miércoles, 28 de junio de 2023

COMO LA GRAN DUQUESA


 

Doña Cortes, nacida en Jaén, es una mujer encantadora a la que la vida se le puso de canto cuando aun no levantaba un palmo del suelo, y se le volvió del revés cuando la AP7 le arranco a su marido. Siempre habla de la autopista, nunca del camión contra el que se empotró. Y la penas quedaron selladas, para siempre, bajo el gris oscuro casi negro del asfalto. La vida es así, una grandísima hija de su madre, dice. Mi relación con Cortes una tarde en el supermercado comenzó hace ya algunos años. No funcionaba el pago con tarjeta y me faltaban unos cuantos euros para pagar la compra. Empecé retirar productos con un “quítame esto y esto otro, espera, esto también”. Cortes, que no anda nada boyante, se ofreció a prestarme el dinero. Que ya se lo devolvería, que sabía dónde encontrarme, que me conocía del barrio. Juro que no la había visto en mi vida, pero ella a mí sí. Se lo agradecí mucho, muchísimo, pero le dije que no era necesario, que lo imprescindible lo llevaba y lo otro podía esperar a otro momento. Volvimos caminando juntas hacia casa, vivimos a la escasa distancia de dos portales. Ella lo sabía, yo no. Su casa tiene vistas a la calle y yo más ciega que Santa Lucía. Ahora lo sé, antes no lo sabía. Desde entonces, cuando paso por delante de su portal, levanto la vista por si la veo en su ventana. A veces anda por ahí, vigilando que nadie se lleve las calles y al pasar levanta la mano para saludar como si fuera la Gran Duquesa María Nikoláyevna. Pero Cortes, Doña Cortes, ha vuelto a Jaén. Dicen que no podía seguir viviendo sola. Que abría la puerta a cualquiera, que igual comía que igual no, que todo la irritaba y que no quería que nadie la manejara en su casa. Si fuera por todo eso, también a mi deberían reprenderme. La persiana está bajada y ya nadie nos guarda la calle. Me apena no haberme podido despedir de ella. Ni siquiera sé exactamente cuando marchó.  A veces, cuando pienso en la vida, en lo mayores que nos vamos haciendo todos, me entristece la idea de la falta de autonomía. ¿Qué será de nosotros cuando ya no podamos seguir viviendo como queremos? Puede que entonces, a traición, alguien decida que tengo que salir de mi casa, por mi bien. Y puede que, en ese momento, como le pasaba a Cortes en los últimos tiempos, entre en un estado de rebeldía e irritación que me tenga que comer con patatas porque entonces, a los ojos del mundo, ya no seré nadie y me sentiré, si la cabeza aún me sostiene, como la Gran Duquesa destronada. Como la propia Cortes.



lunes, 5 de junio de 2023

DEJÀ VU


 

Remuevo las cosas que tengo en la estantería y cae al suelo un ejemplar de Montevideo de Vila-Matas. Tengo dos. No, en realidad ya no tengo dos, aunque los tuve. Uno lo compré al poco de salir y el otro lo volví a comprar al cabo de un tiempo, cuando quise empezar a leerlo y no encontré el ejemplar. Tuve dudas sobre si de verdad lo había comprado o si sólo había soñado. En aquellos días, pasaba unos momentos confusos. Llegué a inspeccionar el extracto de la tarjeta de crédito, pero ni aun así salí dudas. Si no tiene que ser, no será, pensé. Y así quedó la cosa. Al cabo de unos meses, andando un tanto revuelta y hasta el hiponcóndrio de todo en general, decidí poner remedio, aunque fuera a tiempo parcial. La gente le da a las benzodiacepinas, a la cocaína y otros, sin duda, a lo que buenamente pueden. Lo mío era infinitamente más sencillo, menos tóxico, e incluso con expectativas. Quería un par de libros. Ninguno en especial.

Al día siguiente, me fui a la librería a por material. Apagué el teléfono, me paseé entre las mesas, esperando que, si el mundo ardía, o si caía el meteorito que nunca llega lo hiciera mientras yo me encontraba ahí dentro. Tropecé con una de las mesas, cayeron varios libros al suelo y tuve una especie de dejà vu. Igual tocaba llevarse a casa Montevideo, a fin de cuentas, lo había tenido en mis manos, o eso creía, y ahora lo volvía a tener, aunque fuera de manera accidental, pero por algo sería. Compré un ejemplar.  Dos días más tarde, en uno de los armarios de la cocina, apareció el primer ejemplar desaparecido. Y apareció sin tener que atarle nada a nadie, ni tener que invocar a santo alguno. Asomó entre los libros de la cocina, por sorpresa, como quien aparece para tocarte los cojones y recordarte que hay que poner más interés en las cosas. Guardé el ejemplar, el primero, en el bolso y se lo regalé al portero del edificio. El segundo, el que vino a sustituir a aquel primero, quedó sobre la mesa del comedor, cerrado a cal y canto y desapareció de nuevo. Pensé que tal vez era una señal, que Vila-Matas no quería saber nada de mí, como yo no quise saber nada de él durante algún tiempo. Dejé de buscarlo.

Añoré el tiempo de vino y rosas. Cuando charlar estaba bien y arrancábamos tiempo a la miseria del día a día para enzarzarnos en conversaciones que daban algo de sentido al aburrimiento vital. La anécdota con el maldito Montevideo empezaba a ser antológica, tan absurda como para contarla. Recordé, también, que “El amor es más eterno que el silencio de la muerte”. Y no lo dije yo, lo dijo él. Se lo leí en una entrevista. Y debe de tener razón. La tiene seguro, porque si es así, esto no hay quien lo entienda. He vuelto a encontrar Montevideo. Y me he dicho que ni tan mal. Que quizá ha llegado el momento de recuperar algo de esa eternidad, si es posible, aunque no lo tengo muy claro.