«No se trata de criticar el progreso y la técnica, que tanto facilitan nuestra vida, la menos la de los privilegiados que podemos disfrutarlos...»
Instantáneas. Claudio Magris
Los quioscos de mi barrio están todos cerrados por
vacaciones. No es que queden demasiados, cada vez quedan menos, y en temporada
de vacaciones, todo y que entre ellos se organizan, este año ha quedado la zona
como un erial. Camino un buen rato hasta que encuentro un estanco que tiene
prensa, unos cuantos ejemplares, pocos, ya no hay mercado me dice el chaval que me atiende. Dice que la gente ha dejado de comprar periódicos desde que conectándose a Internet
es posible saber qué pasa en el mundo casi en tiempo real. Y es verdad, la red lo tiene casi todo, pero no lo tiene todo.
La compra de un diario tiene algo más que la simple necesidad de leer noticias. Para algunos, como yo, tiene algo de ceremonia que se mantiene
con gusto. En mi caso, la lectura de un periódico va íntimamente
ligada a la búsqueda previa de una cafetería en el que sentarse y, café en mano, destriparlo
de arriba abajo mientras va pasando la mañana sin prisa. Puede que esta idea
mía, tan de otro tiempo que casa mal con nuestra vida, vaya asociada a los domingos de invierno, al resoplar de una cafetera
industrial y al chocar de platos y tazas de loza gruesa, que tanto bien me hacen. Pero todo cambia. Las
tazas han sido sustituidas por vasos de cartón con mensaje motivador, el café desplazado por batidos veganos y los quioscos, los que han sobrevivido
a la revolución digital, se han convertido en bazares con exposición sobre la
acera en los que lo de menos son los periódicos que se venden. Puedes comprar
un diario, una revista y por unos pocos euros más llevarte un juego de
sartenes, un champú anticaspa, incluso un bolso de playa.
La información, si algo queda de ella, parece valer bastante poco si no va acompañada de cachivaches que al final no hay dónde meter. Y algo de razón hay en ello. La necesidad de convertir en atractivo, en deseable, aunque sea indirectamente, un producto que ha perdido fuste tiene algo que ver en todo el escaparate que ahora nos plantan delante de la nariz. A la prensa les ha pasado algo así, desde el momento en que ha abandonado el objetivo de informar, ha dejado de interesar. Los intentos de adoctrinar, no ya desde sus editoriales o columnas de opinión, sino desde las noticias mismas, a las que se le resta credibilidad a base de insuflarles ideología hasta convertirlas en un esperpento de si mismas, ha llevado a la pérdida del interés de la gente. La información ha dejado de ser lo que es y se distorsiona hasta convertirlo en un relato de hechos tintados por la excesiva exposición ideológica de quien la escribe. Nada nuevo, es cierto. Pero en estos tiempos que corren, en los que se ha perdido la razón crítica, el gusto por contrastar con quienes se encuentra en las antípodas con el objetivo de forzar el pensamiento y la formación de opinión propia, es posible que lo que mejor nos quede, después de pasar por el quiosco, sea llevarnos a casa un recortable en miniatura del Empire State para montarlo en el salón y esperar, sin demasiada demora, a que corra el aire que barra la idiocia en la que nos encontramos y volvamos, más pronto que tarde, a aquellos tiempos en los que cargarse de periódicos, aun un tanto húmedos, era casi una obligación si uno quería que su cabeza no quedara tan hueca como un sonajero cuando pierde el cascabel.
La información, si algo queda de ella, parece valer bastante poco si no va acompañada de cachivaches que al final no hay dónde meter. Y algo de razón hay en ello. La necesidad de convertir en atractivo, en deseable, aunque sea indirectamente, un producto que ha perdido fuste tiene algo que ver en todo el escaparate que ahora nos plantan delante de la nariz. A la prensa les ha pasado algo así, desde el momento en que ha abandonado el objetivo de informar, ha dejado de interesar. Los intentos de adoctrinar, no ya desde sus editoriales o columnas de opinión, sino desde las noticias mismas, a las que se le resta credibilidad a base de insuflarles ideología hasta convertirlas en un esperpento de si mismas, ha llevado a la pérdida del interés de la gente. La información ha dejado de ser lo que es y se distorsiona hasta convertirlo en un relato de hechos tintados por la excesiva exposición ideológica de quien la escribe. Nada nuevo, es cierto. Pero en estos tiempos que corren, en los que se ha perdido la razón crítica, el gusto por contrastar con quienes se encuentra en las antípodas con el objetivo de forzar el pensamiento y la formación de opinión propia, es posible que lo que mejor nos quede, después de pasar por el quiosco, sea llevarnos a casa un recortable en miniatura del Empire State para montarlo en el salón y esperar, sin demasiada demora, a que corra el aire que barra la idiocia en la que nos encontramos y volvamos, más pronto que tarde, a aquellos tiempos en los que cargarse de periódicos, aun un tanto húmedos, era casi una obligación si uno quería que su cabeza no quedara tan hueca como un sonajero cuando pierde el cascabel.
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