viernes, 22 de febrero de 2019

DE LOS BIENES Y OTRAS COSAS



Era un gran animador de reuniones, pero se estaba volviendo loco.

Saul Bellow, El legado de Humboldt





Para conocer el estado en que están las cosas a veces hace falta muy poco. Un simple “¿Qué tal, cómo va?” seguido de un “bien, como siempre”, puede ser la muestra de la total indiferencia frente al otro que no deja lugar a confesiones más o menos íntimas, o la confirmación del desastre y del caos que rodea al que contesta, o la contestación banal a una pregunta que en realidad no quiere respuesta. Porque un “bien” acompañado de un sonrisa, de un gesto neutro, de un ligero temblor, o de una mirada acuosa, son “bienes” distintos, aunque suenen de la misma manera, que pocas veces esperan nada.




domingo, 17 de febrero de 2019

CUATRO MANERAS ESTÚPIDAS DE HACER EL ESTÚPIDO



"De la tragedia griega el hombre puede aprenderlo todo, porque son fuentes de conocimiento y fundamentación; las tragedias rusas son siempre desconcertantes y le dejan a uno mucho más confuso de lo que estaba".
Andrés Trapiello, Santa Rusia






En los tiempos que corren es fundamental no dejarse ganar por el ruido. Puede que precisamente por eso y, también, porque los más cercanos me pidieron casi a gritos que dejara de significarme durante unos días,  es por los que, en las últimas semanas, me he reservado la opinión de muchas de las cosas que estamos viviendo. Pero es difícil, supongo que por eso, aunque no lo quiera, acabo hablando del ruido como ejemplo claro de lo que llena las redes sociales, las cabezas y la mayoría de lugares que piso. En estos días de retiro, necesario y autoimpuesto, he pensado mucho en lo que es la libertad, la igualdad, la legalidad y la fraternidad. Cuando lo conté, alguien me dijo ¡Coño, Noire, pensando ahora en la revolución francesa! Y puede que algo sí, pero casi todo no, porque lo único que la que suscribe tiene de afrancesada es la tez blanquecina y el gusto por quesos normandos y un buen vino de burdeos. Pero aun así, mientras me debatía entre ese silencio rogado y las ganas de salir corriendo, el runrún de decir unas cuantas cosas iba llenando parte de mis días y algunas de las noches. El insomnio es mal compañero, cualquiera que duerma poco lo sabe, y acaba creando monstruos que terminan siendo grandes como armarios roperos. Pero no pienso contribuir al ruido. Otros lo hacen mejor que yo. Cada día tengo más claro que quisiera poder dedicar mi tiempo a hacer más bien poquito, a recuperar a alguna gente que dejé por el camino, a perder peso, a repartir ganas de hacer cosas que en estos momentos me sobran. Quisiera poder escribir cartas, muchas cartas. Pero vivimos tiempos raros, deglutidos por la tiranía del trabajo, de la vida urbanita y de una política que nos desgasta tanto como nos atrae. Pero mañana es domingo, o puede que solo sea lunes, pero yo tenga unas ganas inmensas de que sea domingo otra vez, de recuperar algo de tiempo perdido entre las sendas del desconcierto y volar, volar entre los renglones de las cosas que me apetecen mientras aparco las que me obligan. Y quisiera que algunos dejaran de marearnos, que nos permitieran ser verdaderamente auténticos, y que la clase política de este país se fundiera en negro y una nave espacial nos trajera algo mucho mejor que lo que ahora tenemos. Pero para que eso pasara, nosotros mismos tendríamos que desaparecer, porque ellos, los que se sientan en el Parlamento, son el reflejo fiel de la sociedad perdida y escabrosa que somos. El tiempo de las cosas estúpidas está aquí, nos rodea y nos disparan directas a la cabeza para dejarla absolutamente muerta. Mientras tanto sueño con islas pequeñas, libros pendientes, cartas que aplazo sin día, y en la tan necesaria libertad, legalidad e igualdad, que alguien puede pensar que es algo muy francés pero no, porque son más internacionales que el concurso de Eurovisión y tan necesarias como el aire que respiramos.


domingo, 3 de febrero de 2019

HOJARASCA


¿Sabes cuál es mi filosofía? Que es importante pasarlo bien, pero también hay que sufrir un poco, porque, de lo contrario, no captas el sentido de la vida.

Woody Allen,Broadway Danny Rose





No habíamos precisado demasiado. La hora, el sitio, pero teniendo en cuenta que aquella plaza tenía una dimensión considerable, la indicaciones habían sido escasas. Había llegado con tiempo suficiente, le di varias vueltas completas, la crucé en diagonal dejando las huellas de mis botas gravadas sobre la acera mojada, como el rastro de Pulgarcito que espera poder volver a casa. Al final, me paré en los escalones de la gran biblioteca y esperé.  Desde allí tenía a la vista, aunque un tanto imprecisa, de toda la plaza. Habían pasado más de veinte minutos desde que había salido de la boca del metro.
Habíamos hablado por teléfono un par de semanas antes. Me encantará verte, dijo. En aquel momento un cosquilleo me recorrió la espalda. A mí también, pensé, pero no dije nada. Me tenía a mí, o tal vez a la decepción que sabía iba a sufrir si nuestro encuentro se cancelaba a última hora, así que me tragué la exposición de unas ganas absolutamente irracionales que se movían por círculo dentro de mí. Le dije que bien, y quedamos.
La vi llegar de lejos, caminando rápido, como dando saltitos. Tenía una manera peculiar de caminar y el tiempo solo la había acentuado. Supe que era ella sin llegar a distinguirla desde la distancia en la que estaba.
Me entró frío. Guardé las manos en los bolsillos y apreté los puños, conteniendo el ligero temblor que había empezado al salir por la boca del metro. Me quede quieto, sin dar un solo paso, hasta que la tuve frente a mí. Llevaba los labios con un carmín exagerado que se le había corrido en las comisuras de los labios. Un mechón de pelo, despeinado, se escapaba por debajo de un gorro tan viejo como el mundo. Me besó en los labios, y vi, de cerca, las marcadas arrugas de sus ojos. No supe si eran las suyas, o si solo eran el reflejo de las mías vistas en la cara de otro. Comenzamos a caminar entre la gente atareada con las últimas compras del día antes de Navidad. Empezó a hablar, cogiéndome tan fuerte del brazo que me obligaba a mantener una proximidad física que yo no quería. Pero no hice nada y siguió colgada de mi brazo, hablando sin que yo oyera nada. Me había perdido en su barullo y me pregunté cuánto tiempo había pasado desde la última vez. Quizá ocho años, diez tal vez. Caminamos durante un buen rato, yo arrastrando los pies, ella dando saltitos con sus pies diminutos enfundados en unas botas enormes.
Llegamos a las puertas del zoológico y quiso entrar. No había nadie. Las fieras dormían y nosotros, dos tipos perdidos, buscamos acomodo bajo la única pérgola que quedaba abierta. Nos pedimos un café. Me había perdido parte del monologo que había mantenido mientras caminábamos en lo que a mí me pareció un deambular sin rumbo, pero que ahora sabía que no. Dos pavos reales se atusaron las plumas. Quizá lo más majestuoso que nos estaba dando el día.  Intenté volver a su discurso pero me había perdido definitivamente, por eso me sorprendió cuando me dijo que sería por poco tiempo, un mes a lo sumo. El aire levantó unas cuantas hojas secas que cayeron ligeras. No supe de que hablaba, pero vi aquellos ojos negros y supe que, pese a la hojarasca húmeda, iba a necesitar algo bastante más fuerte que un café.