martes, 27 de abril de 2021

A DIEZ MIL REVOLUCIONES

 



Se podría decir que a grandes rasgos, los países,  como las personas, no cambian. Hay algo en ellos que, pese a los avances, al enriquecimiento o al aumento de su población, siempre se mantiene igual. Es su condición. Con las personas pasa tres cuartos de lo mismo. Lo de fuera cambia, ropaje sobre ropaje, disfraz sobre disfraz pero al final, bajo todas las capas que intentan tapar y disimular, casi siempre  asoma el pelo de la dehesa. España siempre ha sido un país de grandes contracciones y enormes dosis de visceralidad. Odiamos como nadie y queremos los que más.  Un país bipolar de acentuados momentos maniacos y desconcertantes periodos depresivos que cada cierto tiempo se descontrola. El momento que nos ha tocado vivir, con las elecciones a la Comunidad de Madrid entre otras muchas cosas, es una prueba para el que lo quiera ver. España es un país metido de una centrifugadora del que esta vez le toca salir encogida y enana. No pasa nada, o tal vez sí, pero saldremos de este charco porque este país tiene una gran capacidad de recuperación, necesaria, por otro lado, para volver a hundirlo en cuanto se pueda.  Mientras tanto, en este devenir de irse al carajo y volver a remontar, la historia nos da momentos preciosos. Ahora mismo no sabría decir, pero igual me viene a la cabeza cuando bajen las revoluciones.



viernes, 23 de abril de 2021

QUE LA PANDEMIA NO TE QUITE EL GUSTO

 



Cuando naces en una familia en la que las mujeres ganan por goleada, la cuestión de las rosas y los libros se multiplica por dos. En casa siempre hubo rosas para todas y libros también. Porque una cosa no quita la otra, porque las revoluciones empiezan en la casa de cada uno y en la nuestra se avanzaba a pasos de gigante cuando conseguías colocarte en posición de discutir sin menospreciar y sin caer en el capricho para el que no había ni espacio, ni suficientes horas en el reloj que tirar.

Hubo un tiempo en el que algunos consideraron que las mujeres que leían eran peligrosas. Nuestra suerte, la mía, la de mis hermanas y la de mi madre fue que mi padre considerara que nos prefería peligrosas y leídas a incultas, dejadas o planas de pensamiento como una línea recta. Así que casa, la fiesta de San Jorge siempre fue una fiesta grande en el que hubo rosas y libros que formaban parte del mismo equipo.

Mi padre ya no está y la casa familiar se fue vaciando. Pero mi madre sigue remando y, pese a la edad, al covid y a los males que la acompañan sigue, año tras año, con la búsqueda disfrutona de libros y rosas para su familia, bisnieta ya incluida.  Y es que para ella, nacida durante una guerra con más escasez que abundancia, leer es fundamental y lo del rosa y el azul siempre le importó un bledo.



domingo, 18 de abril de 2021

DEL INCOMODO GESTO DE MORIRSE

 


Dijo un hasta luego y solo puede contestarle que tal vez.



A los entierros no se invita, se va. Son jornadas de puertas abiertas a la tristeza casi siempre de otros. Alguien avisa de la muerte de alguien y la noticia empieza a expandirse como un reguero de aceite que cubre la voluntad, la tapa y la disimula. Sabe mal, pero meter un entierro a media mañana, un lunes, un jueves o un día cualquiera, es un problema, un lío, una incomodidad. Pero ahí está, junto a la creencia de que acudir es una obligación, aunque no se sepa bien el porqué, porque todo queda lejos: el tiempo, las personas, el ayer. Todo es relativo, el interés también. La idea del "ahora ya, qué más da", va, viene y se estrella contra el rompiente de los gestos. Y se acude, como va la mayoría, ocupando un asiento discreto, que confirmar la asistencia pero que no demorare la salida y la vuelta a la vida. Casi siempre es así. Lo funerales, también los velatorios, se han convertido en una obligación social que pesa a quien nada tiene que hacer allí. El confinamiento y las medidas de aforo limitado han sido un calvario para las familias, para los amigos de verdad; y un alivio para muchos otros. La obligación es la tragedia viva de los funerales.




domingo, 11 de abril de 2021

CAGADA



La complejidad de las emociones, la confusión de sentimientos y la vida eterna. La charla naufragaba desde hacía ya algún tiempo. Los últimos veinte minutos había estado dando vueltas a la idea del amor adulto, a la necesidad perentoria del ser humano de sentir que la vida es algo más que rutinas y el pago de facturas. Y aunque al principio pareció interesante, al poco empezó a llenarse de tópicos y boutades para impresionar a un público entregado desde el comienzo. Al escuchar lo de la vida eterna resoplé y pensé que algunas de aquellas personas, que atendían con las cámaras y los micrófonos cerrados, acabarían por escribir en el chat de la sesión un rendido amén. Cerré la aplicación, me fui a la cocina, me preparé un gin-tonic, llené una botella térmica en la que empujé un trozo de limón y tres cubitos, le puse la correa al perro y salí a la calle. La complejidad de los sentimientos es solo una idea barroca que no responde a su realidad. Los sentimientos son básicos y son nuestras limitaciones para aceptar la incomodidad que a veces suponen lo que los hace parecer complejos. El amor, el dolor, la soledad, la ira, la euforia son todo fichas de un mismo puzzle. Tiré del perro para sacarlo del hueco del árbol al que entró para husmear, una vez más, y caminé dejando que fuera él quien dirigiera el paseo. Duró lo que tardé en acabar con la última gota del termo y en achisparme el monólogo. Volví sobre mis pasos, con el perro aliviado y la cabeza llena de burbujas.



domingo, 4 de abril de 2021

TAKE AWAY

 



Llevan semanas prediciendo mal tiempo, pero a la gente le da igual. No hay virus que pare las ganas de salir corriendo y los que han podido han liado el petate y cogido carretera y manta. Pero otros, quizá los extremadamente cobardones y pelados, nos hemos quedado en casa manteniendo la distancia de seguridad, la mascarilla y las burbujas que, de tanto cambio normativo, ya no se sabe si son de cuatro o de cincuenta y cuatro. Por suerte nos quedan las cafeterías abiertas y algunas terrazas en las que se puede desayunar, con el permiso de la autorizad incompetente. Es pronto, ni siquiera son las nueve, pero unos cuantos parroquianos, que sufrimos las secuelas de aquel temor que impuso el cierre de las cafeterías antes de las diez, ocupamos las mesa de aforo limitado antes de quedarnos sin ellas. Un café, un agua y un croissant. Más o menos lo de siempre. Al otro lado del mostrador, una señora pide un café con leche, tres azucarillos y un brioche. Todo para llevar. Pienso que la cosa de las restricciones ha impuesto la moda del “Take away” que tanta gracia nos hacía cuando lo veíamos por ahí y que ahora, siguiendo con la desgracia, nos da tres patadas. El “para llevar” implica vaso de cartón, cucharilla de plástico y un sobre de papel con el bollo que la dependienta coloca en una bandeja de plástico que la mujer coge con cuidado y que lleva a una mesa al final del local, frente al ventanal. Abre una bolsa de tela que colgaba de su brazo y saca un vaso de cristal, una cucharilla, un plato pequeño y empieza por verter el café con leche en el vaso, el brioche en el plato y todos los envoltorios los amontona en la bandeja que arrincona en la esquina de la mesa. Casi espero que saque una servilleta de tela o algo parecido, pero no. Me viene a la cabeza aquella película en la que un Jack Nicholson trastornado mareaba a una camarera con sus manías y sus cosas. Le doy un par de vueltas a mi café que se enfría en una tacita de loza. Empieza a llover y un viento del carajo arrastra unas cuantas hojas secas que golpean contra el cristal. La mujer sigue desayunando, sostiene en la mano una novela de tapa blanda que lee sin importarle ni ocho, ni ochenta y ocho, que me tenga atrapada.  Me intriga lo que hará cuando acabe pero dejo de mirarla, aunque de vez en cuando alzo un poco la vista por encima de las gafas para ver si sigue allí.  No somos nada, escucho al vecino de mesa y pienso que eso no es verdad. Somos tela marinera.