domingo, 25 de marzo de 2018

NI OLVIDO, NI PERDÓN


"Nunca se rindan, nunca cedan, nunca, nunca, nunca, en nada grande o pequeño, nunca cedan salvo por las convicciones del honor y el buen sentido. Nunca cedan a la fuerza; nunca cedan al aparentemente abrumador poderío del enemigo".
Winston S. Churchill




Quizá porque de momento nunca me he encontrado en una situación parecida, no puedo comprender el estado de alienación y sumisión que está viviendo una buena parte de la población que vive en Cataluña. No hablo de mayoría porque no lo es. Los grandes números son una de las muchas mentiras que repiten los independentistas. 
Lo sorprendente es que a estas alturas, cuando ya no hay dudas de que mintieron a los ciudadanos, movilizaron los sentimientos más bajos de la gente mientras malversaban, espiaban y robaban a las necesidades  más perentorias de sus conciudadanos (el dinero destinado a sanidad, servicios sociales, etc. se desviaba a la maquinaria del "Procés"), todo ello siendo conscientes de que todo aquel plan que no era viable, aun hoy, los propios ciudadanos estafados se lancen a la calle en defensa de un líder fugado, que los dejó en la estacada, y de un proyecto tan poco democráctico. 
Esta gente que, investidos por el poder de unos resultados electorales que no responden a la voluntad de los resultados directos de las urnas(algo habrá que hacer con eso), azuzó el avispero del sentimiento nacionalista de algunos, no merece conmiseración alguna, solo la aplicación implacable del Estado de Derecho y el más profundo de los desprecios. 
Nunca las calles serán suyas, como nos repiten cada vez que pueden. Debemos estar atentos y no dejarnos intimidar por su otro mantra: “ni olvido ni perdón”. Debemos ejercitar nuestros derechos y no permitir que iluminados como los que hoy tenemos en el Parlamento catalán vuelvan a tener en sus manos la dirección de un territorio al que solo le han ocasionado la ruina económica y social. La hora de hacer política llega tarde, la política la mataron los propios que pretendían ejercerla contra su propio pueblo. Llega la hora de que todos aquellos que atentaron contra la democracia, pervirtiendo el lenguaje y las ideas, respondan ante los Tribunales (los de un Estado Social, Democrático y de Derecho), ante los ciudadanos y ante Europa. Nosotros tampoco vamos a olvidar y no debemos hacerlo para no volver a caer en manos de unos cuantos que solo quisieron su propio beneficio (principalmente económico, con un control de las instituciones para que nadie les pidiera explicaciones) en detrimento de los derechos y libertades de la inmensa mayoría. El respeto a las normas, al derecho y las libertades es fundamental y si no estamos por ello es para apagar y cerrar la puerta. 




lunes, 19 de marzo de 2018

MANCHESTER



Los cambios bruscos de tiempo animan la ciudad. Una granizada, por ejemplo, es excelente para aumentar la cordialidad en el ascensor.

Iñaki Uriarte






Habían quedado que cuando él saliera de la oficina llamaría, pero no sería antes de las seis, antes tenía que cerrar un par de cosas. No se atrevió a preguntar, por no ponerle en un aprieto y que le mintiera. Sabía que iba a ver a su hija, una hija de la que no tenía que saber que existía, pero lo sabía. Laura se había convertido en una incógnita con la que a veces se entretenía, otras se angustiaba. Un misterio al que ponía las caras más diversas cuando  no podía dormir. A las siete llegó a casa, se quitó los zapatos y empezó a preparar la cena. Desde hacía un par de años, los miércoles eran el mejor día de la semana. Pablo llegaba pronto y cenaban viendo la televisión como si fueran una pareja normal. El resto de los días, llegaba a casa, se desvestía sin cuidado y se tumbaba en la cama para contemplar como crecía la humedad que había aparecido en la esquina de la habitación. A veces, si no estaba demasiado cansada, o demasiado nostálgica, se preparaba algo para cenar y ojeaba el suplemento del periódico del domingo mientras fumaba un último cigarrillo antes de acostarse. En su acuerdo no cabían las llamadas pasadas las seis de la tarde, ni los fines de semana, y si alguno de los dos tenía la tentación de romper aquella norma debía mesurarlo  bien porque la consecuencia podía ser el punto y final de aquella historia. Al principio le pareció bien, disponía de su espacio, de una vida social entretenida, pero con el tiempo empezó a cuestionarse si aquello tenía sentido, si quería pasar el resto de  sus días aquella manera, sin hacer planes, improvisando cenas de última hora y esperando una llamada a medianoche que sabía de antemano que no iba a producirse. La trampa había sido estupenda, y ella misma la había tejido a su propia medida. Miró el reloj, ya eran más de las diez y Pablo no había dado señales de vida. Se puso el abrigo, se calzó y salió al bar de la esquina a comprar un paquete de cigarrillos. Había olvidado hacerlo al volver a casa y ahora los necesitaba. Dio un rodeo para hacer tiempo antes de subir a su apartamento. Rebuscó el teléfono en el bolsillo y comprobó que la pantalla seguía oscura, muerta. ¿Cuánto se puede fumar una noche así? Dio media vuelta y compró una cajetilla más. Subió por las escaleras, sin prisa, guardó la cena en la nevera, se puso el pijama y se sentó en la cama. Podía fumar cuanto quisiera, solo tenía que abrir un poco la ventana y dejar que el aire se colara sin hacerle trampas.






domingo, 11 de marzo de 2018

VASOS DE CRISTAL


En este lugar sin sombras ni horizontes todos hablan un idioma distinto y, sin embargo, se entienden.
Sergi Pàmies





Mientras recogía las cuatro cosas que me quedaban, me dio por pensar en cuantos de mis compañeros, que ahora asistían mudos a mi marcha forzosa, continuarían allí el próximo año. Inmediatamente descarté seguir ocupando mi cabeza en aquello que, en realidad, no me importaba y me concentré en intentar no olvidar nada porque, una vez subiera en el ascensor de la planta 43, ya no volvería jamás. Revolví los cajones, miré por las estanterías y puse en una caja de cartón cuatro cosas que podía tirar en el primer contenedor que encontrara nada más pisar la calle. Poco se puede salvar de un naufragio laboral salvo la taza llevada de casa, recuerdo de Estocolmo, y el cactus que engullía  las radiaciones de tanto ordenador conectado. Poca cosa y muy poco práctica, pero no quería dejarles ni el resto de mi sombra. Fue cuestión de unos minutos recolocarlo todo. Me alisé la falda, me recogí el mechón del flequillo con una horquilla y cruce la planta sin decir adiós a nadie. Las despedidas solo valen la pena cuando le dices adiós a algo que importa, y a mí todo aquello había dejado de importarme hacía demasiado. Supongo que por eso les fue sencillo decidir quién de todos nosotros encabezaría el desfile. Al salir, el portero me saludó inclinando la cabeza. Le entregué el cactus y le deseé la mejor de las suertes.  Caminé hasta la esquina, abrí el contenedor y me deshice, sin reciclar, de la taza, de los cuadernos y unos cuantos bolígrafos de la compañía. Miré el reloj, eran las diez, me daba tiempo a llegar a casa, tomarme un café en un vaso de los de toda la vida y hacer la cama.





domingo, 4 de marzo de 2018

MENOS QUE NADA


La sinceridad cuesta mucho. Creemos muchas veces 
que somos sinceros y no lo somos.
Azorín




Marzo. Retomo una página medio escrita que dejé porque le faltaba honestidad. Intento reconciliarme con parte de un pasado no demasiado lejano sin buscarle justificación. Afilo unos cuantos lapiceros antes de intentar escribir una sola letra, una manía como otra cualquiera. El día se ha vuelto confortable pese a la lluvia, pese a las incógnitas que se esconden en aquella página a medio hacer. Intenté construir una verdad a la medida de una gran mentira. No sirvió para nada. Guardo aquella página a medio escribir porque ya no la siento mía, porque el tiempo borra lo que quiere y porque hoy, cuando aún soy capaz de ver sin estropear el recuerdo, pienso que en mi cabeza aquellas líneas se escribieron buscando sentido a la desesperante realidad de un pérdida inútil. El mundo se perfecciona a través de la confusión de los que somos simplemente mortales. 




jueves, 1 de marzo de 2018

NOUVELLE CUISINE







El momento más extraño del todo el año fue cuando de una manera inesperada, y sin motivo aparente, recibí una nota convocándome en el restaurante del observatorio de la ciudad.  En ella no se especificaba ni el motivo, ni si el anfitrión pensaba invitar o no, y para mí eso último, en aquel momento de mi vida, era crucial. Así que no fue nada extraño sentir como un sudor frío me recorría la espalda y un “mierda” quedaba colgado de la punta de la lengua. Las invitaciones requieren señorío y hoy en día ya no se presume. El pago a escote se ha impuesto incluso cuando recibes una invitación para una boda. Son las invitaciones, esas convocatorias a traición a las que te sientes obligado a acudir y de las que sabes de antemano que acabarás abriendo el billetero y soltando unos buenos euros. Este era el caso, no porque fuera una boda, que no lo era, sino porque desde hacía años mi relación con aquella persona que me citaba y el grupo con el que se relacionaba era más que exigua. Por eso la curiosidad me podía. Eso y que aún hoy, después de tanto tiempo, me era difícil decirle que no, aunque no le debiera absolutamente nada. En mi economía de guerra, una comida en un lugar como aquel me iba a provocar un agujero a tapar con arroz hervido y pollo durante todo lo que quedara del mes. Pero no pude resistirme y el día y hora indicado allí estaba, vestida con una falda que me apretaba más de lo deseable en la cintura. Entre despacio, buscando con la vista a aquel que fuera mi mentor y allí no había nadie. Y nadie era nadie. Me dirigí a la cocina escuchando el sonido de mis propios pasos. Entré intentando que el batiente de la puerta no terminara por empujarme hasta el fondo de aquella estancia, también vacía. Empecé a preguntarme si todo aquello formaba parte de un juego estúpido del que nadie me había explicado nada y si debía salir corriendo antes de que apareciera alguien que quisiera acabar con mi vida o venderme una enciclopedia de nouvelle cuisine Pero me entró hambre. Sobre una mesa encontré unos plátanos. Cogí uno, me senté en la encimera y me lo comí como si no hubiera un mañana. Al terminar me deshice de la piel con el triturador industrial, me lavé las manos y me las seque frotándolas contra los faldones del abrigo. El silencio continuaba siendo absoluto. Di media vuelta, salí de la cocina y atravesé el comedor sin cruzarme con nadie. Llegué a la calle sin saber qué había pasado, ni comprender qué estaba haciendo allí. En la puerta, el conserje me despidió con un movimiento de la cabeza. Empecé a bajar la calle, sin entender nada. Busqué la nota en el bolsillo y ahí estaba, fechada tres años atrás. Seguí caminando bastante más ligera.