"Los finales felices son historias sin acabar"
El día que Molly guardó bajo su falda
el fajo de cartas de John, supo que aquella historia que había comenzado con
un tropiezo casual frente a la cantina, había terminado para siempre. Sujeto a
las enagua quedaba un buen fardo de cartas que guardaban los planes, esperanzas
y los amores contrariados de un viejo tahúr.
Montó su caballo y empezó a cabalgar. Su
vida nunca había sido corriente. Había nacido, ese era el único hecho cierto de su niñez, pero
nunca supo de dónde venía, ni quién la trajo al mundo. Creció imaginando un padre
y una madre a la medida de los cuentos que escuchaba en aquel cuarto en el que vivía junto a otros seis niños, custodiados por aquella vieja desastrada que bajo el jergón escondía sus miseras pertenencias. Un
caballero, una dama, y ella, criatura de cabello encendido, creía guardar debajo
de toda la capa de roña con la que se cubría, un pasado lustroso con la pátina
que deja el viejo mundo. Pero aquellos años quedaron atrás. La exuberancia de
su juventud y la necesidad la llevaron a cambiar su antiguo mundo de esplendor
imaginado por el sórdido encerado de una cantina. Noches de borrachera y camastros
sucios que no daban mayor placer que la llegada a su fin del goce animal de un
extraño, y el cobro de unos cuantas monedas que le aseguraran el pan del día
siguiente.
El trote de su vieja yegua se acompasó
a los latidos de su corazón. La tristeza se cubrió de polvo haciéndola más
sombría, más espesa. Caminó hacia la puesta de sol, se ajustó el sombrero y se cubrió
los hombros para resguardarse no sólo del relente, sino de si misma, del temor
a caer de nuevo en una vida que le hastiaba y que había dejado a su espalda.
Contó todos y cada uno de los días que
estuvo con él. En el fondo siempre supo que aquel hombre, su hombre, no
soportaría las bridas de una vida doméstica. Y lo supo desde el primer día en que
enredó los dedos entre sus rizos rojos y olió su cabello sin dejar de pronunciar
su nombre. Y lo supo porque debajo de aquella piel, de la suya, de la de él,
laten angostas venas que se alimentaban del recuerdo de lo no vivido, de las calamidades vitales.
Esa rutina doméstica que nos embrida, como Molly al caballo con el que está obligada a huir.
ResponderEliminarAbrazos, siempre
Igualmente Amando, un abrazo
EliminarMe gustó.
ResponderEliminarY que la sangre va recogiendo las calamidades de la vida es muy cierto.
Cockles and mussels alive!
ResponderEliminar¡Ay no! que esa era Molly Malone que es una historia mucho más triste.
Besos