«Dice el mito que el mundo se formó a partir de las desmembraciones de un gigante cósmico. Nosotros somos eses cuerpo fragmentado del gigante. El fuego del gigante entró en nuestra boca, transformándose en lenguaje...»
Disección de una tormenta. Menchu Gutiérrez
El verano se ha presentado farragoso. Las ganas de salir corriendo, de emigrar al polo norte hacerse con un iglú, matrimoniar con un inuit y olvidarse de todo, por ahí andan. Establecer como objetivo próximo varias cosas como esquivar la pandemia, prescindir de los imbéciles que pontifican, de los tiesos,
de los que inventan mentiras con las que cubrir su maldad. Una tarea agotadora e imposible, no hace falta engañarse demasiado.
Y mientras me barrunto todo eso, en una especie de trastienda improvisada con una cortina de
plástico para aislarla, una cría, flaca como un colín, juega mientras su madre lima uñas. Ajena
a todo, concentrada en un ininteligible monologo, alecciona a un perro de trapo. Nada de lo que pasa a su alrededor parece interesarle.
Cada poco tiempo rompe a reír y su madre, de reojo y en silencio, vigila lo que
ocurre un poco más allá. Pero su risa, estruendosa para lo menuda que es, me arranca una sonrisa que permanece oculta tras la mascarilla pero que es como una inyección de algo parecido a un optimismo encapsulado. No hay nada hay más agradable que
la risa franca del que no busca nada. La
veo moverse, con la determinación del que no levanta un palmo del suelo y no
tiene más preocupación que conseguir zamparse la merienda que su madre le ha
dejado preparada en un táper y que ella, diminuta como un comino, ha aprendido a
abrir sin tener que pedir ayuda. La diferencia entre su mundo limitado y y el mundo adulto que vivimos es abismal. Hemos conseguido convertir todo lo que
tocamos en un triste lodazal en el que la deslealtad y la negación de lo que somos se abre paso de una manera desbocada y sin control. Quiero, y necesito creer, que todo eso es solo
parte de un proceso y no la estación final. Dicen que la batalla cultural está perdida, que no interesa. Menudo error. El tiempo no nos perdonará. Cabe esperar que el futuro se lleve por delante la descomposición social y ética que le estamos dejando a los que vienen detrás. Pero ahora, mientras me debato entre si el
esmalte debe ser rojo pasión o simplemente rojo, y me cisco en mi propia
generación, Manuela, que así se llama el comino, sigue ajena a todo y mata la tarde frente a un ventilador que, a cada vuelta que da, le levanta el flequillo como una
visera y ella, sorda a todo, se muere de la risa.
... y todo se olvidará, por qué quizá básicamente somos seres que olvidamos.
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