domingo, 31 de diciembre de 2023

COSAS QUE PASAN Y PASARÁN




Empezamos el año 2023 pensando que, después de vivir lo vivido, las cosas mejorarían. Pero está claro que esa esperanza con la que se inician los proyectos, los años, se va tiñendo de parduzco y se va consumiendo hasta convertirse en una bolita casi invisible a medida que avanza el tiempo. Llegado el 31, la bolita que albergaba la ilusión en el futuro próximo se funde en negro y se acabó. Otro año más al coleto con la sensación de que algo se nos ha escapado. Pero debe ser cosa de la magia o, mejor, de la necesidad de seguir en marcha que, apenas empieza a llegar el aroma al nuevo año, una nueva bola esperanzada y esperanzadora se va gestando dentro. Y la vida, al menos la mía, es así. Año tras año, envite tras envite, bolita tras bolita. Por eso, aunque no me gustan muchas cosas de las que hay a mi alrededor, sé que, en realidad, soy afortunada. La nueva bolita, la que corresponde al año que ya llega, está en marcha y por eso, porque la bolita de la esperanza está en su momento inicial, espero que el nuevo año nos haga mejores personas a todos, nos dé fuerza para resistir y seguir remando sin caer en el desaliento.
Doy carpetazo a 2023 sin darle más vueltas y con mis mejores deseos para todos en este próximo año. Para ti también.



viernes, 29 de diciembre de 2023

HUMO


 

Tengo un reservorio de palabras huecas que se acumulan formando ideas locas y un tanto estúpidas que solo puedo comprender yo misma en noches como las de hoy, cuando el sueño no alcanza y el silencio de la noche se llena del sonido del bombeo de mi cuerpo. A veces, mientras intento dormir, lo agito y se revuelve sin encontrar nada adecuado. Adecuado para nada que arroja sinsentidos que no interesan a nadie. Es la perversión del desvelo que me vuelve más yo y me acerca más de ti, hasta convertirme en humo.


domingo, 10 de diciembre de 2023

SO TENDER



 

Me dejé la bolsa preparada ayer noche para evitar que, esta mañana, la pereza me forzara una excusa tan mala como la de tener que buscar las cosas y meterlas en la mochila. Al llegar apenas hay un par de personas. Se mueven a un ritmo tranquilo, acariciando el agua. Dudo si unirme a ellos y entre los tres convertirnos en un ballet de indolentes acariciadores que buscan en el agua la calidez que las sábanas de un domingo a primera hora no dan. Pero yo, valiente como la que más, salgo al exterior y mido la temperatura del agua con la punta del pie. Está bien para morir al entrar y volver a morir al salir. Se entiende que no haya nadie aquí fuera y se entiende también que el socorrista, que se aburre mientras vigila la nada, me mire regular. Su misión, más allá de matar las horas mirando al vacío, está el salvar a cualquier loco que en diciembre entre en la pileta y le dé un patatús. Pero no hay nadie y a mí me apetece mucho, aunque haga frío y el socorrista me mire regular. Podría desistir del empeño, volver al interior y seguir la coreografía de los que nadan ahí dentro. Pero ya estoy aquí, frente al podio de los perdedores, ya no hay vuelta atrás. Me apetece la soledad de la brazada y el silencio que hay aquí fuera. El agua antes clorada, ahora ya no, me devuelve la tranquilidad que cuando estoy fuera se me escapa por las costuras. Pienso en cosas absurdas y le voy dando al reproductor para que las canciones avancen un poco más deprisa que mis vueltas a la piscina. Nado escuchado música de jazz, una locura que diría cualquiera. Pero hace ya mucho tiempo que dejó de importarme lo que diga cualquiera. Doy un par de vueltas y me tumbo bocarriba, pero aguanto poco. El frío te rompe pese al agua climatizada. Me muevo con calma porque soy una Esther Williams venida a menos; porque soy como una aceituna dentro de un Martini y porque “So tender” me agita y me calma y me vuelve a agitar. Y necesito tumbarme panza arriba, otra vez, aunque los dedos de los pies y los pezones se me congelen, y el corazón se me parta un poco más antes de llegar a la otra orilla.





miércoles, 6 de diciembre de 2023

DIEZ HORAS Y MEDIA

 

Llevo diez horas y media en la sala de espera de un gran hospital público. El tiempo de espera va subiendo de manera exponencial a medida que pasa el tiempo que se supone debía de reducir la espera que  empezó siendo de seis horas. No podía imaginar que mi puente iba a empezar así. Pero me sostengo a base de dosificar el optimismo al pensar que estamos así para ir a mejor. El optimismo del idiota esperanzado, no lo niego. Aquí todos estamos pendientes, todos esperamos toqueteando los teléfonos móviles para anestesiar la espera. Las app también han llegado a las urgencias hospitalarias para entretenerse activándolas, una y otra vez, como si de verdad hicieran un seguimiento en tiempo real del paso del paciente por urgencias. Una mentira más con la que nos miente la tecnología.

Las horas empiezan a pesar y ya queda poco por descubrir en esta sala. Tiene forma de L. En uno de los extremos estamos los familiares y acompañantes; en el otro, gente de la calle que ha encontrado en este 365/24 un lugar en el que pasar la noche alejados del peligro, cerca de un baño con agua y de enchufes en los que recargar el móvil. Al principio no me he dado cuenta, quizá porque andaba muy metida en lo mío, con la preocupación a cuestas del que llega por necesidad y sin saber nada. Pasan los vigilantes de seguridad y nos miran, les miran. Controlan y se van haciendo la vista gorda dejando a los durmientes haciendo su noche particular y a los demás, apesadumbrados en una vigilia nada querida.

Tengo sueño, mucho. Tengo frío, bastante y tengo miedo. Quiero escuchar el “familiares de…” para poder gestionar la incerteza; para poder dejar de mirar con asombro al otro lado de esta sala; para saber qué más allá de los puentes rotos, del sueño que aprieta, de la enfermedad y de la tristeza, existe una casa caliente, mi casa, que me espera como refugio en todos los sentidos.