Me dijeron que no sabía cuando iba a llegar, que todo viene por carretera y que, con el tema de la huelga de transporte, la guerra de Ucrania y todas esas cosas incontestables que pasan, es difícil saber cuándo algo llegará a su destino. No es consuelo. La guerra de Ucrania, olvidada ya, va camino de los tres años y aquí no hay muerto que haga temblar la conciencia de aquel que le puede poner fin. Negra noche, blanca noche.
Reviso el correo electrónico con demasiada frecuencia y cuando paso frente a la estafeta de Correos, miro de reojo, haciendo ver que no quiero ver, como si eso sirviera de acelerador de deseos. A estas alturas, ni ha llegado y que empiezo a pensar que ni llegará. C’est la vie, mon cheri, me digo mientras doy por perdidos los euros que aboné.
Mis pies levantan las hojas de
los almeces que se han desnudado demasiado tarde. Se me llena la nariz de un
polvo que me hace estornudar sin parar. Horas después, sigo intentando que el
malestar me deje vivir, pero no. Ya no hay primaveras ni otoños de verdad, pero
quedaron ancladas en el invierno y en el propio verano las malditas alergias
que solían acompañarlos. Una penitencia como otra cualquiera, como la del paso
del tiempo, que nunca es exacto, pese a que la métrica intente engañarnos y nos
vendan que cada cierto tiempo empezamos de nuevo.
Y en el engaño global del año
nuevo, quiero colocar el reloj a cero; maldecir todos esos incontestables que arrasan
con cualquier cosa; encerrarme en casa una semana, o más; olvidarme del correo electrónico,
y dejar de sonarme la nariz ya desollada, mientras lloro la desaparición, ahora
ya para siempre, de un paquete que tenía que llegar a casa por Navidad, como el
turrón.
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