jueves, 27 de agosto de 2020

CASCABEL





«No se trata de criticar el progreso y la técnica, que tanto facilitan nuestra vida, la menos la de los privilegiados que podemos disfrutarlos...»
Instantáneas. Claudio Magris




Los quioscos de mi barrio están todos cerrados por vacaciones. No es que queden demasiados, cada vez quedan menos, y en temporada de vacaciones, todo y que entre ellos se organizan, este año ha quedado la zona como un erial. Camino un buen rato hasta que encuentro un estanco que tiene prensa, unos cuantos ejemplares, pocos, ya no hay mercado me dice el chaval que me atiende.  Dice que la gente ha dejado de comprar periódicos desde que conectándose a Internet es posible saber qué pasa en el mundo casi en tiempo real. Y es verdad, la red lo tiene casi todo, pero no lo tiene todo. 
La compra de un diario tiene algo más que la simple necesidad de leer noticias. Para algunos, como yo, tiene algo de ceremonia que se mantiene con gusto. En mi caso, la lectura de un periódico va íntimamente ligada a la búsqueda previa de una cafetería en el que sentarse y, café en mano, destriparlo de arriba abajo mientras va pasando la mañana sin prisa. Puede que esta idea mía, tan de otro tiempo que casa mal con nuestra vida, vaya asociada a los domingos de invierno, al resoplar de una cafetera industrial y al chocar de platos y tazas de loza gruesa, que tanto bien me hacen. Pero todo cambia. Las tazas han sido sustituidas por vasos de cartón con mensaje motivador, el café desplazado por batidos veganos y los quioscos, los que han sobrevivido a la revolución digital, se han convertido en bazares con exposición sobre la acera en los que lo de menos son los periódicos que se venden. Puedes comprar un diario, una revista y por unos pocos euros más llevarte un juego de sartenes, un champú anticaspa, incluso un bolso de playa. 
La información, si algo queda de ella, parece valer bastante poco si no va acompañada de cachivaches que al final no hay dónde meter. Y algo de razón hay en ello. La necesidad de convertir en atractivo, en deseable, aunque sea indirectamente, un producto que ha perdido fuste tiene algo que ver en todo el escaparate que ahora nos plantan delante de la nariz. A la prensa les ha pasado algo así, desde el momento en que ha abandonado el objetivo de informar, ha dejado de interesar. Los intentos de adoctrinar, no ya desde sus editoriales o columnas de opinión, sino desde las noticias mismas, a las que se le resta credibilidad a base de insuflarles ideología hasta convertirlas en un esperpento de si mismas, ha llevado a la pérdida del interés de la gente. La información ha dejado de ser lo que es y se distorsiona hasta convertirlo en un relato de hechos tintados por la excesiva exposición ideológica de quien la escribe. Nada nuevo, es cierto. Pero en estos tiempos que corren, en los que se ha perdido la razón crítica, el gusto por contrastar con quienes se encuentra en las antípodas con el objetivo de forzar el pensamiento y la formación de opinión propia, es posible que lo que mejor nos quede, después de pasar por el quiosco, sea llevarnos a casa un recortable en miniatura del Empire State para montarlo en el salón y esperar, sin demasiada demora, a que corra el aire que barra la idiocia en la que nos encontramos y volvamos, más pronto que tarde, a aquellos tiempos en los que cargarse de periódicos, aun un tanto húmedos, era casi una obligación si uno quería que su cabeza no quedara tan hueca como un sonajero cuando pierde el cascabel.




lunes, 24 de agosto de 2020

CANCIÓN TRISTE DE VERANO




«La vida discurre tediosamente, nada ocurre durante meses, hasta que un día de pronto, todo, quiero decir todo, se va a la mierda y se pone patas arriba»

El buda de los suburbios. Hanif Kureishi





Me despierto con dolor de cabeza, es algo así como un crepitar constante, como si el cerebro fuera a desplazarse y estuviera tomando la medida del rincón en el que piensa acomodarse. Decido quedarme en la cama un rato más a ver si de esa manera consigo que vaya desapareciendo o que se coloque donde se tenga que colocar. Pero primero me todo un ibuprofeno con un gran vaso de agua, levanto la persiana y esperando que entre algo de aire. Aun es oscuro. El verano empieza a decaer, en la luz se nota. Amanece tarde, oscurece más pronto. El ciclo de la vida. No soy muy consciente del momento en que me he dormido, pero sé que lo hecho durante largo rato porque el reloj marca las nueve cuando me vuelvo a despertar. Tengo que ir a trabajar, pero me cuesta levantarme y las ganas se han ido de vacaciones con el resto de la familia sin que yo las acompañe. Este verano me cuesta todo. Pero por lo visto es un mal generalizado del que no vale la pena quejarse porque no se pasa, se acrecienta ante la protesta. Debe ser cosa de la crisis mundial o del arrastre poco productivo en el que ando y por el que no hay día en que no me entren unas ganas feroces de cerrar el ordenador, la puerta del trabajo, la puerta de casa y olvidarme de todo. Pero la realidad, mal que nos pese, es tozuda y hay que seguir remando contra el cansancio, la desidia, contra la constante negatividad que poco a poco va haciendo callo y nos deja tocados. Dicen que este año va a crecer el consumo de antidepresivos, no es de extrañar. Algunos, supongo que los que piensan más en la frivolidad que en la salud mental de sus conciudadanos, hacen campaña alegando, por toda fatalidad, que engordan. Esos deben preferir cortarse las venas o saltar por una ventana antes que no reconocerse en el espejo. Corren malos tiempos para deprimirse, para engordar y para intentar fumarse un cigarrillo. 
Esta vez la guerra no se libra en territorio conocido sino en los cuerpos. En los nuestros y en los de los otros. En los altos, en los bajos, en los gordos y los flacos, en los tontos y los listos. No empezó en verano, como dicen que empiezan todas las guerras. Pero aquí la tenemos, en plena campaña, avanzando día a día y esperando a que llegue el frío para intentar derrotarnos. Contra ella no caben cumbres mundiales, ni tan siquiera llegar a acuerdos, aunque sean imprecisos. La nueva normalidad se desparrama como una mancha de aceite insoportable y ha traído de vuelta las jaquecas que creía olvidadas, la imposibilidad de dormir de tirón, los pensamientos estúpidos (como los que esta nota), y la triste impresión de que todo se nos escapa de las manos. 



miércoles, 19 de agosto de 2020

INUIT


«Dice el mito que el mundo se formó a partir de las desmembraciones de un gigante cósmico. Nosotros somos eses cuerpo fragmentado del gigante. El fuego del gigante entró en nuestra boca, transformándose en lenguaje...»

Disección de una tormenta. Menchu Gutiérrez




El verano se ha presentado farragoso. Las ganas de salir corriendo, de emigrar al polo norte hacerse con un iglú, matrimoniar con un inuit y olvidarse de todo, por ahí andan. Establecer como objetivo próximo varias cosas como esquivar la pandemia, prescindir de los imbéciles que pontifican, de los tiesos, de los que inventan mentiras con las que cubrir su maldad. Una tarea agotadora e imposible, no hace falta engañarse demasiado.
Y mientras me barrunto todo eso, en una especie de trastienda improvisada con una cortina de plástico para aislarla, una cría, flaca como un colín, juega mientras su madre lima uñas. Ajena a todo, concentrada en un ininteligible monologo, alecciona a un perro de trapo. Nada de lo que pasa a su alrededor parece interesarle. Cada poco tiempo rompe a reír y su madre, de reojo y en silencio, vigila lo que ocurre un poco más allá. Pero su risa, estruendosa para lo menuda que es, me arranca una sonrisa que permanece oculta tras la mascarilla pero que es como una inyección de algo parecido a un optimismo encapsulado. No hay nada hay más agradable que la risa franca del que no busca nada. La veo moverse, con la determinación del que no levanta un palmo del suelo y no tiene más preocupación que conseguir zamparse la merienda que su madre le ha dejado preparada en un táper y que ella, diminuta como un comino, ha aprendido a abrir sin tener que pedir ayuda. La diferencia entre su mundo limitado y y el mundo adulto que vivimos es abismal.  Hemos conseguido convertir todo lo que tocamos en un triste lodazal en el que la deslealtad y la negación de lo que somos se abre paso de una manera desbocada y sin control. Quiero, y necesito creer, que todo eso es solo parte de un proceso y no la estación final. Dicen que la batalla cultural está perdida, que no interesa. Menudo error. El tiempo no nos perdonará. Cabe esperar que el futuro se lleve por delante la descomposición social y ética que le estamos dejando a los que vienen detrás. Pero ahora, mientras me debato entre si el esmalte debe ser rojo pasión o simplemente rojo, y me cisco en mi propia generación, Manuela, que así se llama el comino, sigue ajena a todo y mata la tarde frente a un ventilador que, a cada vuelta que da, le levanta el flequillo como una visera y ella, sorda a todo, se muere de la risa.



sábado, 15 de agosto de 2020

FERRAGOSTO




«Me preparo para asistir 
A mi propio vuelo de despedida»

Roberto Bolaño



Subo al terrado buscando un poco de corriente de aire. Voy andando por la escalera para mover las piernas, para evitar la cabina del ascensor y porque tampoco tengo que subir tanto. Desde aquí se ve parte de la ciudad. Decenas de luces tintinean en esta noche de verano. Se hace extraño ver la cantidad de ventanas que están iluminadas, pero este año es tan excéntrico como particular.  En el edificio de enfrente, celebran una fiesta. No se ve mucha gente. Puede que sea, por lo de las limitaciones o puede que solo sea porque las cosas buenas de verdad pocas veces son multitudinarias. Una chica baila, da vueltas sobre sí misma. Nadie la mira, salvo yo. Agosto se ha tragado la mitad de las alegrías y ha dejado supurando la herida de un futuro que no podemos prever. Pero la fiesta no puede decaer, aunque a ratos se muestre fea y pesada. Por está bien que la chica baile aunque lo haga sola y que, en la calle, ahora ya vacía, las parejas se acompañen en el último paseo al perro que en invierno, casi siempre, se convierte en un ejercicio en solitario asignado a dedo. ¿Quién nos lo iba a decir?
Cuento los días y me pierdo entre ellos. No se trata de una metáfora. Todo corre demasiado deprisa. En breve, la chica de carne esplendorosa, que ahora baila sobre sí misma, palpará con sus manos un cuerpo que a ratos no reconocerá porque el tiempo se llevó el suyo y le entregó otro de recambio. Se agarrará a las fotografías de lo que fue y las mostrará para mostrar quién fue, quien es. 
Los tiempos extraños han llegado para quedarse y el calor, que decían sería liberador, se convierte en un infierno.




domingo, 9 de agosto de 2020

VOYAGE



Quien abusa amparándose en la fatalidad de la vida o del propio carácter, una hora o un año después se verá atacado en nombre de las mismas inefables razones. Lo mismo sucede con los pueblos, con sus virtudes, sus caídas y sus apogeos.
Claudio Magris




Hablo con mi madre por teléfono, le pregunto qué tal va todo, que cómo lleva estos días. Me dice que bien desde que no enciende el televisor y que me cuelga porque ha quedado para dar una vuelta. Concluyo que es verdad que todo está bien, incluso lo del televisor.
Mi madre, que nació con la guerra civil, dice no entender nada de lo que ocurre en estos tiempos y ella, buscando una excusa, lo achaca a su edad. Pero las dos sabemos que nada tiene que ver con eso, sino con la imbecilidad y el disloque que va ganando la partida a pasos agigantados. Un viaje con difícil retorno.
La verborrea inútil y los gestos grandilocuentes pero vacíos son lo que ahora se lleva, aunque en ellos no haya ni una onza de sentido común, ni de mínima reflexión. En la cúspide de la estupidez, del decir cosas por decir, esta semana se lleva la palma la ministra de igualdad por las declaraciones en las que entre otras cosas se pregunta: «¿Existen los hombres y las mujeres? ¿Qué es ser hombre y mujer? ¿Cuánta talla de pecho tenemos que tener para ser hombre o mujer?».
Una no puede por menos que abrir mucho los ojos e intentar que no se salgan de sus órbitas porque  tamaña idiotez no puede ser cierta. Pero tristemente, lo es y no está descontextualizado. La entrevista no tiene desperdicio. Si hay algo que no provoca duda alguna es que, aquí y en Pekín, existen los hombres y existen las mujeres; y que escoger la talla de sujetador como criterio para determinar el sexo de una persona, como parece desprenderse de la declaración ministerial, es, además de ridículo, poner en evidencia las pocas luces de quien siquiera se lo plantee.
Es necesario que la sociedad haga una reflexión profunda sobre qué es lo que queremos, qué necesitamos, hacia dónde nos dirigirnos y si queremos que al frente de las instituciones se encuentren personas formadas, que gobiernen para todos y faciliten la vida de los ciudadanos con independencia de la ideología, o si preferimos charlatanes que, a fuerza de intentar hilvanar teorías que ni ellos comprenden, nos lleven ante paradojas como la que la ministra, sin rubor, nos plantea. 
Hacer el ridículo, cuando hablamos de la gestión y gobierno de un país, es inadmisible. Como también lo es arrastrar hasta el desagüe el respeto por los puestos que ocupan que, además, nos salen por un ojo de la cara. Gobernar requiere ciencia y consciencia. Es difícil. Cerrar la boca y ser prudente, no tanto. 




martes, 4 de agosto de 2020

SUPERLATIVO


«A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas»
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La peste. Albert Camus



Cada día despertamos con una noticia peor. Y aunque las de hoy son mejores que las que tendremos mañana, al final, lo superlativo es lo que nos vamos encontrando, incluso en lo pésimo. La proclamación de la Constitución Española del año 78, que dejaba atrás un panorama más que sombrío, sufre en estos días un continuo ataque desde las entrañas del propio Gobierno. Nada es casual. 
Uno de los grandes males que ha aquejado a este país es la corrupción. No podemos sentirnos orgulloso. Es un grave error pensar que la podredumbre se encuentra solo en las altas instancias, en las clases dirigentes o en las grandes empresas. La realidad es que se encuentra extendida entre todo tipo de personas y personajes de este país. Hoy, algunos andan dándose golpes en el pecho, señalando con el dedo las actuaciones del rey emérito. Personas que mientras rugen por el fin de la monarquía porque ha hecho uso y abuso de su posición para obtener un rédito personal, pagan en negro la reparación del calentador de agua de su casa, alquilan un apartamento bajo mano, cobran de un ERTE mientras la empresa les complementa el sueldo, o recuentan el dinero de las cajas B de sus partidos y esconden las verdaderas cloacas de este país. Gente que se hace cruces de la indignidad de quien fue el Rey mientras se blanquea y pacta con bandas terroristas, mientras se atenta a la legalidad y a vida común de los ciudadanos de este país. Nada es justificable. Ni lo del emérito, ni lo del vicepresidente tapando sus propias vergüenzas vociferando sobre inciertas huidas, ni lo del presidente de este Gobierno  pactando con quien hasta hace cuatro días le descerrajaban un tiro en la cabeza a ciudadanos de su partido, ni lo de la señora que tiene a la domestica trabajando sin papeles ni contrato. Nada lo es. La inmoralidad y la falta de decencia es el mal de España. Lo hemos permitido todo en aras a mantener a flote ideologías y principios del siglo XIX que casan mal con las necesidades de nuestro siglo. Los mimbres sobre los que nos sostenemos son endebles y cimbrean cada vez más. Estamos cruzando líneas peligrosas que una vez atravesadas ya no tienen vuelta atrás. 
Tenemos la tendencia a imaginar que los conflictos bélicos siempre ocurren en otros lugares, en países lejanos que nada tienen que ver con nosotros, pero no es cierto. Las muestras de la confrontación social la tenemos cerca. No hace tantos años, en la antigua Yugoslavia jugaban a socavar los derechos de uno frente a otros, la corrupción tampoco era cosa minina y los derechos se volvieron relativos. No estamos preparados para vivir lo que vivieron nuestros padres y nuestros abuelos. Hoy en día, las redes sociales y el acceso generalizado a Internet permiten tener al alcance cualquier tipo de información sin saber si es cierta, si está contrastada, o si nos la están ofreciendo bajo el filtro de la visión ideológica del medio afín. Las líneas que separan la libertad y la seguridad del totalitarismo de algunas corrientes se difuminan en muchos momentos. Evitar que las primeras se quiebren requiere de un esfuerzo titánico en defensa de la democracia y en reconocer que no todo vale. Debemos perseguir la corrupción hasta el final, en todos los ámbitos. Nuestro futuro se encuentra en la defensa de unas instituciones que no siempre son ocupadas por las personas más íntegras y mejor preparadas; pero debemos separar el grano de la paja, discernir en qué lugar se encuentra aquello que quiere acabar con nuestro modo de vida y, sobre todo, en querer continuar siendo un país en el que la libertad y la seguridad sean su punta de lanza.