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jueves, 2 de enero de 2025

¡OH, OH!


 

Me dijeron que no sabía cuando iba a llegar, que todo viene por carretera y que, con el tema de la huelga de transporte, la guerra de Ucrania y todas esas cosas incontestables que pasan, es difícil saber cuándo algo llegará a su destino. No es consuelo. La guerra de Ucrania, olvidada ya, va camino de los tres años y aquí no hay muerto que haga temblar la conciencia de aquel que le puede poner fin. Negra noche, blanca noche.  

Reviso el correo electrónico con demasiada frecuencia y cuando paso frente a  la estafeta de Correos, miro de reojo, haciendo ver que no quiero ver, como si eso sirviera de acelerador de deseos. A estas alturas, ni ha llegado y que empiezo a pensar que ni llegará. C’est la vie, mon cheri, me digo mientras doy por perdidos los euros que aboné.

Mis pies levantan las hojas de los almeces que se han desnudado demasiado tarde. Se me llena la nariz de un polvo que me hace estornudar sin parar. Horas después, sigo intentando que el malestar me deje vivir, pero no. Ya no hay primaveras ni otoños de verdad, pero quedaron ancladas en el invierno y en el propio verano las malditas alergias que solían acompañarlos. Una penitencia como otra cualquiera, como la del paso del tiempo, que nunca es exacto, pese a que la métrica intente engañarnos y nos vendan que cada cierto tiempo empezamos de nuevo.

Y en el engaño global del año nuevo, quiero colocar el reloj a cero; maldecir todos esos incontestables que arrasan con cualquier cosa; encerrarme en casa una semana, o más; olvidarme del correo electrónico, y dejar de sonarme la nariz ya desollada, mientras lloro la desaparición, ahora ya para siempre, de un paquete que tenía que llegar a casa por Navidad, como el turrón.


lunes, 30 de septiembre de 2019

ALGO NATURAL




A grandes rasgos, es posible que el nivel de preocupación, o de ansiedad, sea más o menos el mismo de una persona a lo largo de su vida. Si no es por una cosa es por otra. Si no son mil pequeñeces, es una grande. Como si tuviéramos ahí dentro un termostato emocional particular.

Iñaki Uriarte. Diarios (1999-2003)




Son las tres de la madrugada. Enciendo el televisor solo para que la luz me acompañe, no puedo dormir y la oscuridad del salón me inquieta. Doy unas cuentas vueltas por el piso, a ciegas, procurando no hacer ruido, no quiero despertar a nadie. Entra un mensaje en el teléfono y el azul de la pantalla se refleja durante unos segundos, en el techo, como una minúscula explosión nuclear hasta desaparecer. En la televisión dos mujeres discuten acaloradamente, yo no puedo oírlas, pero los gestos, el movimiento alocado de sus brazos lo delata. Abro la ventana y repaso las ventanas hasta donde me alcanza la vista. Alguien al otro lado de la calle da vueltas por una habitación, solo se ven las sombras y el reflejo de lo que parece un televisor. Todos tan distintos, todos tan iguales. Cojo el móvil y lo apago sin leer el  mensaje. A estas horas solo escriben los insomnes y las entidades bancarias. Con toda seguridad nada importante, nada que no pueda esperar hasta mañana o tal vez hasta pasado. Algo que puede esperar de un modo absolutamente natural porque a estas horas casi nada importa.






martes, 30 de abril de 2019

QUERIDO JOHN (IV)


"El agua de la ducha, al caer por sus hombros, se llevaba de la piel el sudor de la angustia de una desesperanza tenaz".

Memoria de Elefante. António Lobo Antunes





Querido John:

Apenas hace media hora que hemos embarcado rumbo a Toronto. El día ha anochecido raro en esta parte del mundo, más oscuro de lo habitual y seguramente más frío. Pero yo ya no lo siento, hace demasiado que siempre tengo frío. Ni siquiera el calor sofocante del desierto de Atacama con el que a veces sueño despierta para ver si así lo corrijo, aunque sea de una manera engañosa e irreal, y consigo templarme un poco y que todo ese frío, que sé que viene de dentro, desaparezca.
Querido John. Toronto es otro mundo, la única posibilidad que me queda en este momento. Un último intento por sobrevivir, para alejarme de todo lo que me asusta.
En el asiento de al lado viaja una mujer con un bebé. Duerme recostado en el pecho de su madre, sujeto a su falda por el cinturón de seguridad a tientas que, de vez en cuando, acaricia la madre como una prolongación de su hijo. He sentido envidia de ella, del niño, de la seguridad de los únicos brazos que sabes que no te dejarán ir nunca; del latido de los dos corazones que se acompasan al ritmo de la respiración tranquila del que empieza en la vida.
Miro por la ventana mientras te escribo, pero no se ve nada. Vuelo creyendo que voy a un destino fijo pero quién sabe. ¿Sobrevuelo Las Rocosas? ¿Me adentro en el Pacífico? No lo sé. 
Colgados en un cascaron en una inmensa nada. ¿Dónde está la bóveda celeste? Desde aquí, sujeta por un cinturón que no me atrevo a desabrochar, solo se ve titilar la luz del ala del avión. 
Pronto será mañana, aunque para ti ya sea hoy, y  estés, preparándote el primer café de la mañana, guardando los platos que lavaste después de cenar. 
Bajan la luz de la cabina, parece que es obligado dormir en esta parte del no mundo, poco importa que no puedas hacerlo.
Tres años ya. Los muertos en sus cajas y nosotros rebuscando entre los pedazos que nos dejaron. Alguien tenía que romper el silencio. La vida no es eterna.

Siempre tuya. Grace.



martes, 16 de abril de 2019

NOTRE DAME Y LA ESTUPIDEZ SOBREVENIDA


 Hay algo más terrible que un infierno de sufrimiento,
 un infierno de ocio.

Víctor Hugo





Ver arder la catedral de Notre Dame conmueve a cualquiera, con independencia de su concepción religiosa de la vida. Ayer, para no variar, el odio se destilaba por las redes. Unos cuantos, con la ignorancia y el sectarismo por bandera, se alegraban del hecho que las llamas destruyera un templo católico. Hay que ser muy necio y muy estúpido para alegrarse una perdida así. Es evidente que hay desgracias en el mundo de un calibre mayúsculo, pero las desgracias no se miden con una regla y la existencia de unas no elimina las otras, aunque colocadas en fila cada uno las sitúe donde tenga por conveniente. Ayer, mientras caía la aguja de Notre Dame no pude por menos que pensar que esa caída no era más que la representación simbólica de un mundo que poco a poco desaparece. La Europa más fea, el mundo más grotesco se nos coloca en los primeros puestos de la vida pública. Puede que exista mucho ignorante que sea capaz de olvidar que los monumentos, consagrados o no, ya sea el Taj Mahal,  la catedral de Burgos, o la Mezquita de los Omeya, nos pertenecen a todos. Son la muestra viva de que el mundo existe en toda su diversidad. Pero el sectarismo y la ponzoña lo pudre todo. Hay gente a la que le falta mucho por viajar, mucho por conocer, mucho por leer y tiempo para quitarse de la cabeza todas las telarañas que la enmarañan y le quitan aire. La caída de Notre Dame no puede dejarnos indiferentes, como tampoco puede hacerlo que hayan personas por ahí que puedan alegrarse de un hecho como éste. El mundo, desde que es mundo, encierra una gran dosis de maldad que se mueve en andanadas casi siempre insoportables. La catedral será reconstruida pero la cabeza de algunos, dispuestos a la eliminación y muerte civil de los que no piensan no piensan como ellos, esa, esa sí que no tiene recuperación posible, es la necedad sobrevenida que emburrece y empobrece. Una gran pena, también.




miércoles, 3 de abril de 2019

A SERIOUS GAME





Inspira, expira, no dejes de respirar. Cierra los ojos, despacio, y estira tus brazos. Busca con tus manos y allí, entre el vacío y la nada, una vida entera.





viernes, 1 de marzo de 2019

FEBRERO



"En el amor romántico siempre estás perdiendo".
Vivian Gornick





Llevamos demasiadas cosas entre manos, tantas que se nos caen por los costados, por entre los dedos, dejándolas caer si tener la habilidad suficiente para alcanzarlas al vuelo. Ayer intentaba poner un poco de orden al desorden con el que empiezo cada mañana e intenté hacer una lista de cosas pendientes que tenían que salir antes de que acabara el día, antes de que acabara el mes. Porque ayer, veintiocho de febrero, fin de mes, se nos ponía de nuevo en la casilla final, robándonos la posibilidad de aplazar las cosas un poco más. Y esta mañana, ya marzo, mientras me tomaba un café antes de entrar a trabajar, con las calles a medio poner y la sensación de una primavera demasiado anticipada, he vuelto a empezar la lista, anotando lo que ayer quedó pendiente, lo que debía de haber sido y no fue, sabiendo que entre febrero y marzo el tiempo se pierde en un agujero negro y que solo cada cuatro años remonta un poco. Hoy vuelvo a tener las manos llenas, menos hojas en el cuaderno de las listas interminables y la total seguridad de que el mundo no va a parar de girar aunque intentemos frenarlo con las dos manos. Pero empieza un nuevo mes y quizá con él llegue un poco de tregua aunque casi con toda seguridad no será así, pero al menos podemos contar hasta treinta y uno.



lunes, 21 de enero de 2019

LEON



“…por un momento pensé en todos los que ladraban. En aquellos compañeros de infortunio sentenciados a un final infame: perros que, como había dicho el dogo, tal vez un día fueron cachorrillos mimados, felices, arrancados de su sueño confortable por la estupidez y la crueldad humanas, y que ahora, en aquellas sucias jaulas, esperaban su destino…”

Arturo Pérez Reverte, Los perros duros no bailan.






Me encontré a León, tumbado sobre la alfombra. Me pareció viejo, con la mirada acuosa del eterno triste. Llegó como un invitado al que uno no sabe cómo atender, sin un destino cierto pero, solo en tránsito. León era un vagabundo que acabó sentado en la puerta de casa, aún no sabemos por qué. Cuando preguntamos por el barrio, nadie nos supo dar razón. Alguien nos dijo que tal vez, en el pasado, cuando la finca aún no había sido vaciada por culpa de la especulación,  hubiera vivido allí. Pero era difícil que nosotros pudiéramos saberlo, apenas llevábamos dos meses en aquella ciudad. Del edificio no sabíamos nada, solo que  conservaba una fachada espectacular pero el que resto se había construido sobre el hueco que deja lo viejo una vez se viene abajo. Vivíamos solos. Los otros pisos permanecían vacíos.  Nunca supimos cómo se coló en el portal. Se había echado sobre el felpudo, al inicio del tramo de cuatro escalones que llevaban a nuestro departamento.  Y ahí estaba, pasando el tiempo como si más allá de ese rectángulo de rafia el mundo no existiera. Durante un par de horas, lo vigilé por la mirilla, contorsionándome para alcanzar a ver los cuartos traseros que seguían inmóviles. Abrí la puerta, saqué un  cacharro de agua. El hocico fue arriba y abajo hasta que no dejó ni una sola gota. Pensé que debía tener hambre, que ese cuerpo grandote y de pelo estropajoso, necesitaba algo más que agua. Y lo colé en casa, hasta la cocina, padeciendo por las pulgas que el pobre pudiera arrastrar y que tenía todos los números para que pasaran a formar parte de la fauna doméstica. Rebusqué en la nevera y desmigué un cuarto de pollo que había sobrado del domingo. León, que entonces solo era “perro”, se lo comió sin levantar la cabeza ni una sola vez. Al terminar, relamiéndose todavía, restregó su cabeza por mi pierna. Se quedó en casa. Tuve que inventar un buen par de excusas, prometer mil ajustes que después jamás cumplí, aunque tampoco hizo falta.  Un día, al llegar a casa, supe que se moría. Desde hacía un par de semanas apenas comía. Salió a buscarme a la puerta, frotó su cabeza contra mi muslo, se tumbó frente al portal, le acaricié la cabeza, áspera como una crin, hasta que dejó de respirar. León se fue con todo el saber del mundo concentrado en la pupila. Le llamamos León, aunque solo era un perro.