domingo, 29 de septiembre de 2013

SIN SELLOS


"¿Crees en los ángeles? A veces cuando entorno los ojos veo sus alas".

“Erik Satie no abría nunca las cartas que recibía, pero las contestaba todas”. Así empieza uno de los últimos artículos de Enrique Vila-Matas, "No leeré más e-mails". Ayer recibí una carta. No era del banco, ni de ningún organismo oficial, ni publicidad de almacenes que no piso jamás. La sostuve a contraluz y vi una cuartilla doblada, miré el matasellos, el remitente, la puse en el bolso y me fui con ella, paseándola por toda la ciudad.

Bajé por el paseo central de Las Ramblas y al llegar a la calle Boquería giré a la izquierda, quería acortar, no porque tuviera prisa sino por llevarme la contraria, para volver a salir de nuevo al paseo central y discutirme sobre el atajo escogido. El aire olía mal, parecía que las últimas brisas del día removieron el fétido aroma a orín que baña cada una de las esquinas con las que me iba cruzando. Y no fueron pocas. 

Un soplo de aire fresco subió desde el mar. La carta seguía en el bolso, doblada en un gesto humilde y apenas pensaba en ella. Las nubes se enroscaban anunciando tormenta. Un tipo de tez sombría me ofrece una espiral luminosa que momentos antes volaba por los cielos pero, cuando parece que los ucranianos que caminan por delante de mí terminarán coronados por ese artefacto volador, una mano oscura, ágil, lo recoge a medio vuelo y lo planta frente a mis ojos como si fuera un tesoro por descubrir. Seguí caminando y un tipo con la tez más parda aun me ofreció una lata de cerveza que me anunció fresca y que había sido previamente rescatada de la cuerda que la escondía en el alcantarillado.

Me puse otra vez de pie pasando unos segundos, y en tus ojos leí que tú no amabas a nadie. Te deslizabas hacia la vida, volvías al mundo. Al caos duro y seco que la muerte aprisiona”.

Al llegar a Santa Caterina, me senté a esperar y balanceé el zapato descansando los maltrechos dedos de mis pies. La noche se fue cerrando y lo artificial de las luces, del humo de un cigarrillo ajeno, me recordó que la carta seguía doblada en mi bolsa, jibarizándose hasta convertirse casi en un papelito.

Nada se olvida nunca, las palabras y los rostros flotan alegremente hasta la última orilla. Habrá una añoranza, y luego un pesado sueño”.

Pensé en lo bien que me vendría aquella lata fría, y en la carta, y en que haría como Erik Satie, contestarla sin abrir, con cuatro frases de fingida cortesía, algo así como: “Me alegra saber de ti aunque sea en estas circunstancias. La vida siempre es sorprendente incluso trágica en las cosas menudas. Los dos lo sabemos”. Pero me faltaba un sobre, incluso un sello.



jueves, 26 de septiembre de 2013

E PUR SI MUOVE

"Y construye a tu antojo situaciones e imágenes 
que rompan la barrera que aseguran existe entre la realidad y la utopía".

Cumplo un buen puñado de años, exactamente a las cinco de la tarde, una mujer abría las carnes para lanzarme al mundo y por aquí ando. No sé cómo es posible que el tiempo pase tan deprisa. Hasta anteayer, la manida frase: "el tiempo pasa volando", me parecía cosa de ancianos. Pero va a ser que no solo es verdad sino que es incluso es un poco más. No pasa volando, no, pasa a la velocidad de la luz.

Empiezo el descenso de la colina y como dijo aquel, espero que el camino sea bonito y en buena compañía. No pido más. Supongo que eso también es cosa de la edad, pero es así.

No tengo claro si ha sido la vida quien me ha domado, o he sido yo quien ha domado a la vida, pero en algunos momentos creo que ambas "la vida en abstracto" y "la mía propia" libran una feroz batalla. Supongo que por eso, cuando las cosas se me giran, me muestran el trasero y están a punto de vencerme, sigo murmuran, como Galileo Galilei, "e pur si muove".


sábado, 21 de septiembre de 2013

GALAXIAS


"Con palabras, como sueños, quemadas por la vida,
esta noche de lluvia hablo contigo, 
trato de hablar al menos, ligeramente ebrio".


¿Hablamos? Empieza así lo que al poco de comenzar se convierte en un monólogo en el que apenas dices nada, puede que dos palabras tristes que suenan como reproches que en realidad no lo son. Te das cuenta y tratas de hablar lo menos posible porque ese “¿Hablamos?” llega demasiado tarde y porque “su hablamos” y  “tu hablamos” no es el mismo. 
Y mientras le escuchas, aprietas los labios, agrietados, muertos, porque sabes que en cualquier momento, sin saber qué es lo que está diciendo, acabarás esparciendo las horas, los días que hace que le echas de menos. Y te quedas desmadejado frente al otro, y aunque le oyes ya no le escuchas porque te preguntas ¿Qué tiene todo eso que ver conmigo? Y la cabeza se va lejos, muy lejos, puede que a Marte, o a ese otro sitio que sólo existió en vuestra mente, ese lugar al que no necesitabais ponerle nombre, bastaba con que existiera, y existía para uno mientras estaba junto el otro, y el otro junto a uno. No hacía falta nada más. 
Y lo curioso es que mientras su voz se cuela por tus oídos sin entender nada, ves, sin querer ver, sus ojos perdidos en miserias que no te corresponden, y no puedes dejar de pensar en planetas raros, en lo fácil que es construir castillos de naipes y en los doblemente sencillo que es demolerlos soplando a sus pies.

Alguien tiene que pagar. Sacas unas monedas acuñadas en galaxias mentales que un día pisasteis y las lanzas sobre la mesa mientras una voz, que esculpe razones que ya no son tuyas, se pierde por el universo.

martes, 17 de septiembre de 2013

MOLLY McALONE



"Los finales felices son historias sin acabar"


El día que Molly guardó bajo su falda el fajo de cartas de John, supo que aquella historia que había comenzado con un tropiezo casual frente a la cantina, había terminado para siempre. Sujeto a las enagua quedaba un buen fardo de cartas que guardaban los planes, esperanzas y los amores contrariados de un viejo tahúr.


Montó su caballo y empezó a cabalgar. Su vida nunca había sido corriente. Había nacido, ese era el único hecho cierto de su niñez, pero nunca supo de dónde venía, ni quién la trajo al mundo. Creció imaginando un padre y una madre a la medida de los cuentos que escuchaba en aquel cuarto en el que vivía junto a otros seis niños, custodiados por aquella vieja desastrada que bajo el jergón escondía sus miseras pertenencias. Un caballero, una dama, y ella, criatura de cabello encendido, creía guardar debajo de toda la capa de roña con la que se cubría, un pasado lustroso con la pátina que deja el viejo mundo. Pero aquellos años quedaron atrás. La exuberancia de su juventud y la necesidad la llevaron a cambiar su antiguo mundo de esplendor imaginado por el sórdido encerado de una cantina. Noches de borrachera y camastros sucios que no daban mayor placer que la llegada a su fin del goce animal de un extraño, y el cobro de unos cuantas monedas que le aseguraran el pan del día siguiente. 


El trote de su vieja yegua se acompasó a los latidos de su corazón. La tristeza se cubrió de polvo haciéndola más sombría, más espesa. Caminó hacia la puesta de sol, se ajustó el sombrero y se cubrió los hombros para resguardarse no sólo del relente, sino de si misma, del temor a caer de nuevo en una vida que le hastiaba y que había dejado a su espalda.


Contó todos y cada uno de los días que estuvo con él. En el fondo siempre supo que aquel hombre, su hombre, no soportaría las bridas de una vida doméstica. Y lo supo desde el primer día en que enredó los dedos entre sus rizos rojos y olió su cabello sin dejar de pronunciar su nombre. Y lo supo porque debajo de aquella piel, de la suya, de la de él, laten angostas venas que se alimentaban del recuerdo de lo no vivido, de las calamidades vitales.




 

sábado, 14 de septiembre de 2013

LA MAR ESTABA SALADA, SALADA ESTABA LA MAR


"Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal,
 está en nuestras lágrimas y en el mar."

A ver si me coges, son casi las seis, grita Pepín mientras corre calle abajo. Mientras corre, se vuelve para ver a la abuela sentada frente a la ventana, esperando como cada tarde a la misma hora a que suene la sirena, no una sirena cualquiera sino la que anuncie el regreso del “Santa Marta”. 

La barcaza partió un día de otoño, al amanecer, aquel día el abuelo se despidió con un abrazo y desde la popa, alzó la cabeza con una sonrisa que la abuela guardó para siempre.

Dicen que una tormenta hundió el “Santa Marta”, otros dicen que después de aquella feroz tempestad, navegó sin rumbo y llegó a una isla mágica, donde los marinos encontraron aves extraordinarias, tesoros incalculables, mujeres dulces como la miel y que allí quedaron sin recordar otros puertos lejanos. Otros dicen, que el barco no puedo sortear aquel mar embravecido que solo Dios hubiera podido domar, pero que aquel día el mando lo tenía el Diablo y que aquella barca infeliz sucumbió al infierno submarino. Pero lo cierto es que los restos de aquel barco de pesca nunca aparecieron y la sonrisa del abuelo, la que guardó la abuela mientras con sus manos apretaba su abultado vientre, se desvaneció bajo las frías aguas del Atlántico. 
Pero Pepín cree, como la abuela, que aquel marino amado, anda perdido por mares y tierras lejanas, que encontrará el camino a casa y cualquier día, a la hora en que la flota llegue a puerto, desembarcará, un poco más cansado, con el cabello lleno de sal y un buen saco de historias y estrellas de mar. Es por eso que la abuela está frente a la ventana y él corre con Carlitos, con el pan de la merienda en el gaznate y sin resuello, bajando a trompicones por el callejón para llegar al puerto y esperar sentados, junto a las redes viejas,  la vuelta de los barcos que de madrugada salieron a faenar y que tiene que devolverles a aquel hombre que no vio nacer a su madre.

Pero hoy tampoco será. Carlitos se encoge de hombros y se chupa los dedos para llevarse el salitre que tiene impregnado hasta en el tuétano desde que nació. Pepín coge un cubo lleno de cangrejos, caballas y algunas anchoas que el contramaestre del “Virgen del Carmen” les dio para la abuela después de rascarles la cabeza. 
Suben por el empedrado, dando pequeños saltitos para evitar los adoquines oscuros, el que los pise pierde. Ahora no hay prisa, hacen planes para mañana mientras se reparten las estrellas de mar del abuelo.  
Empiezan a encenderse los primeros fanales, las cortinas de casa ya dan la espalda a la noche.



miércoles, 11 de septiembre de 2013

¿Y SI TODOS FUERAMOS COMO SUGAR MAN?


"Estoy aquí fuera, a mil millas de mi casa,
 andando un camino en que otros hombres han sucumbido".

Es miércoles, fiesta local, y después de una comida en familia, de esas que te apetecen de veras porque,  debe ser cosa de la edad, es entre ese dispar grupúsculo donde te sientes más cómodo, en el que no tienes que explicar nada porque lo harás cuando quieras, y porque no tienes que impostar lo que no quieres. Después de esa comida, arropada en el sofá junto a mi hermana mayor, nos olvidamos de cadenas humanas y de lo que pasa de puertas hacia fuera, encendemos el DVD, empieza “Searching  for Sugar Man”.


 


No voy a explicarles el documental, tienen cientos de webs, de blogs,  en los  que les explicarán mejor que yo su historia. Pero puedo asegurarles que vale la pena. Después de verla, con la boca abierta de puro alucine, sólo puedo preguntarme: ¿Cómo fue posible toda esta historia de Sixto Rodríguez? ¿Por qué fracasan los buenos  proyectos y terminan aparcados, de modo definitivo, en cunetas anónimas? ¿Por qué la mediocridad arrolla lo bueno, lo genial, despedazándole cualquier posibilidad? ¿Es posible desaparecer del mundo? ¿Existe la suerte? ¿Podemos controlar nuestra existencia? ¿Qué es la vida?


 
La vida, al final, es lo que es, y pocas veces se parece a lo que uno creía que sería o esperaba que llegara a ser. Pero tengo una de las respuestas a las preguntas anteriores, desaparecer no es posible, no lo es cuando lo que uno lleva dentro traspasa lo normal. Cuesta encontrar la explicación al motivo por el que algo triunfa o deja de triunfar.

No dejen de ver “Searching for Sugar Man” y piensen en su vida, en lo que fue, en lo que es, en lo que pretendían que llegara a ser. 




lunes, 9 de septiembre de 2013

PRÓXIMA PARADA


"No entreguéis nunca a la utilidad ni a la pasión sino una parte de vosotros".



Espero en la marquesina mirando el letrero que indica el tiempo que falta para que llegue mi tranvía. Quedan diez minutos. No es mucho, solo un poco si tengo en cuenta que durante esos minutos acabo pensando en lo que no debo.  Tiempo en el que se me disparan diálogos interiores,  casi siempre poco adecuados, que terminan por dejarme la extraña sensación de que el día menos pensado no me daré cuenta y terminaré murmurando, como “la señora loca de los gatos”, porque en esas conversaciones a una sola banda termino discutiendo y diciendo la mayoría de cosas que, aún no se por qué motivo, se quedan dentro en lugar de estampadas contra la cara de la persona que debería recibirlas.


Me siento junto a la ventana. No he podido escoger peor sitio, por encima de la cabeza una salida de aire acondicionado que va a terminar por congelarme las dos ideas y media que me quedan. En septiembre siempre pasa lo mismo, mantenemos las rutinas cercanas de un verano que acaba de marcharse y así nos va. Pero no es el primer año, ni el segundo, ni el tercero que me toca vivir en dos microclimas asfixiantes uno por exceso y otro por defecto. El helor y la calima se van intercambiando en función del lugar en el que te encuentras en cada momento, y el bolso se convierte en un portamaletas donde cohabitan en un caos perfecto, los pañuelos de papel, pañuelos para el cuello, pañuelos para todo. 


Busco, y mientras busco, me descubro manteniendo un monólogo que me saca de quicio. Es lo malo de rebobinar conversaciones. Llevo tiempo intentando corregir esta mala costumbre, y me esfuerzo cambiándome de tema, cogiendo un periódico o un libro, poniéndome los cascos y tarareando hacia dentro cualquier cosa que suene bien. Pero es ese otro yo que habita en mí, que campa a sus anchas entre mi esternón y mi vagina, que no me deja vivir, que vuelve una y otra vez, a lo mismo, a sus soliloquios que hacen desaparecer las letras, la música, y me revelo absolutamente inútil para detenerlo. Pero yo me resisto, lo aprisiono, aunque no debe ser suficiente y por eso, a veces, de un modo casi imperceptible se me escapa un reproche que no va a llegar más allá de la punta de mi nariz, porque, inmediatamente, lo reabsorbo para que se quede quieto, dentro, hasta que se muera. Porque los reproches, tarde o temprano, al igual que las pasiones, acaban muriendo, algunos de inanición y otros de severo empacho.


 

sábado, 7 de septiembre de 2013

SODADE


"Y luego, en otoño, el aire seco y vibrante, 
cargado de áspera electricidad estática, 
que inflama el cuerpo bajo la ropa liviana. 
La carne despierta, siente los barrotes de su prisión".


Desde muy temprano leo sentada en el alfeizar de la ventana. No es una aventura arriesgada, ni mucho menos. Puedo apoyar los pies en el suelo, la distancia es tan pequeña que mi  integridad física, incluso en un ataque de locura, está a salvo. Busco una postura cómoda mientras dejo vagar la mirada por el estropicio que ayer hice en el jardín, restos de ramas podadas a destiempo, hojas secas amontonadas. Una ráfaga de viento las levanta haciéndolas bailar en un desacompasado vals que parece escapado de una película de dibujos animados. Hojas bailarinas. Una idea delirante que solo puede agradar a un niño que no sabe que alejadas de su rama, las hojas, no son más que apéndices muertos, sin esperanza.

Unas cuantas ventanas más allá, detrás del muro, empieza una discusión que no entiendo y sólo por eso se conviertene un ruido molesto. Subo el volumen de mis auriculares y me entran unas ganas tremendas de vomitar. Reconozco el hambre. Siempre es igual, primero la desgana y cuando olvido que mi cuerpo es contradictorio por horas, llega la nausea que se ocupa de recordarme que no soy un ente puro, que necesito comer, orinar, que soy un cuerpo que se maravilla hasta la locura con el estallido de la petite mort.

Sabiendo que no me dirá que no, le pido una taza de café, negro, muy cargado. No me oye y alzo un poco la voz para pronunciar su nombre, para hacerme oír sobre el escandaloso repique de las teclas de una máquina de escribir heredada de antiguas batallas que se empeña en utilizar, y también, porque aunque no está a más de un par de metros, al otro lado de la ventana, está tan concentrado, pulsando con tanta fuerza el teclado, que mi voz ni siquiera le llega.

Trastea en la cocina, algo se derrama, lo sé por como jura por todos los demonios que habitan  la tierra, pero aún así, aparece por la ventana, con las gafas suspendidas en el puente de su nariz rotunda y una sonrisa que los años han mantenido intacta. 

Mis ojos recorren su espalda mientras vuelve a su mesa. Son las doce y el cielo empieza a encapotarse de un modo absolutamente perturbador.


miércoles, 4 de septiembre de 2013

DEL SENTIDO CRÍTICO, DE LOS LIBROS Y FAHRENHEIT 451




Siéntese en una estación de tren de una ciudad cualquiera. Observe a las personas que allí se encuentran. Yo lo he hecho hoy. Miraba a mí alrededor y he sido consciente de que nos mienten cuando nos dicen que en este país no se lee. He visto docenas de personas con sus libros en las manos, enfrascadas en sus lecturas, no sé si buenas o malas, pero en lecturas, mientras esperaban sus trenes. Hagan la prueba, vayan a un andén cualquiera, da igual Paseo de Gracia, que Atocha, que Santa Justa, podrán contar decenas de libros.

Los libros forman parte de mi vida desde que tengo uso de razón. Empecé a leer muy pronto, tanto que una de las atracciones en las reuniones familiares era sacarme a la palestra para que leyera cualquier cosa que me pusieran delante. Un monito de feria, tal cual. Quizás por eso hoy mis lecturas son siempre en solitario y, si puedo escoger, en público, prefiero que me lean a tener que leer yo. Quizás por eso, también, me gusta ver cine a solas.

 


Vi Fahrenheit 451(*) en casa de mis padres, sentada en una silla con las manos colocadas debajo de las piernas, para no morderme las uñas. La televisión en mi casa era en blanco y negro, la de color llegó muy tarde Y recuerdo como si fuera ayer, como la estética futurista de la película (tampoco en exceso), me hacía pensar en que tal vez aquello era lo que nos esperaba en el futuro. No entendía demasiado bien la película, me parecía que era algo terrible lo que me contaban. Los que se suponía eran los “buenos”, se dedicaban a la destrucción. Y un mundo bueno era un mundo sin libros.

Hoy sigo sin entender. Pasaron unos cuantos años hasta que volví a ver la película. Andaba ya en mi primer año de facultad. Ahora ya era en color y en un entorno bastante distinto. Fue en la antigua Filmoteca de Barcelona. Aquella película pasó a ser completamente distinta. La estética futurista me parecía trasnochada, pero la historia seguía pareciéndome terrible. La destrucción masiva de libros con la finalidad de crear una sociedad aborregada, con un pensamiento lineal. Hoy me sigue pareciendo terrorífico. Los libros, aprendí a cuidarlos porque esto y no otra cosa eran toda la herencia que iba a recibir. No lo cambio por nada, quizá por eso jamás he tirado un libro. Si alguno ha dejado de interesarme ha ido a parar a otras manos. Y es que la circulación de libros es la circulación de pensamientos.

Los libros son el mecanismo perfecto para desarrollar el sentido crítico en las personas. No contienen la “verdad absoluta”, esa no la tenemos nosotros. Cada uno tenemos nuestras verdades en la cabeza y estas, precisamente, porque no son absolutas, pueden verse modificadas, por la influencia de las cosas que llegamos a leer.



 
Hay que leer con sentido crítico. Y eso es precisamente lo que la película Fahrenheit 451 transmite, la necesidad de ser crítico, de cultivar la diferencia a través de la elaboración de un pensamiento que jamás debería ser socialmente uniforme. La destrucción de un libro, como los que nos muestra la película mediante impresionantes manguerazos de queroseno, son la metáfora perfecta de la destrucción del desarrollo mental. La contraposición entre la figura de Clarisse McCellan y Mildred (una, que aboga por un mundo instruido con una mentalidad crítica y la otra, por un mundo plano sin aspiración alguna más allá de lo estrictamente material y socialmente aceptado), son la representación perfecta de dos mundos absolutamente antagónicos. Porque los libros, contrariamente a lo que sostiene Montag al inicio de la película, no son trastos inútiles. Sí que tienen interés, no hacen desdichadas a las personas y, por supuesto, no las vuelve antisociales. Precisamente, los libros son todo lo contrario, porque evitan que vivamos en mundos monolíticos, con un pensamiento único. Lo que en ocasiones nos puede llevar a ser felices o incluso tremendamente felices. Esto es precisamente lo que no ocurre en el mundo que se nos muestra desde Fahrenheit 451 donde los habitantes de aquella sociedad son felices a fuerza de no plantearse absolutamente nada Replantearse el mundo es una necesidad vital y eso es precisamente lo que hace Guy Montag. En el caso de Fahrenheit 451 esta necesidad se alivia a través de la esperanza de aquellos que intenta salvar el mundo mediante la memorización de los libros que consideraban fundamentales. También este detalle me tuvo algún tiempo en vilo. Pensaba en que llegado un momento como el que reflejaba la película, no sería capaz de memorizar, por entero, el libro que en aquel momento, en la época de mi segundo visionado de la película, iba siempre dentro de mi macuto “Mientras el aire es nuestro” de Jorge Guillen. Creo, que insistía en este poemario precisamente por el poema ahora transcribo:


Dice Virgilio a Dante, “Inferno”, I, 76. Los destructores siempre van delante, Cada día con más poder y saña, Sin enemigo ya que los espante. Triunfa el secuestro con olor de hazaña, Que pone en haz la hez del bicho humano. Ni el más iluso al fin la historia engaña. El infierno al alcance de la mano.


Una película que hace pensar, que nadie debería perderse para entender que alcanzar la felicidad supone entender el mundo en el que uno se posiciona desde el conocimiento y el sentido crítico. Y para ello leer es fundamental.




  (*) Este texto pertence a una serie de escritos publicados en el blog de cine "Ese invento el demonio" en el año 2010.