lunes, 19 de marzo de 2018

MANCHESTER



Los cambios bruscos de tiempo animan la ciudad. Una granizada, por ejemplo, es excelente para aumentar la cordialidad en el ascensor.

Iñaki Uriarte






Habían quedado que cuando él saliera de la oficina llamaría, pero no sería antes de las seis, antes tenía que cerrar un par de cosas. No se atrevió a preguntar, por no ponerle en un aprieto y que le mintiera. Sabía que iba a ver a su hija, una hija de la que no tenía que saber que existía, pero lo sabía. Laura se había convertido en una incógnita con la que a veces se entretenía, otras se angustiaba. Un misterio al que ponía las caras más diversas cuando  no podía dormir. A las siete llegó a casa, se quitó los zapatos y empezó a preparar la cena. Desde hacía un par de años, los miércoles eran el mejor día de la semana. Pablo llegaba pronto y cenaban viendo la televisión como si fueran una pareja normal. El resto de los días, llegaba a casa, se desvestía sin cuidado y se tumbaba en la cama para contemplar como crecía la humedad que había aparecido en la esquina de la habitación. A veces, si no estaba demasiado cansada, o demasiado nostálgica, se preparaba algo para cenar y ojeaba el suplemento del periódico del domingo mientras fumaba un último cigarrillo antes de acostarse. En su acuerdo no cabían las llamadas pasadas las seis de la tarde, ni los fines de semana, y si alguno de los dos tenía la tentación de romper aquella norma debía mesurarlo  bien porque la consecuencia podía ser el punto y final de aquella historia. Al principio le pareció bien, disponía de su espacio, de una vida social entretenida, pero con el tiempo empezó a cuestionarse si aquello tenía sentido, si quería pasar el resto de  sus días aquella manera, sin hacer planes, improvisando cenas de última hora y esperando una llamada a medianoche que sabía de antemano que no iba a producirse. La trampa había sido estupenda, y ella misma la había tejido a su propia medida. Miró el reloj, ya eran más de las diez y Pablo no había dado señales de vida. Se puso el abrigo, se calzó y salió al bar de la esquina a comprar un paquete de cigarrillos. Había olvidado hacerlo al volver a casa y ahora los necesitaba. Dio un rodeo para hacer tiempo antes de subir a su apartamento. Rebuscó el teléfono en el bolsillo y comprobó que la pantalla seguía oscura, muerta. ¿Cuánto se puede fumar una noche así? Dio media vuelta y compró una cajetilla más. Subió por las escaleras, sin prisa, guardó la cena en la nevera, se puso el pijama y se sentó en la cama. Podía fumar cuanto quisiera, solo tenía que abrir un poco la ventana y dejar que el aire se colara sin hacerle trampas.






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