lunes, 27 de marzo de 2023

UNA MUJER DESPEINADA

 



La vida se complica sola, requiere de flexibilidad y de un buen cabello. Pegar un brinco para saltar por encima de todo, dar una vuelta de tirabuzón y flotar en el vacío mientras los dedos se mantienen cruzados para caer de pie. La vida complicada alborota el pelo. Las mujeres despeinadas aceptan que los equilibrios y las acrobacias casan mal con la melena ordenada. La mujeres despeinadas se revuelven para transformarse en mujeres de mil tentáculos, de mil ojos que observan, en mujeres que piensan, que buscan y encuentran. Las mujeres despeinadas tienen todos los ojalá en lista para ir tachando cada vez que les da la gana y la gana se deja. Las mujeres despeinadas sienten la humedad relativa y siempre se fijan un poco más allá con independencia de la presbicia. Las mujeres despeinadas buscan, entre la complicación, el soplo de la primavera, tiempo para desenredarse el pelo y seguir.

Seguimos.



miércoles, 15 de marzo de 2023

TIRANTES Y PLATANOS

 



Tal día como hoy de hace tres años empezó el encierro con la incertidumbre y el terror en el cuerpo. En ese momento, de un manera casi unánime, el mundo entero creyó que de todo aquello, si sobrevivíamos, saldríamos mejor. Todo iba a cambiar. Tiempo más tarde, con aquello relegado en algún lugar entre el corazón y la cabeza, en el que pocos quieren escarbar, se ha hecho evidente que nada ha cambiado, al menos no a mejor. Busco la manera de eliminar toxicidad que nos rodea y nado. Nado como puedo. En el vestuario, una anciana con la que coincido a diario, me pide que la ayude a colocarse bien los tirantes del bañador. Me sujeta la muleta mientras llevo a cabo la operación y desenrollo con cuidado la licra que le aprisiona el hombro. Tiene la edad de mi madre, lo sé porque me lo dice con orgullo. Le digo que está estupenda mientras ella, sin parar de hablar, da buena cuenta a un plátano que ha pelado a una velocidad vertiginosa. Mientras habla, yo me desnudo y ella lanza la piel al cubo de la basura. Es por el potasio, me dice. La dejo allí de chachara con otras mujeres que terminan de vestirse para sus clases y siento envidia. Salgo a la calle con el pelo mojado y recorro la acera sorteando a los niños que van al colegio. Hace tres años, tal día como hoy, no había nadie. Era el primer día del confinamiento y me fui al trabajo para recoger algunas cosas que iba a necesitar. Crucé la misma calle por la que hoy camino, cogí un autobús y atravesé la ciudad vacía. El miedo y la esperanza creo que resumen aquellos días. Hoy, tres años después, el miedo es otro y la esperanza en un mundo mejor se ha diluido como un azucarillo en un vaso de agua. Nada es mejor, ni siquiera mínimamente mejor. La sensación de no poder hacer nada al respecto se ha convertido en un sentimiento descorazonador que juega al fijo discontinuo. Pero a veces, solo a veces, aparece algo que me hace bascular y por un tiempo, entre tirantes que se retuercen, plátanos que apetecen todo, y el aire que empieza a oler a primavera, vuelvo a pensar que las cosas pueden mejorar y me quedo allí, en ese estado de enajenación sentimental transitoria, hasta que la realidad vuelve para tocarte el hombro y recordarte que la mierda sigue ahí fuera.



lunes, 6 de marzo de 2023

LIBERTY VALANCE


 

Me inventé un congreso en el que iba a participar haciendo una presentación y debía estar allí los cuatro días completos que iba a durar. Escogí una población alejada, aunque tampoco demasiado, y unos días poco comprometidos. Quería descansar, no tener que ocuparme de nada. Quería irme, quería respirar sin tener que estar pendiente de todo y de todos. Olvidar que tenía un marido, unos hijos adolescentes, una madre octogenaria con la cabeza ida, y un trabajo que desde hacía mucho había empezado a asquearme. Quería poder ducharme sin tener que hacer cola para el baño, desayunar sin tener que preparar el mío y el de cuatro más, sentarme a tomar el sol sin tener remordimientos porque debería estar camino de cualquier sitio menos al que yo quería ir. Quería desaparecer o no, mejor, que desaparecieran todos de mi vida por unas horas, por unos días. Pero verbalizarlo, ni siquiera pensarlo, me producía un espanto horroroso que me convertía en un monstruo y escondía la ganas siendo yo la que desaparecía, un día tras otro, convertida en la última gota que se bambolea antes de diluirse en el charco. Pero esta vez, quería ser yo la primera, olvidarme de ser la matriz o el apéndice de nadie ni de nada. Buscaba la libertad. Doble un par de vaqueros, un par de camisas, la ropa interior y lo coloqué con cuidado en la bolsa de viaje. Salimos todos a la vez y antes de verlos doblar la esquina, con el roce de los besos de despedida, empecé a sentirme rara. La libertad más embustera e impostada del universo se abría ante mí, ante mi maleta y ante la madre que me parió y a la que ya había contestado seis llamadas aquel día. A medio camino, entre la estación y el parque central, me paré ante un salón de uñas. No tenía prisa, no me esperaba nadie y podía pintarme las uñas de verde o de azul, del color que me viniera en ganas, y empezar la aventura de una manera extravagante y vanidosa. El salón, pequeño pero coqueto, estaba vacío. La música de fondo lo convertía en un lugar sumamente agradable. Quizá me hiciera los pies. Me senté en un sofá y empecé a bucear entre una enorme paleta de colores hasta decidirme. La pedicura a modo de desobediencia civil. Me ofrecieron un té frio que acepté al instante y, mientras me masajeaban los pies a dos cuatro manos, me quedé dormida. Creo que debió ser entonces cuando el ansia de libertad se esfumó. Me desperté un poco contracturada pero con unos pies divinos. Recordé que tenía que ir a coger un tren, que a unos ciento de kilómetros me esperaba la nada. Eso era lo que yo quería sobre todas las cosas. Pagué, salí a la calle y empezó a llover. Miré a un lado y a otro de la calle. La ciudad me pareció inmensa bajo aquella cortina de agua. Paré un taxi y le di las señas de casa mientras les escribía: Esperadme para cenar.