miércoles, 15 de marzo de 2023

TIRANTES Y PLATANOS

 



Tal día como hoy de hace tres años empezó el encierro con la incertidumbre y el terror en el cuerpo. En ese momento, de un manera casi unánime, el mundo entero creyó que de todo aquello, si sobrevivíamos, saldríamos mejor. Todo iba a cambiar. Tiempo más tarde, con aquello relegado en algún lugar entre el corazón y la cabeza, en el que pocos quieren escarbar, se ha hecho evidente que nada ha cambiado, al menos no a mejor. Busco la manera de eliminar toxicidad que nos rodea y nado. Nado como puedo. En el vestuario, una anciana con la que coincido a diario, me pide que la ayude a colocarse bien los tirantes del bañador. Me sujeta la muleta mientras llevo a cabo la operación y desenrollo con cuidado la licra que le aprisiona el hombro. Tiene la edad de mi madre, lo sé porque me lo dice con orgullo. Le digo que está estupenda mientras ella, sin parar de hablar, da buena cuenta a un plátano que ha pelado a una velocidad vertiginosa. Mientras habla, yo me desnudo y ella lanza la piel al cubo de la basura. Es por el potasio, me dice. La dejo allí de chachara con otras mujeres que terminan de vestirse para sus clases y siento envidia. Salgo a la calle con el pelo mojado y recorro la acera sorteando a los niños que van al colegio. Hace tres años, tal día como hoy, no había nadie. Era el primer día del confinamiento y me fui al trabajo para recoger algunas cosas que iba a necesitar. Crucé la misma calle por la que hoy camino, cogí un autobús y atravesé la ciudad vacía. El miedo y la esperanza creo que resumen aquellos días. Hoy, tres años después, el miedo es otro y la esperanza en un mundo mejor se ha diluido como un azucarillo en un vaso de agua. Nada es mejor, ni siquiera mínimamente mejor. La sensación de no poder hacer nada al respecto se ha convertido en un sentimiento descorazonador que juega al fijo discontinuo. Pero a veces, solo a veces, aparece algo que me hace bascular y por un tiempo, entre tirantes que se retuercen, plátanos que apetecen todo, y el aire que empieza a oler a primavera, vuelvo a pensar que las cosas pueden mejorar y me quedo allí, en ese estado de enajenación sentimental transitoria, hasta que la realidad vuelve para tocarte el hombro y recordarte que la mierda sigue ahí fuera.



lunes, 6 de marzo de 2023

LIBERTY VALANCE


 

Me inventé un congreso en el que iba a participar haciendo una presentación y debía estar allí los cuatro días completos que iba a durar. Escogí una población alejada, aunque tampoco demasiado, y unos días poco comprometidos. Quería descansar, no tener que ocuparme de nada. Quería irme, quería respirar sin tener que estar pendiente de todo y de todos. Olvidar que tenía un marido, unos hijos adolescentes, una madre octogenaria con la cabeza ida, y un trabajo que desde hacía mucho había empezado a asquearme. Quería poder ducharme sin tener que hacer cola para el baño, desayunar sin tener que preparar el mío y el de cuatro más, sentarme a tomar el sol sin tener remordimientos porque debería estar camino de cualquier sitio menos al que yo quería ir. Quería desaparecer o no, mejor, que desaparecieran todos de mi vida por unas horas, por unos días. Pero verbalizarlo, ni siquiera pensarlo, me producía un espanto horroroso que me convertía en un monstruo y escondía la ganas siendo yo la que desaparecía, un día tras otro, convertida en la última gota que se bambolea antes de diluirse en el charco. Pero esta vez, quería ser yo la primera, olvidarme de ser la matriz o el apéndice de nadie ni de nada. Buscaba la libertad. Doble un par de vaqueros, un par de camisas, la ropa interior y lo coloqué con cuidado en la bolsa de viaje. Salimos todos a la vez y antes de verlos doblar la esquina, con el roce de los besos de despedida, empecé a sentirme rara. La libertad más embustera e impostada del universo se abría ante mí, ante mi maleta y ante la madre que me parió y a la que ya había contestado seis llamadas aquel día. A medio camino, entre la estación y el parque central, me paré ante un salón de uñas. No tenía prisa, no me esperaba nadie y podía pintarme las uñas de verde o de azul, del color que me viniera en ganas, y empezar la aventura de una manera extravagante y vanidosa. El salón, pequeño pero coqueto, estaba vacío. La música de fondo lo convertía en un lugar sumamente agradable. Quizá me hiciera los pies. Me senté en un sofá y empecé a bucear entre una enorme paleta de colores hasta decidirme. La pedicura a modo de desobediencia civil. Me ofrecieron un té frio que acepté al instante y, mientras me masajeaban los pies a dos cuatro manos, me quedé dormida. Creo que debió ser entonces cuando el ansia de libertad se esfumó. Me desperté un poco contracturada pero con unos pies divinos. Recordé que tenía que ir a coger un tren, que a unos ciento de kilómetros me esperaba la nada. Eso era lo que yo quería sobre todas las cosas. Pagué, salí a la calle y empezó a llover. Miré a un lado y a otro de la calle. La ciudad me pareció inmensa bajo aquella cortina de agua. Paré un taxi y le di las señas de casa mientras les escribía: Esperadme para cenar.



domingo, 26 de febrero de 2023

ATTITUDE. QUERIDO JOHN (VII)

 



Querido John

Aunque ya no estás aquí, recupero tus notas y secuestro la idea que un día apuntaste. Pendiente. El pasado se transforma en algo tan escurridizo como los pensamientos que se sujetan sobre sentimientos que el tiempo vuelve inexplicables y termina volverlos invisibles. Las emociones son escurridizas. La alegría y la sorpresa llegan socavando los cimientos  que se cuela el aire fresco, hasta que llega el miedo, el asco, la ira y la vida se ve arrastrada hasta el mismísimo infierno.  De ahí ya no hay nada que rescatar, nada que salvar. Entre la vida y la nada se instala una tristeza infinita que araña, pero también calma.  Se puede concebir una vida entera que nace y muere en el inmediato microsegundo en el que se le intenta dar un nombre. Tiempos extraños que se vadean con la elasticidad de un equilibrista en los que el pasado se va modificando mientras Dios se rasca la barriga. Querido John, ¡Cuánto supimos de todos eso! De vivir una vida que no era nuestra y de un pendiente que se desvaneció cuando llegó la primavera.

Siempre tuya, Grace.



domingo, 19 de febrero de 2023

RENGLÓN TORCIDO


 
Durante el aperitivo, alguien saca el tema de una nueva aplicación que terminará por revolucionar la comunicación. Un chat de inteligencia artificial en el que un algoritmo será el interlocutor en la conversación capaz, además, de elaborar un texto elaborado con precisión en lo que se tarda en descorchar una botella. Me horroriza y así lo digo y me quedo en minoría. Puede que el algoritmo sea listísimo antes incluso de llegar y esté generando un gran número de adeptos. Más horror aún. Insisto en el hecho de que la llegada de la inteligencia artificial a los medios de comunicación, a la literatura y a todo lo que tiene que ver con la capacidad de dialogo y la reflexión, puede que no sea tan buena noticia porque puede dar paso a la uniformidad, a la falta de libertad, a la falta de creatividad. Y mientras me quedo sola en mi discurso, sobre el peligro que entraña un artilugio como ese, pico la última aceituna que queda en el plato. ¿Quién comanda la inteligencia artificial? Puede que al final esa nueva inteligencia sea Dios, o se convierta en Dios, o yo qué sé. Pero la realidad es que, lista o no, se abre camino para quedarse y puede que incluso sea ella quien escriba los libros que leeremos, si es que con el tiempo seguimos leyendo. Una verdadera desgracia que me afloja las ganas cuando pienso que por el camino de la asepsia racional se perderá el talento, la creatividad y la posibilidad de bucear en el proceso creativo del autor a la que a veces nos vemos empujados los lectores. Puede que incluso se pierda el criterio propio y sea sustituido por del ente que se esconde tras el artificial artefacto. Puede que entonces los escritores de verdad, los que se mantengan alejados del contrahecho algoritmo, se conviertan en la verdadera resistencia buscada por el lector que escapa del reglón predeterminado.


domingo, 12 de febrero de 2023

CON SU MIRADA

 



Tengo sobre la mesa un libro de Zadie Smith. Unos ensayos que escribió durante el periodo en que estuvimos en pandemia. Durante aquel tiempo de crisis se escribió mucho, aunque se publicó menos. Tiempo después, cuando todo aquello empezó a parecer un mal recuerdo, aquellos libros han ido apareciendo y algunos son francamente buenos. Dicen que las crisis estimulan, no lo sé. Las últimas mías las podría describir como de apagón general. La cabeza ralentizó y arañar tiempo y ganas fue una proeza en la que he fracasé estrepitosamente. Pero por suerte, lejos de mi exigua minoría, hubo muchísima gente haciendo cosas. Zadie Smith, por ejemplo, aprovecho el encierro para volver a leer las Meditaciones de Marco Aurelio. Por aquí, unos miles de kilómetros más al sur, dábamos vueltas a la necesidad de comprar papel para el baño y sobre la cantidad de paseos que podría soportar el único perro del edificio. Por suerte, otros aprovecharon el tiempo que otros desperdiciamos de una manera clamorosa. A esta segunda clase es a la que pertenezco. En mi descargo diré que por aquel entonces me dediqué a mirar, pensar y a olvidar casi de inmediato todo aquello que por dejadez no anoté. Y. ¿Qué tendrá que ver Zadie Smith con todo esto? Pues muy poco. Solo que desde hace casi dos años (anoté la fecha en las primeras páginas), veo a diario el lomo de “Contemplaciones” sobre la mesa, aquellos ensayos escritos en horas de muerte. Y cada día, cuando lo veo sobre mi mesa de trabajo, esperando que lo coloque en la librería, me entran unas ganas feroces de llenar un jarrón con peonias y de anotar, aunque después no lo haga, los múltiples ejemplos de soberana ignorancia en la que vivimos día sí y día también. Pero yo no soy ella.