lunes, 30 de septiembre de 2019

ALGO NATURAL




A grandes rasgos, es posible que el nivel de preocupación, o de ansiedad, sea más o menos el mismo de una persona a lo largo de su vida. Si no es por una cosa es por otra. Si no son mil pequeñeces, es una grande. Como si tuviéramos ahí dentro un termostato emocional particular.

Iñaki Uriarte. Diarios (1999-2003)




Son las tres de la madrugada. Enciendo el televisor solo para que la luz me acompañe, no puedo dormir y la oscuridad del salón me inquieta. Doy unas cuentas vueltas por el piso, a ciegas, procurando no hacer ruido, no quiero despertar a nadie. Entra un mensaje en el teléfono y el azul de la pantalla se refleja durante unos segundos, en el techo, como una minúscula explosión nuclear hasta desaparecer. En la televisión dos mujeres discuten acaloradamente, yo no puedo oírlas, pero los gestos, el movimiento alocado de sus brazos lo delata. Abro la ventana y repaso las ventanas hasta donde me alcanza la vista. Alguien al otro lado de la calle da vueltas por una habitación, solo se ven las sombras y el reflejo de lo que parece un televisor. Todos tan distintos, todos tan iguales. Cojo el móvil y lo apago sin leer el  mensaje. A estas horas solo escriben los insomnes y las entidades bancarias. Con toda seguridad nada importante, nada que no pueda esperar hasta mañana o tal vez hasta pasado. Algo que puede esperar de un modo absolutamente natural porque a estas horas casi nada importa.






domingo, 22 de septiembre de 2019

TRA TRA




No podemos culpar de todo a los gobernantes anteriores, no sólo porque sería falso, sino también porque podría adormecerse el deber al que cada uno de nosotros se enfrenta hoy, es decir, la obligación de actuar con independencia, con libertad, de forma razonable y rápida.

Discursos políticos. Václav Havel




En noviembre volveremos a tener elecciones, la fiesta de la democracia, dicen algunos. En general diría que sí, que poder celebrar elecciones es un acto socialmente deseable, pero en este caso, con las circunstancias que arrastramos, las próximas elecciones me producen una enorme pereza que viene precedida de la decepción a la que la clase política me lleva. No tengo ningún motivo para pensar que unas nuevas elecciones van a solventar la situación de confrontación y atasco político en el que nos encontramos. Son los mismos, en las mismas circunstancias. Por eso me pregunto cuál es la fórmula mágica que piensan utilizar para, con resultados similares, llegar a los acuerdos a los que no han sido capaces en este momento. El ciudadano se desilusiona porque el que pierde es él. El fracaso de nuestros políticos es el fracaso de la sociedad en su conjunto. Y así ando, pensando en la enorme pérdida de tiempo, de dinero y en la enorme decepción que día a día, elección tras elección, van abonando los que quieren gobernar a todo un país sin importar, al final, lo que de sus programas y promesas electorales se dejan por el camino. Y votaré, porque votar es mi derecho y mi obligación, aunque, en este último caso, solo sea para poder cuestionarles en voz alta cada vez que algunas de sus decisiones se me antojen nefastas, fútiles y carentes de sentido común. Hoy en día, la política es eso de lo que unos pocos viven muy bien, mientras que al resto nos cuesta la ilusión y los dineros del bolsillo.


domingo, 15 de septiembre de 2019

SILENCIO Y RESPETO




Recuerdo incluso lo que no quiero.Olvidar no puedo lo que quiero.





A las personas normales nos cuesta pensar que alguien en su sano juicio sea capaz de hacer determinadas cosas. Se nos escapa que un adulto pueda acabar con la vida de un niño de una manera intencionada y mucho menos violenta. Por eso, cuando nos enteramos por las noticias de una situación tan terrible como lo es la muerte violenta de quien aun no ha tenido tiempo de aprender siquiera a multiplicar, algo se nos remueve por dentro. Y con ese estómago revuelto, seguimos a lo nuestro, dejando para la familia, y los más cercanos, la congoja y el dolor, la desazón y la creencia de que una situación tan tremenda es imposible de superar en la vida, y posiblemente así sea. 
El duelo por la muerte de un ser querido, sobre todo de un niño, siempre requiere intimidad, recogimiento, y cuando es en una situación tan tremenda como un homicidio o un asesinato, más todavía. La investigación y del enjuiciamiento de este tipo de atrocidades no precisa de exposiciones a la galería, ni de juegos de luces y pirotécnica, necesita de rigurosidad, de calma,  de profesionalidad y mantenerse alejado de las bambalinas.
Pero en todos estos temas hay siempre una rebaba de morbo que se expande entre la curiosidad enfermiza de la gente. Por eso, aun siendo una absoluta indecencia, desde algunos medios de comunicación se hurga y se vende la miseria y el dolor, alimentando, de esa manera, la epidemia de la malsana curiosidad de la que algunos no se quieren privar.
Esta semana empezó el juicio por la muerte violenta de un niño. La autora ha reconocido haberle dado muerte. Hasta aquí, y no más, es todo lo que necesitamos saber (si realmente lo necesitamos), los que nada tenemos que ver ni con el niño, ni con la autora de la muerte, ni con la familia de uno, ni con la familia de la otra.
Por eso, que los medios de información, día sí y día también, se recreen en las circunstancias en que se dio muerte a un niño, dice bastante poco de ellos. La sociedad tiene que saber, pero no tiene porque saberlo todo. Hay detalles y circunstancias que pertenecen a la familia, a los Jueces, a los Fiscales y a aquellos que intervienen en la investigación y enjuiciamiento de unos hechos semejantes. Los demás sobramos.
Y sobramos porque el menor, aun muerto, tiene derecho a que se le respete en su intimidad, en su imagen e incluso en su honor. Y la familia, doliente de unos hechos tan dramáticos como es la perdida de un hijo de un modo violento, merece sosiego, respeto y el derecho a que la imagen y el recuerdo de su hijo quede preservada de la chacinería barata de la que, de una manera nada inocente, se le priva. Y necesita que la Justicia caiga con todo el peso de la ley sobre quien es capaz de cometer un hecho tan deleznable. El resto, silencio y respeto.







miércoles, 11 de septiembre de 2019

TIBIO COMO TU VIENTRE



—El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio.

Italo Calvino. Las ciudades invisibles





Dicen que Charles Maurice de Talleyrad quería el café “Negro como el diablo. Caliente como el infierno. Puro como un ángel. Dulce como el amor”. No seré yo quien diga que un buen café no deba reunir todas esas características para ser perfecto, pero una, que es mucho menos exigente que el Sr. Talleyrad, se conforma con que no sea excesivamente malo, que se acompañe de un buen vaso de agua y que, a ser posible y si no hay de reclusión personal, se aderece de una buena conversación. Puede que de entre todos los requisitos que señalo, para mi complacencia, prefiera el que va acompañado de una conversación amable, distendida y lo suficientemente interesante como para que el inicial café extienda la tarde y lo multiplique, convirtiendo aquel inicial café en un par de ellos que, a su vez, encierren la promesa no dicha de ir aumentado, exponencialmente, si la cosa se da bien. Porque cuando la cosa fluye, de café en café, de tertulia en tertulia, el bebedizo se convierte casi siempre en la excusa de un encuentro del que siempre hay ganas. Y ahí está la gracia de todo, en la compañía. Por eso, aunque el café sepa a aguachirri, si se adereza con un buen interlocutor, el bebedizo quedará olvidado en alguna de la cuatro esquinas de la mesa, sin que ese café excusa le importe a nadie y la conversación se convierta en lo fundamental.



domingo, 8 de septiembre de 2019

¿QUÉ COÑO HAGO YO AQUÍ?


Es mejor ser odiado por lo que eres, 
que ser amado por lo que no eres.

André Gide


Las opiniones son como el culo, todos tenemos uno y las expresamos como podemos. Algunos lo hacen, precisamente, como la parte trasera que tenemos al final de la espalda. Twitter es un campo abonado de minas, de las buenas y de las malas. Por eso hay día que preparar un bol de palomitas con un gran vaso de cola, abrir twitter para leer lo que unos y otros vierten en la red social, es un planazo total. Yendo de enlace en enlace, de comentario en comentario, uno puede hacerse una idea tremenda sobre la sociedad en la que vivimos, hasta el punto de llegar a implorar que alguien apriete el boto de autodestrucción porque el panorama que muestra es de lo más desalentador. Pero hay otros momentos en los que es posible descubrir que aun queda gente con sentido del humor, con ganas de dedicar el tiempo a desasnar a una gran cantidad de perfiles virtuales a los que, con casi toda seguridad, en la vida real no tocarían ni con un palo. Estos últimos, los que ofrecen en la red su conocimiento y sus ganas, merecen todo mi respeto a su paciencia y a las ganas que le echan. Las redes sociales se han convertido, en la mayoría de ocasiones, en un estercolero maravilloso al que hay que darles una importancia menos que relativa. La vida no está ahí, aunque lo parezca. Ni todos somos tan malos, ni todos tan buenos, ni todos tan guapos, ni todos tan feos. Twitter, como Facebook o Mastodon, son una realidad paralela adulterada de la que es conveniente salir para relativizar y para no perderse en un oasis raro, aunque en él, de vez en cuando, aparezca alguna palmera, divertida e interesante, en la que sentarse a la sombra para pasar un rato, pero poco más.






domingo, 1 de septiembre de 2019

SIN CONTESTADOR


El final de la negra noche es blanco.
Proverbio afgano




Me gustó. Habíamos hablado por teléfono unas cuantas veces y cruzado cientos de mensajes en las últimas cuatro semanas. No nos habíamos visto, ni había intención de hacerlo, ni por su parte ni por la mía. Pero me gustaba. Era irracional y lo sabía. Oculté a todos la existencia de aquel sujeto que me tenía pendiente del teléfono. Le puse un tono especial a su número y con el primer timbrazo se me desbocaba el corazón. No podía ponerle cara y, extrañamente, tampoco tenía mucho interés en desvelar cómo era aquel que estaba al otro lado de aquella voz modulada, de aquellos mensajes escritos de una manera pulcra que desvelaban una personalidad cuidadosa, casi rayando el perfeccionismo. Nada de emoticones, nada de contracciones, ni palabras ahorrado letras por todas partes. Establecimos una rutina que se mantuvo durante aquellas semanas. De lunes a viernes conversaciones en turno de mañana, tarde y noche; y los fines de semana un silencio sepulcral que solo se alteraba con simple “Que sueñes bonito”, los domingos por la noche. Pronto me encontré embrollada en una historia extraña y empecé a imaginar quién podría encontrarse detrás de aquel que por casualidad había errando llamando al número de una desconocida y que como por arte de magia se había convertido en un imprescindible. Cuestionarse la cordura y la necesidad de alterar la vida por algo tan extraño como entablar conversaciones, a veces kilométricas, con un desconocido, tampoco era tan extraño. Por eso la inquietud no tardó en presentarse, como tampoco tardó la necesidad de más, porque aquellas charlas se habían convertido en una especie de droga que empujaba los días hacia arriba o hacia abajo en función de la arbitrariedad de mi  propia necesidad, de lo patas arriba que lo estaba poniendo todo. 
El resultado de todo aquello se veía venir. El desastre podía intuirse desde el mismo momento en que cancelé una reunión para poder seguir conversando con un extraño. Un viernes nos despedimos como todos los anteriores, nos deseamos unas felices jornadas de descanso, conminándonos a tenernos presente. Llegó el lunes y pasó con el mensaje enlatado de que aquel número estaba apagado o fuera de cobertura. Y llegó el martes, el miércoles e incluso el jueves y el viernes. Y paso el fin de semana y, de nuevo, la nada. Y de ahí al desconcierto, a la rabia y a la preocupación, pasado por la tristeza y vuelta a empezar. Pasaron las semanas y un vacío, que nunca había sentido antes, se me instaló dentro. Se había desvaneció. A los meses, conteniendo las ganas de realizar una última llamada, borré su número de teléfono, pero un agujero negro, enorme como una maldita eternidad, quedó instalado dentro.