«Me preparo para asistir
A mi propio vuelo de despedida»
Roberto Bolaño
Subo al terrado buscando un poco de corriente de aire. Voy andando por la escalera para mover las piernas, para evitar la cabina del ascensor
y porque tampoco tengo que subir tanto. Desde aquí se ve parte de la ciudad. Decenas de luces tintinean en esta noche de verano. Se
hace extraño ver la cantidad de ventanas que están iluminadas, pero este año es tan excéntrico como particular. En el edificio de enfrente, celebran
una fiesta. No se ve mucha gente. Puede que sea, por lo de las limitaciones o puede
que solo sea porque las cosas buenas de verdad pocas veces son multitudinarias. Una chica
baila, da vueltas sobre sí misma. Nadie la mira, salvo yo. Agosto se ha
tragado la mitad de las alegrías y ha dejado supurando la herida de un
futuro que no podemos prever. Pero la fiesta no puede decaer, aunque a ratos se muestre fea y pesada. Por está bien que la chica baile aunque lo haga sola y que, en la calle, ahora ya vacía, las
parejas se acompañen en el último paseo al perro que en invierno, casi siempre, se
convierte en un ejercicio en solitario asignado a dedo. ¿Quién nos lo iba a
decir?
Cuento los días y me pierdo entre ellos. No se
trata de una metáfora. Todo corre demasiado deprisa. En breve, la chica
de carne esplendorosa, que ahora baila sobre sí misma, palpará con sus manos un
cuerpo que a ratos no reconocerá porque el tiempo se llevó el suyo y le entregó
otro de recambio. Se agarrará a las fotografías de lo que fue y las mostrará
para mostrar quién fue, quien es.
Los tiempos extraños han llegado para
quedarse y el calor, que decían sería liberador, se convierte en un infierno.
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