El momento más extraño del todo
el año fue cuando de una manera inesperada, y sin motivo aparente, recibí una
nota convocándome en el restaurante del observatorio de la ciudad. En ella no se especificaba ni el motivo, ni
si el anfitrión pensaba invitar o no, y para mí eso último, en aquel momento de
mi vida, era crucial. Así que no fue nada extraño sentir como un sudor frío me
recorría la espalda y un “mierda” quedaba colgado de la punta de la lengua. Las
invitaciones requieren señorío y hoy en día ya no se presume. El pago a escote
se ha impuesto incluso cuando recibes una invitación para una boda. Son las
invitaciones, esas convocatorias a traición a las que te sientes obligado a
acudir y de las que sabes de antemano que acabarás abriendo el billetero y
soltando unos buenos euros. Este era el caso, no porque fuera una boda, que no
lo era, sino porque desde hacía años mi relación con aquella persona que me
citaba y el grupo con el que se relacionaba era más que exigua. Por eso la
curiosidad me podía. Eso y que aún hoy, después de tanto tiempo, me era difícil
decirle que no, aunque no le debiera absolutamente nada. En mi economía de
guerra, una comida en un lugar como aquel me iba a provocar un agujero a tapar
con arroz hervido y pollo durante todo lo que quedara del mes. Pero no pude
resistirme y el día y hora indicado allí estaba, vestida con una falda que me
apretaba más de lo deseable en la cintura. Entre despacio, buscando con la
vista a aquel que fuera mi mentor y allí no había nadie. Y nadie era nadie. Me
dirigí a la cocina escuchando el sonido de mis propios pasos. Entré intentando
que el batiente de la puerta no terminara por empujarme hasta el fondo de aquella
estancia, también vacía. Empecé a preguntarme si todo aquello formaba parte de
un juego estúpido del que nadie me había explicado nada y si debía salir
corriendo antes de que apareciera alguien que quisiera acabar con mi vida o
venderme una enciclopedia de nouvelle cuisine Pero me entró hambre. Sobre una
mesa encontré unos plátanos. Cogí uno, me senté en la encimera y me lo comí
como si no hubiera un mañana. Al terminar me deshice de la piel con el
triturador industrial, me lavé las manos y me las seque frotándolas contra los
faldones del abrigo. El silencio continuaba siendo absoluto. Di media vuelta,
salí de la cocina y atravesé el comedor sin cruzarme con nadie. Llegué a la
calle sin saber qué había pasado, ni comprender qué estaba haciendo allí. En la
puerta, el conserje me despidió con un movimiento de la cabeza. Empecé a bajar
la calle, sin entender nada. Busqué la nota en el bolsillo y ahí estaba,
fechada tres años atrás. Seguí caminando bastante más ligera.
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