viernes, 30 de octubre de 2020

SEIS MESES NADA MÁS




 

Ayer en el Congreso se votó un auténtico despropósito, se dinamitó uno de los límites que la Constitución estable para evitar los abusos y arbitrariedades de aquellos que ostentan el poder. Ayer, los diputados con sus votos afirmativos y sus abstenciones, quebrantaron el mandato que recibieron de sus ciudadanos de legislar con respeto a las normas y a la Constitución. Vivimos uno de los momentos más oscuros engañados todavía por la creencia de que existencia de nuestra libertad. Seis meses de Estado de Alarma de tirada es inconstitucional. La regulación del estado de alarma,  por la propia excepcionalidad de las situaciones que lo hacen necesaria, limitó su duración a quince días máximos, que solo pueden ser prorrogados con autorización expresa del Congreso de los Diputados que debe establecer el alcance y sus condiciones. La limitación y la intervención del Congreso, frente a la actuación el Consejo de Ministros (el Gobierno), es relevante y fundamental. La excepcionalidad del momento precisa de medidas excepcionales, pero precisamente por su excepcionalidad y la incidencia directa que tiene sobre libertadas y derechos fundamentales requiere un control exhaustivo, en este caso de las actuaciones gubernamentales para que no se extralimiten en sus funciones y no quebranten, de manera innecesaria, los derechos y libertades de los ciudadanos, ni adopten medidas fuera del marco de la legalidad.  La pandemia nos está golpeando de manera fuerte y la necesidad de avanzarse está ahí, pero toda actuación debe de estar sometida al control de los órganos establecidos democráticamente. No todo vale, ni siquiera teniendo al COVID enfrente. Por poner un ejemplo, legislar por Decreto Ley, de manera continuada, por ejemplo, es un abuso legislativo del órgano ejecutivo que es inaceptable como norma general.  Este abuso no es menor, aunque pueda parecerlo a quien desconoce el funcionamiento del sistema. Pero en este país falta mucha cultura jurídica, faltan políticos que nivel y falta altura en nuestras instituciones. Aceptamos, sin rechistar los excesos de los que nos gobiernan y lo que hoy, aun mirando de reojo, aceptamos por miedo, por desconcierto y por la inseguridad que nos ha traído el virus, es solo la avanzadilla de las actuaciones totalitarias que pocos países democráticos tolerarían. Se nos chulea desde el poder ejecutivo y no hay oposición que ponga freno a las actuaciones desmedidas y al control ideológico, con recorte de la libertad de expresión, incluso, al que se nos quiere someter. La poca altura política de nuestro Congreso, la poca formación de los diputados y el poco respeto a la Constitución es la nueva normalidad. El acceso a un escaño, a los puestos de relevancia de los aparatos políticos de los partidos, se ha convertido en un medio de vida para mucho trepa sin escrúpulos, con poca formación y cultura democrática y aún menos capacidad para generarse un medio de vida si no es mamando de la teta ideológica. Alguien, de manera malintencionada, pretende contraponer la noción de seguridad, a de la libertad y a la de necesidad de respecto obligado a los límites constitucionales, cuando en modo alguno son opuestos.  En este momento, más que nunca, se impone, por necesidad y cultura democrática, la necesidad de estar atentos a las actuaciones de nuestros gobernantes.  En los Estados con democracias sanas, la libertad, la seguridad, la vinculación y respeto a la norma, es de necesaria conjugación y no hay dudas de su absoluta y necesaria compatibilidad. Si hoy se admite y valida, por miedo, por confusión o por maldad, la extralimitación del ejecutivo, el mañana que nos espera es sombrío. Y esto vale para los que hoy están en mayoría como para los que pueden estarlo mañana. Si seguimos así, de ésta no saldremos ni más fuertes, ni mejores, solo bastante más cautivos.





domingo, 25 de octubre de 2020

ALZAR LA VOZ

 



El virus nos va a salir muy caro. No solo nos va a quebrar la salud, a algunos la vida, y por demás la economía. Va a arrasar con las libertades tal y como las hemos venido conociendo desde mitad del siglo XX. Esta pandemia va a acabar con el modo de vida que hemos conocido en los últimos años. Es cuestión de tiempo, poco, de que nos empecemos a arrepentir de haber hecho dejación de lo nuestro y haber obedecido casi a ciegas a los que, a través de discurso huecos, inflamados de aire, han empezado a vaciar de contenido nuestros derechos. El año 2020 nos ha traído el desastre y de ahí nos va a costar salir.

Tengo el ánimo sombrío y poca confianza en quienes nos dirigen. Sé que es un mal de muchos, pero eso no es gran consuelo. En este intentar sobrevivir entre el desastre, en lo que he tenido suerte es en los libros que han ido cayendo en mis manos.  El último “Déjame ir, madre” de Helga Schneider. No es una novedad, en absoluto pero que vale la pena. La repugnancia moral existe y, veces, como en la novela, adopta las formas más insospechadas, más contradictorias y, por eso, más difícil de digerir.

En las primeras páginas del libro se encuentra una cita de Rudolf Höss, que fue el comandante del campo de concentración y exterminio de Auschwitz. “El odio siempre me ha sido ajeno”. Una frase profundamente perturbadora viniendo de quien viene. De alguien a quien se le presupone una alta capacidad para concentrar en su interior los sentimientos más nauseabundos que el ser humano puede albergar. Höss es uno de los peores asesinos de la humanidad y, fue capaz de situarse en la insensibilidad más absoluta. Porque, solo quien no siente nada, puede llegar a cometer las atrocidades que se llevaron a cabo, bajo su dirección, en los campos de exterminio. No odiar implica no haber sentido jamás una exagerada profunda repulsa hacia algo o, hacia alguien, deseándole un mal espantoso y a su vez, no haber sentido, tampoco, nada que te una a otro. Es difícil de pensar en una personalidad de ese tipo, salvo que su condición humana estuviera totalmente aniquilada y no quedara en él ni un atisbo de humanidad. La capacidad de sentir es algo tan primario en el ser humano que sin ella es difícil diferenciarnos de las bestias.

Que el mal existe es una verdad absoluta que la historia se ha encargado de ponerla frente al hombre cada cierto tiempo. La única manera de contrarrestar el poder absoluto de esa fuerza arrasadora que es la maldad, es el establecimiento de líneas que nadie debe cruzar y permanecer vigilante para que nadie pueda cruzarlas. Hay que aprender a decir no, a establecer límites, a marcar distancia con los perturbados que, en aras a ideologías totalitarias, coartadoras, pretenden acabar con nuestra libertad. Hay que desconfiar y defenderse de quien muestra el ropaje bondadoso tras el que se esconde toda la maldad del mundo. Ellos tampoco creyeron que podía pasar lo que después se encontraron. 



domingo, 18 de octubre de 2020

I HAD A DREAM

 



Estas tumbada sobre la cama, mirando el techo porque no te apetece leer nada y hace años decidiste que en el dormitorio no entraría jamás un televisor. Así que ahí estás, intentando descifrar si lo que asoma por la diagonal es polvo o es el inicio de una mancha de humedad.  Por lo demás no hay nada. Apagas la luz, pero por la ventana se cuela la de la farola con la que el alcalde te felicitó el cumpleaños. Un punto de luz más en la calle y, de paso, en la habitación. Tienes que llamar a alguien para arregle la persiana. Se rompió con la llegada de la epidemia y está condenada a seguir así hasta que desaparezca. Cierras los ojos, pero no puedes dormir.  Empiezas a inspirar y a expirar poco a poco, alargando la expulsión del aire hasta que vacías el vientre del todo y vuelves a comenzar. Intentas meditar como leíste en aquella revista, pero no es lo tuyo. La cabeza se te va a la lista de películas que marcaste como favoritas y haces un leve amago de levantarte, pero el cuerpo te pesa y la pereza más todavía. Oyes el ruido de agua correr y abres los ojos. La cisterna del vecino se va llenando poco a poco, como una vejiga enferma y tú, derrotada, te sientas en la cama y miras hacia la ventana esperando un festival de sombras chinescas, que tiene que salir de la nada, te devuelva el sueño. Pasa el camión de la basura. Son las cuatro y, ahora ya, cada minuto que pasas despierta es un dolor.



miércoles, 14 de octubre de 2020

PARFAVAR

 



Una de las cosas más espantosas y de mal gusto con la que nos ha regalo la nueva normalidad es el disfraz que la pareja Montero-Iglesias se calzaron para asistir, como miembros del Gobierno, a la celebración del Día de la Hispanidad. El binomio, grandes adoratrices del chavismo, se revuelcan como marranitos disfrutones entre las bondades del capitalismo y el de poder concedido la designación de una vicepresidencia y un ministerio que les ha caído en la tómbola del reparto de asientos gubernamentales gracias a las siempre odiosas bisagras. Pero ni una cartera bien forrada, ni grandes dosis de ordeno y mando confieren ni clase, ni buen gusto, ni tan siquiera un mínimo de buena educación. A estos dos personajes todo eso les pilló haciendo bolillos mientras leían el Pravda.

El acto en la esplanada del Palacio Real tenía muchos motivos para genera expectación. Pero llevamos mucho desastre encima para escatimar los pocos momentos en que no es tan malo echarse unas risas aunque reírse de otros, como decía mi abuela, no está bien. Sin embargo, creo que si hubiera visto a los de Galapagar, alguna cosa también habría dicho porque el porte de una y otro, el outfit, como ahora se le llama, con el que tuvieron a bien engalanarse, fue para echarse a llorar, las cosas son las que son. Muchas cosas se pueden comentar al respecto, pero los zapatos, ¡Ay, los zapatos!

Los zapatos sucios acostumbran a señalar al que los lleva como una persona descuidada. Llevarlos hechos un Cristo en una ceremonia protocolaria a la que se asiste como miembro del Gobierno de un país, denota la mala educación del que va de un sobrado chabacano que no la arregla ni la bonanza en la cartera, ni el poder en la recámara.  Uno y otra llevaban el calzado que solo dos personajes de su ralea pueden llevar. Y no es cuestión de que sean caros o no, que a buen seguro lo eran, sino de cómo se cuidan y cómo se muestran. Dejo para otros, más crueles que yo, el análisis de las mangas largas de la chaqueta de Iglesias, los pantalones caídos de tergal del que pica,  y la fea y desaliñada presencia que siempre gasta. Tampoco el moño se salvaba, no lo he olvidado. Lo importante de una melena, para lucirla bien, es por lo menos llevarla limpia. Tampoco hablaré del traje de chaqueta morado de la Ministra de Igualdad, que igual da que sea de marca que no, porque era horroroso con ganas y parecía, ser una miembra destacada de la cofradía del Padre Jesús que cada año sale durante la Semana Santa.  

Me consta que a todos estos políticos de medio pelo, aunque pongan el mohín de aburrimiento, les encanta participar en cualquier guateque o celebración y más si, como es el caso, creen que juegan a hacer la revolución al negar el saludo y la educación al Jefe del Estado. Ojalá en la próxima legislatura, si tienen que repetir (los hados no lo quieran), alguien les de unas pocas clases de Protocolo y un cursillo acelerado de sencillez y buen gusto. No aspiro a que parezcan salidos de una fiesta en el Waldorf Astoria de Nueva York, como tampoco a que no monten su circo particular, pero sí, al menos, que parezca que han tomado una buena ducha matutina y que la ropa ha salido del armario correcto. 




lunes, 12 de octubre de 2020

CASTILLOS DE ARENA

 


«La vida era igual en las tinieblas y a la luz. Era igual para la solterona y para la desaliñada madre de familia. Siempre eras tú misma, independientemente de donde fueras o lo que hicieras. No cambiabas».

En un café. Mary Lavin



Reconocer que pienso mucho en ti, es reconocerme a mí misma que la vida, desde que no estás, es un poco más corta, mucho mas limitada y vacía. Al principio me desconcertaba darme cuenta que cualquier cosa, casi todo, estaba relacionado contigo y me dolía como debe doler un miembro amputado, una parte de ti que ya no existe pero que la sientes, aunque ya no la toques, aunque ya no la veas. Que aparezcas sin aparecer ahora ya no es extraño. Te has convertido en la presencia invisible que me acompaña siempre, aunque algunos días olvide que exististe y  parezca que todo sigue funcionando hasta que algo, a veces insignificante, te coloca de frente reclamando tu sitio. Algunos días, las horas se llenan de momentos prescindibles, huecos y tan espesos que intento apartarlos de un manotazo, pero es un gesto estúpido con el que solo consigo la feroz consecuencia de traerte de nuevo. El discurso, mil veces repetido, de nuestra propia accidentalidad, se desmorona como un montículo de arena al contacto con el agua. Todo es una gran mentira. Y tu contingencia no fue tal. Recurrir a ti, a veces de una manera un tanto inconsciente, es el anclaje a lo que quiero ser, aunque todo cambie por fuera. Puede que sea cosa de chalados melancólicos pegados a un pasado que se convierte en presente, que nos asimos a un brazo invisible como si, de esa manera, caminar por la vida, que cada vez es fea y obtusa, fuera un viaje que, pese a todo, siguiera valiendo mucho la pena. Solo por eso, por tu presente ausencia, es posible que lo siga valiendo.




domingo, 4 de octubre de 2020

RESPIRAR

 



La única vez que coincidimos fue en una reunión de conocidos. Me habían invitado por puro compromiso y aun hoy no sé muy bien por qué acepté. Puede que fuera porque me acababa de separar y los amigos comunes, que hasta entonces se habían mantenido en una aparente neutralidad, fueron desapareciendo del tablero de juego. Supongo que por eso acepté y por convencerme de que cerrando una puerta se abren otras y que tras ellas siempre hay cosas interesantes. No lo sé. Llegué un poco justa, casi la hora de cenar. No hubo presentaciones solo nombres lanzados al aire aunque la anfitriona acompañó el suyo de una sonrisa y una inclinación de cabeza un tanto exagerada. Sabía quién era, le había escuchado en alguna ocasión, pero su cara, la verdad, me era desconocida. Tenía la piel cetrina, marcada por lo que supuse un acné juvenil bastante maltratado. Nos sentamos en los extremos más alejados de la mesa y, desde ahí, aburrida por la insulsa conversación de mis vecinos, pude observarle y encajar las piezas del puzle. Al hablar, arrastraba las erres esforzándose en pronunciarlas y movía las manos con extremada lentitud, como si le pesaran mucho. Eran unas manos pequeñas, casi diminutas, pese a su envergadura. Alguien puso música y hasta la terraza llegó la voz empalagosa de una cantante francesa. Cayó un chiste malo sobre el éxito, la cama y la erótica del poder y ese fue el único momento, en toda la noche, que le escuche reírse con ganas. Empezó a canturrear en voz baja, alejado ya de todo. Al instante sonaron doce campanadas como en fin de año. Septiembre queda un tanto extraño para celebrar la llegada del año nuevo pero, con el tiempo, las rarezas de los demás se vuelven tolerables si las de uno son toleradas por los otros. Y no iba a ser yo quien hiciera ascos al confeti, al espumillón, y a las copas de champan. Esa medianoche me colocaba, a mí también, en el inicio del otoño de mi vida. Corrió la voz que también yo cumplía años y alzó la copa en un brindis generoso y me guiño el ojo. Me deseó una feliz eternidad y un futuro aventurero y yo, a su vez, le deseé un adelante creativo y bajo en colesterol. Una simpleza que se me ocurrió en aquel momento en el que la velada se me empezaba a quedar larga aunque después se alargó muchísimo más. Ayer leí que había fallecido. Me acordé de su cara desajustada, de sus buenos deseos y del futuro aventurero que ha dejado paso a un futuro raro. He tenido la tentación de buscar aquella canción dulce y simplona con la que nos terminamos emborrachando, aunque solo un poco, un septiembre en el que, inocentemente, creímos que la normalidad consistía en salir a una ventana a respirar.