bendijo, porque en este país, pase lo que pase, nunca pasa nada y la memoria colectiva tiene el tamaño de un grano de arroz. 
La maldad del sistema televisivo, consistente en lanzarnos cucharadas de lo más infame acompañadas de babosos programas, en los que unos y otros se dedican a mentarse a la madre, a ponerse a caer de un burro (divertimento nacional, por otro lado), no tiene fin y provoca, al final, una especie de estado de shock mental del que no es fácil salir bien librado.


Tuve suerte y la cosa, tras unos primeros espasmos extraños, no llegó a más. Tuve suerte, digo, porque Dalhman, después de ignorarme durante toda la tarde, saltó a mi falda reclamando una buena dosis de mimos. Haciendo una cuantas contorsiones, conseguí apagar el televisor y debo reconocer que sentí cierto vértigo y me prometí, por todo lo que más quiero, que los próximos días de lluvia en los que quedemos atrapados en casa, como si de un estado de excepción se tratara, venceré la tentación de buscar la programación de la caja tonta. Volveré a mis múltiples películas, a los libros y, si la cosa se nos pone de cara, a la cama para calentar el cuerpo y el alma, que tampoco viene mal.


domingo, 17 de noviembre de 2013

YO NO SOY FEMEN


"El ruido de las carcajadas pasa. La fuerza de los razonamientos queda".

Si sobre algo no hay duda es sobre el hecho que cuando venimos al mundo lo hacemos siendo hombres o mujeres. Es una clara cuestión física que con el tiempo se deriva hacía otros terrenos más pantanosos, menos evidentes y, en ocasiones, más fácilmente maleables. Ante esta realidad física, sobre la que no caben más disquisiciones, cada uno se coloca donde quiere, prefiere, siente o escoge, pero la realidad es que el ser humano, al igual que el resto de mamíferos del reino animal, nace perteneciendo al sexo femenino o masculino, no hay más. Vaya por delante que la palabra “género” aplicable al ser humano no me ha gustado nunca para referirme a mis congéneres de especie.

Durante la pasada semana tuve la oportunidad de participar en unas jornadas sobre feminismo, su transformación y nuevos retos. Como no podía ser de otro modo, se habló del movimiento FEMEN como uno de los más revolucionarios, de los más activos. Y yo añadiría de los menos claros, de los menos identitarios, de los menos transformadores, aunque sí de los más mediáticos por obra y gracia de un par de pechos bien puestos. FEMEN nació hace poco más de seis años en el contexto de la sociedad ucraniana y la problemática de la explotación sexual de las mujeres ucranianas. 

                                                                                                          Femen

Posteriormente, este movimiento, se ha extendido más allá de sus fronteras pero, aun hoy, salvo su “el aborto es sagrado” que gritaron Lara Alcázar y Inna Shevchencko en el patio del Congreso de los Diputados, poco más sabemos de este movimiento en España, de sus reivindicaciones. Al punto de lo anterior, de su actuación en el Congreso, y para reflexionar, destacar la absoluta contradicción entre la alusión al “sacrosanto” derecho invocado por las activistas a la interrupción voluntaria del embarazo y la oposición frontal a cualquier tipo de ideología religiosa que manejan. Prefiero pensar que aquella consigna tan vehementemente gritada y contradictoria con la ideología laicista de FEMEN no es más que un pecado de juventud, o de falta de formación y rigor de quien decidió saltar a la palestra sin ser demasiado coherente. Mal favor a su reivindicación.


                                                                                               Inna Shevchencko

Sobre el movimiento feminista se ha escrito mucho, se ha dicho más y se dirá mucho más. La búsqueda de una sociedad igualitaria, en la que mujeres y hombres no tenga parcelas de poder distintas en función de su identidad o condición sexual, en la que la mujer sea algo más que un recipiente más o menos bonito que guarda un cerebro plano y no tiene opinión, en la que los roles sociales, de autoridad, familiares, culturales y económicos no se establezcan en función de lo que cada uno guarde detrás de su bragueta, no es algo de nuestra época moderna, de nuestro recién terminado siglo XX y comenzado siglo XXI.  Hay que remontarse a los años de la Ilustración, rebuscar en los escritos de Christine de Pizan  en donde ya se pone de manifiesto los agravios de una sociedad patriarcal. Podemos continuar con  Olympe de Gouges que elaboró, a finales del siglo XVIII, su "Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana" frente a la declaración de los “Derechos del Hombre y de la ciudadanía” producto de la revolución francesa. No menos conocidos son los movimientos sufragistas de la Inglaterra de finales del siglo XIX con Emmeline Pankhurst, o a las activistas de los movimientos americanos, como Lucretia Mott o Lucy Stone, contemporáneamente, por poner un ejemplo, Simone de Beauvoir. Podemos poner cientos de ejemplos de mujeres que desde su contexto y realidad histórica trabajaron, en unas más que limitadas condiciones, en pro de una igualdad de derechos entre hombres y mujeres.

                                                                                               Simone de Beauvoir

En España disponemos de grandes ideólogas del pensamiento feminista. Concepción Arenal, Margarita Nelken, Victoria Kent, Clara Campoamor, Emilia Pardo Bazán, María Telo, Celia Amorós, Rosa Montero entre muchas otras.
La sociedad ha evolucionado y muchos de aquellos problemas y reivindicaciones iniciales –igualdad de trato, derecho al sufragio activo y pasivo, etc.,-son una realidad en los países de la gran Europa o de los EEUU, pero no así en otros lugares del mundo donde, aún hoy en día, la desigualdad entre hombres y mujeres es tan absolutamente brutal que su ejercicio, el de la desigualdad, constituye uno de los atentados más graves a los derechos humanos de las mujeres.

                                                     María Telo Núñez

Sin embargo, en nuestra sociedad actual, en la del mal llamado primer mundo, la tercera ola del feminismo está por romper otros muchos paradigmas de la desigualdad de trato. Falta aún mucho para que los techos de cristal con los que se encuentran las mujeres que acceden a puestos directivos (por su valía, no por las cuotas), por llegar a una verdadera conciliación entre la vida laboral y la familiar (en la que la conciliación sea cosa de todos y no sólo de las mujeres) y falta otro tanto para que las diferencias reales y existentes entre hombres y mujeres se conviertan en una fuente creativa y no de discriminación mediante la imposición de conductas totalitarias, desequilibrios injustificados. Necesitamos una transformación de roles sociales.

Queda mucho por hacer bajo la actual apariencia de igualdad, igualdad que aun hoy no es cierta y real en todos los ámbitos. Y son muchas las estrategias desde las cuales hay que llegar a implementar políticas trasversales en pro de ese trato igualitario, sin discriminación por razón de sexo, orientación sexual, raza o religión.


Sin embargo, aún hoy, cuando somos muchas las mujeres que trabajamos para que la igualdad sea una realidad, para que el conocimiento, la valía personal y profesional sea la que prime a la hora de promocionarse en el ámbito profesional y social, somos muchas, también, las que descartamos como elemento de reivindicación la exhibición de un cuerpo desnudo, sobre todo cuando esas muestra de un cuerpo, perfecto o imperfecto (da igual), van absolutamente hueras de un fundamento que permita a todas las mujeres, y a los hombres también (sin ellos, sin su  concienciación e implicación directa, esta es una batalla perdida), sentir aquellas reivindicaciones como propias, exhibición vacía que nos convierte, contrariamente a lo que parece, en meros objetos de exhibición vana, porque la apariencia o diferenciación física, hablando de derechos, debe de ser meramente anecdótica.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

MINIMALISMOS XXXI




–¿No piensas hacer nada?
–No, nada.
–Entonces no me dejas muchas opciones, ya has tomado una decisión.
–No, la decisión la tomaste tú.