Remuevo las cosas que tengo en la estantería y cae al suelo un ejemplar de Montevideo de Vila-Matas. Tengo dos. No, en realidad ya no tengo dos, aunque los tuve. Uno lo compré al poco de salir y el otro lo volví a comprar al cabo de un tiempo, cuando quise empezar a leerlo y no encontré el ejemplar. Tuve dudas sobre si de verdad lo había comprado o si sólo había soñado. En aquellos días, pasaba unos momentos confusos. Llegué a inspeccionar el extracto de la tarjeta de crédito, pero ni aun así salí dudas. Si no tiene que ser, no será, pensé. Y así quedó la cosa. Al cabo de unos meses, andando un tanto revuelta y hasta el hiponcóndrio de todo en general, decidí poner remedio, aunque fuera a tiempo parcial. La gente le da a las benzodiacepinas, a la cocaína y otros, sin duda, a lo que buenamente pueden. Lo mío era infinitamente más sencillo, menos tóxico, e incluso con expectativas. Quería un par de libros. Ninguno en especial.
Al día siguiente, me fui a la librería a por material. Apagué el
teléfono, me paseé entre las mesas, esperando que, si el mundo ardía, o si caía
el meteorito que nunca llega lo hiciera mientras yo me encontraba ahí dentro.
Tropecé con una de las mesas, cayeron varios libros al suelo y tuve una especie
de dejà vu. Igual tocaba llevarse a casa Montevideo, a fin de
cuentas, lo había tenido en mis manos, o eso creía, y ahora lo volvía a tener,
aunque fuera de manera accidental, pero por algo sería. Compré un
ejemplar. Dos días más tarde, en uno de los armarios de la cocina,
apareció el primer ejemplar desaparecido. Y apareció sin tener que atarle nada
a nadie, ni tener que invocar a santo alguno. Asomó entre los libros de la
cocina, por sorpresa, como quien aparece para tocarte los cojones y recordarte
que hay que poner más interés en las cosas. Guardé el ejemplar, el primero, en
el bolso y se lo regalé al portero del edificio. El segundo, el que vino a
sustituir a aquel primero, quedó sobre la mesa del comedor, cerrado a cal y canto y
desapareció de nuevo. Pensé que tal vez era una señal, que Vila-Matas no quería
saber nada de mí, como yo no quise saber nada de él durante algún tiempo. Dejé
de buscarlo.
Añoré el tiempo de vino y rosas.
Cuando charlar estaba bien y arrancábamos tiempo a la miseria del día a día
para enzarzarnos en conversaciones que daban algo de sentido al aburrimiento
vital. La anécdota con el maldito Montevideo empezaba a ser antológica, tan
absurda como para contarla. Recordé, también, que “El amor es más eterno que el
silencio de la muerte”. Y no lo dije yo, lo dijo él. Se lo leí en una
entrevista. Y debe de tener razón. La tiene seguro, porque si es así, esto no hay
quien lo entienda. He vuelto a encontrar Montevideo. Y me he dicho
que ni tan mal. Que quizá ha llegado el momento de recuperar algo de esa
eternidad, si es posible, aunque no lo tengo muy claro.
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