miércoles, 22 de junio de 2022

NIEVA EN AMSTERDAM


 

Pago con la tarjeta de crédito y salgo a la calle con un adiós que nadie contesta. He llegado antes de hora. Subir ahora sería descortés. El tiempo es un bien preciado y llegar tarde es tan descortés como llegar demasiado pronto. Me siento en las butacas del portal y espero. Echo de menos un portero, un conserje, que me pregunte a qué piso voy o si estoy esperando a alguien pero nadie manda en esta plaza. En el mostrador se acumulan los folletos de publicidad. No entra ni sale nadie. Me reclino un poco y miro el teléfono. Falta una eternidad. Quizá debería salir a la calle, dar una vuelta a la manzana, tomarme un café, otro más, y volver en un rato largo con una especie de resaca dominguera que me mantenga un poco ausente mientras intento que otros resuelvan lo que yo he venido a hacer. Pero me puede la vagancia, el calor y la necesidad permanecer sentada sobre los faldones de la chaqueta de lino para que alguien, si tiene valor, cuando me levante con la ropa hecha un cristo me diga aquello de que la arruga es bella.



lunes, 13 de junio de 2022

EN UN PLIS



Empezar el libro por la última página. Beber el café con hielo en invierno e hirviendo en verano.  Leer a Borges dentro de una bañera medio vacía. Apagar las colillas en un bote de yogur vacío y prometer que será el último sabiendo que no hay yogurt que cien años dure. Mirar al vacío mientras el agua del baño se enfría. Contar hasta seiscientos cincuenta y tres. Ni uno más, ni uno menos.  Imaginar la vida sin intereses ni inflación. Acariciarse el pubis con la banda sonora adecuada.  Desechar la toalla y dejar que el agua lo encharque todo. Aplastar las cápsulas de un blíster vacío y tararear. Dejar una nota escrita en un trozo de papel higiénico como extravagancia dominical. Escuchar su voz. Desear que nada cambie para que todo siga teniendo sentido.  



domingo, 5 de junio de 2022

O SÍ, MIL VECES SÍ, YO QUÉ SÉ

 



Me quedo en que Ingrid ha llegado conduciendo su furgoneta hasta la frontera donde termina la cobertura de la tarjeta sanitaria europea.  De ahí en adelante lo que le pase ya es cosa mía, y puedo decidir lo que me de la gana, lo que le pase por la cabeza, tanto si decide que seguir orinando en un cubo de plástico es un asco y lo que necesita es irse a unos grandes almacenes y gastarse un pastizal en algo bonito; como si decide que no hay mayor libertad que transitar de estación de servicio en estación de servicio en busca de la nada.  Pero Ingrid es ese personaje al que, a sus cincuenta años y unos cuernos de impresión, la vida cómoda le resbala, pero solo un rato. La mediana edad a veces es un tanto extraña porque se mezclan las ganas melancólicas de improvisación con la necesidad de reconocer que  la cuesta abajo ha empezado y que mear en un bote, salvo que sea estricta necesidad, es una ruina absoluta. Algunas cosas resbalan más que otras y el futuro se mira con el recelo del que lo tiene encima. Quiero pensar que Ingrid, después de soltar el lastre que conlleva toda ruptura, pudo volver a un apartamento de cuatro paredes que le permitieran seguir siendo libre sin la necesidad de deshacerse del papel higiénico en el contenedor al que se supone que debe de ir todo lo que uno no sabe demasiado bien a dónde va. No sentí ninguna simpatía por Ingrid. Ni siquiera en ese momento loco en el que pensó que cepillarse a un compañero de trabajo, alcoholizado y vacilón, podía compensar el vacío y la sensación de caída libre en el que la dejó que su marido decidiera que la chispa de la vida tenía quince años menos, unas bragas no siempre limpias y un apartamento que acumulaba las tazas de café bajo la cama. La simpatía por Ingrid está en otro lado.

Pero la libertad es mía, al menos en este momento, y veo a Ingrid conduciendo su furgoneta, parando en la primera estación de servicio, comprando el Hola y colgando de ese trasto con ruedas el cartel de “Se vende” que pensó que la hacía libre y solo la convirtió en una caricatura de sí misma. Con el pelo limpio la vida se ve de otra manera.