jueves, 30 de abril de 2020

FLIPA CON MADAGASCAR



"Cree que necesita ayuda. Puede que Margot no posea la inteligencia más aguda del mundo occidental, pero en cuanto conoce a un chico que afirma ser poeta, la primera palabra que le viene a la cabeza es hambre".

Invisible. Paul Auster





La cabeza es una bola mágica en la que hay espacio para casi todo. Almacenamos cualquier ocas, incluso sin querer, como si ahí dentro, entre los veintiocho huesos que la conforman existiera un gran bazar en el que todo cabe y nada sobra. Tenemos e disco duro, el que llevamos sobre los hombros, lleno de chorradas que deberíamos poder licuarlas en forma de sudor, sangre o semen y librarnos de ellas para aligerar el peso de nuestro conocimiento más que extraño. Pero no es así. La mole se mantienen aunque no queramos y cientos de datos inútiles, sin gracia, sin valor alguno campan a sus anchas. Nadie está libre de tal cosa. Yo misma, ando todo el día a cuestas con un dugongo dando vueltas. Al principio "eso" no fue más un detalle en un relato que olvidé más pronto que tarde pero que, por algo que ignoro, quedó  florando por los entresijos de mi cabeza sin que hasta hoy volviera a aparecer.
En su momento, tuve que recurrir Google para saber qué era exactamente "eso" y que aspecto tenía. Un dugongo es un bicho rarísimo. Es un mamífero que vive en el mar y que, según leí en aquel relato, los marineros que navegaban próximos a las costas de Mozambique y Madagascar, en las noches de tormenta, confundían con mitológicas sirenas. Pero visto el animal no pude por menos que concluir que Hans Christian Andersen hizo mucho daño con su cuento "La sirenita" y de ahí que, ante la extraña imagen de un animal barrigudo, horrendo como pocos y con cola de pez, una concluya que aquellos marinos, ante el temor del azote marino, debían ponerse de ron hasta las cejas para que a su cabeza llegara la idea de aquellas hermosas y mitológicas mujeres que atan y desatan. Hasta en el peor momento el ser humano intenta rescatar algo bueno, algo que lo ate, o tal que vez lo desate.

Quizá sea una necesidad del ser humano el arrimarse a algo que aliente, algo que embruje y mitigue el dolor o incluso el camino al desastre. Puede que haya sido pensando en el marrón que nos ha tocado vivir, el que ha hecho aflorar el dugongo que desde hace tiempo habita dentro de mí. Vivimos tiempos extrañísimos para los que no estábamos preparados. Los de mi generación y posteriores, hemos sido los niños bonitos del siglo XX. Con un poco de suerte las preocupaciones se circunscribían al "más por menos”, a las comodidades low cost, y a un esfuerzo relativo entre grandes aspavientos. Pero el tortazo que nos ha arreado el coronavirus ha sido monumental. Nos ha cogido recreándonos en el sexo de los ángeles y ahora, desde casa, no sabemos qué será lo próximo que nos espera en esa mal llamada “nueva normalidad”.  Intentamos imaginar la vida un vez se abran las compuertas del confinamiento y aun no somos capaces de imaginarlo porque conservamos la imagen deformada de nuestra vida anterior.  Con un grado de ingenuidad que no se nos cura, pensamos que podremos volver a ella.  Pero todo aquello desapareció. La historia de la humanidad es la mejor hoja de ruta, pero pese a que las muestras que ya tenemos de la estupidez del ser humano, algunos cogen una flor en la mano y entonan los salmos de la bondad humana y la transformación que la pandemia va traer. Pero aquí estoy yo, que tuve la suerte de retener en mi cabeza la imagen de aquel ser más próximo a un hipopótamo que a una reina de la belleza animal, para recordar que las sirenas no existen y que la realidad es mucho más fea de lo que a veces estamos dispuestos a imaginar. Un dugongo en toda regla.



viernes, 24 de abril de 2020

VENENO


¿Qué es un fantasma? preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerto, por ausencia, por cambio de costumbres.


Ulises. James Joyce







Después de una semana atroz de lluvia por fin sale el sol. En el año de la pandemia, la primavera está pasando desapercibida. Todo anda descolocado y centrarse es tan complicado como ordenar un cubo de Rubik. Pero hoy se ha templado el día y su luz, por extraño que parezca, ayuda un poco, aunque no sea suficiente, suaviza las aristas de un tiempo más que difícil y hace que todo parezca más amable. Como si la enfermedad y sufrimiento fueran parte de un mal sueño del que estamos despertando. Pero no. Todo sigue ahí junto al desbarajuste continuo. 
Andamos confundidos, descolocados, y la prueba está en mi misma, que me encuentro sentada frente al escritorio con el delantal de la cocina puesto, los botines de tacón en los pies y una infusión de jengibre haciendo compañía, todo eso para contestar correos electrónicos y revisar, por no sé que vez ya, el documento que tenía que haber enviado hace ya dos semanas. 
Todo va despacio y a la vez tan rápido que nos confunde y los días parecen pasar sin haberles sacado provecho. No pasa día que no me pregunte cuántas veces habré deseado disponer de tiempo, frenar el ritmo, leer hasta que las legañas me peguen los ojos, desayunar con tiempo, improvisar flequillos imposibles y rascarme la barriga hasta que me duela la mano. Y ahora, todo eso que formaba parte de ese mundo ilusionante e inexistente, se presenta por obra y gracia de un virus. 
Empiezo a pensar que los deseos son bombas de relojería que explotan quemando el hocico del que ande por ahí. Ahora, socarrada por la ambición de horas muertas, dispongo de un tiempo que estiro y que pierdo entre el exceso de entusiasmo y el decaimiento que sin querer se pega al cuerpo. He dejado de ver la televisión, raciono las noticias e intento que la atención se fije en lo productivo, en lo auténtico, aunque a veces duela. De ésta saldremos tocados de necesidad.
Es viernes tarde. Dispongo de medio universo en horas para, entre cuatro paredes, hacer lo que quiera, o no hacer nada. Pero sé que durante este paréntesis de tiempo enfermo, la razón debe ser la búsqueda del equilibrio y el concentrarse en cada cosa, por menuda y simple que sea, que como si fuera fundamental. 
A veces, cuando llegan los deseos lo hacen envenenados y corremos el  peligro de desvanecernos como una voluta de humo.






domingo, 19 de abril de 2020

MINIMIZAR Y CONTROLAR, TODO ES EMPEZAR




Es solitario aquel o aquella que no es el número uno para nadie.
Helen Deutsch





Busca la primera palabra y empieza. Me lo repito una y otra vez, pero no puedo. Guardo el archivo, lo vuelvo a abrir, miro la pantalla y el tintineo del cursor que parece marcar el tic-tac de un vacío total. Estoy llena de ruido, llena de pereza, llena de hastío, de cansancio, de horror, de rutina, de miedo, de risa, de todo. Pero todo eso se apelotona y no sirve para nada. Trabajo a trompicones, como puedo pero me canso, me aburro. Nada bueno, nada nuevo, nada de nada. 
He dejado de seguir las noticias porque no soporto que me traten como si fuera idiota, como si no pudiera ver que vamos menguando a pasos agigantados en todos los sentidos mientras estamos confinados en casa. 
Me preocupo y me irrito. La verborrea institucional oscila entre lo estúpido y lo negligente; entre lo autoritario y lo condescendiente. No se contesta a nada porque nada se sabe, porque no interesa, porque estamos vendidos y se ha perdido el rumbo.
La moda de utilizar lenguaje bélico para tratar una emergencia mundial de salud es absolutamente ridículo. Toda esa farfolla dialéctica nos hace la envolvente mientras nos va recortando libertades que nos cuelan sin que la mayoría se lleve las manos a la cabeza. A veces me pregunto si hay alguien ahí pero el eco replica las últimas sílabas de ese alguien mientras algún Real Decreto se dicta. 
No estamos en guerra; ni tenemos un enemigo; ni nuestros médicos, sanitarios, enfermeras, personal de limpieza, tenderos, guardas de seguridad, nadie de lo que siguen funcionando mientras nosotros nos quedamos en casa, son héroes, ni deben serlo. La sociedad en su conjunto debe de agradecerles el enorme esfuerzo profesional y personal que están haciendo, pero eso no es suficiente. Nuestros gobernantes deben protegerles, equiparles adecuadamente, garantizarles el descanso y el sosiego y pagarles de un modo adecuado, pero no puede abandonarles a su suerte y seguir con un discurso copiado y reelaborado de otros tiempos y otros males que nada tienen que ver con neutralizar el coronavirus.
No podemos canjear el trabajo de todos esos profesionales con unos aplausos que, aun siendo bienintencionados, ocultan la gravedad de la situación en la que trabajan. No estamos en una fiesta de comunidad de vecinos, ni ellos en una gincana en la que les toca sortear la propia enfermedad, incluso la muerte.  
Me chirrían las arengas bélicas. Me chirría el ambiente festivo que se ve por algunos sitios y me incomoda una enormidad asistir al constante desprecio a la inteligencia de las personas que confinadas escuchamos sus discursos mientras vamos perdiendo, poco a poco, nuestra libertad incluso a discrepar. Pero sobre todo me asquea el doblar la cerviz de quienes por ideología justifican, esconden y explican, la inoperancia de quienes ahora más que nunca debe ser eficaces, eficientes y trasparentes.
Ahora ya estamos en azul oscuro, casi negro. La vida corriente ha reventado y los mensajes Mr. Wondeful no sirven para nada, ni siquiera como consuelo para todos aquellos que cuentan entre los suyos a esos muertos que algunos no quieren contabilizar. 

PD.: A la Guardia Civil decirle que si vienen a casa por criticas a la gestión del Gobierno que no tiren la puerta, que llamen y les abriremos gustosamente que el cerrajero cuesta un ojo de la cara.



martes, 14 de abril de 2020

QUERIDO JOHN (V)


Todas las cartas de amor son 
ridículas
No serían cartas de amor si no fueran
ridículas
También yo escribí, a mi tiempo, cartas de amor,
como las otras,
ridículas.
Las cartas de amor, si hay amor
tienen que ser
ridículas

Fernando Pessoa




Querido John:

Estos días de enfermedad y muerte revuelvo los cajones para ocupar el tiempo. Encuentro restos de la vida que fue y que seguro que no va a volver. Entre los papeles y facturas viejas encuentro una postal de las cataratas del Niagara. Recuerdo el día que la compré. Hacía un solo espectacular. Un autobús nos había dejado a primera hora de la mañana frente a un motel que debía de llevar cerrados desde hacía mucho tiempo. No pude evitar imaginar a Marilyn Monroe, transformada en la voluptuosa Rose, saliendo de una de aquellas cabañas, balanceándose sobre las caderas mientras buscaba una salida a la desesperación que arrastraba. Pero el paisaje nada tenía que ver con la ensoñación a en la que me recreaba. Dos mujeres negras, rollizas hasta la infinidad, hacen cola para subir al teleférico que cruza al otro lado de la catarata. Rose habría pedido un whisky con soda para olvidar.

Vuelvo a verlo todo a través de la fotografía y vuelvo al momento en que la escribí. La guardé secretamente entre las páginas del libro para enviarla en cuanto llegara a casa. Pero como todo lo que no hago de inmediato, lo olvidé y ahí quedó muerta hasta que ya no tenía sentido enviarla y pasó al cajón de los papeles.
Ahora, tanto tiempo después, sé que Marilyn fue una manera de intentar mejorar la terrible vulgaridad en que todo se ha convertido y el horror de la tosquedad en la que nos ha tocado vivir. Le doy la vuelta para darme de bruces con las pocas cosas que podía decir entonces: “Me generas la necesidad y después ya no sé prescindirte.”

John, tengo miedo a enfermar, tengo miedo a morir demasiado pronto, tengo miedo de todo. Y es el desasosiego que concentro dentro, el que hace que busque las cosas que en algún momento fueron importantes. Desde la fortaleza del buen recuerdo intento recuperar la serenidad que pierdo cuando la noche se me tira encima.

Querido John. Sé que ahora escribo a un aire teñido de ceniza y aliento turbio, pero, aun así, no puedo evitar menudear con la idea, siempre presente, de que ya no sé prescindirte.

Siempre tuya.

Grace




jueves, 9 de abril de 2020

SEMANA SANTA


“Las masas modernas lo soportan todo menos la incomodidad material, física”
Manuel Chaves Nogales





Empieza la semana santa. Sevilla hace un año. Hoy, las cuatro paredes de una casa que a ratos alivia y a ratos enloquece. Desde el salón de casa, veo por la ventana el cimbrear de las ramas del albaricoquero que rescaté de un jardín muerto. Sobrevive en una maceta enorme convertido en el testigo mudo de mudanzas y desvelos. El día se ha levantado delicioso y eso lo hace todavía más triste. ¿Quién nos lo iba a decir? Pasan los días y algunos, ya muertos, han desaparecido como por arte de magia. Ayer estaban aquí y hoy ya no hay cuerpo, ya no hay nada.  El duelo se gira hacia dentro y el estado de ánimo se balancea de un extremo a otro y nos vuelve taciturnos. No cabe el consuelo, no caben los ritos. No cabe nada. Pero esta primavera pasará y volveremos a la calle, por pura necesidad, a enterrar a nuestros muertos en ceremonias que solo servirán para los vivos, para poder dar un paso adelante y colocarnos, de nuevo, ante la vida corriente. Esta semana los nazarenos quedan en casa y Dios, si es que existe, queda barriendo las calles. 





domingo, 5 de abril de 2020

TACITAS







Me apetece mucho tomarme un café. Tengo cafetera, tengo cápsulas, pero no es ese el café que quiero. Desde hace semanas, la vida ha dado un traspiés y todo ha saltado por los aires. Echo de menos el regusto amargo del café ajeno que se apaga después un vaso de agua. Agua y café, café y periódicos, café y conversaciones que se prolongan más allá del efecto inmediato de la cafeína. Cuento los días que hace que la vida se ha parado y los que hace que soy incapaz de mantener la atención en nada. Echo de menos muchas cosas y me lo guardo procurando no parecer una llorica que lamenta tener que quedarse en casa esperando a que todo pase mientras suspira por volver a pisar una cafetería. Me parece demasiado superficial con la que está cayendo, así que me limito a encender la cafetera, esperar a que se caliente el agua y dejar que la capsula se transforme en la simulación que consuela de todo lo que estos días estamos dejando por el camino. Me comentan por whattsapp que dos conocidos han enfermado. Uno está bien, síntomas leves y en casa; el otro, en peor situación, va dejando escapar la vida lejos de todos, de todo. Y mi café, ese que busco a todas horas con el olfato un tanto atrofiado, me parece una frivolidad absurda, casi imbécil, tan acomodaticia como ridícula. Pero le doy una vuelta y sé que lo que me aflige, no es la falta de aroma, ni el sabor rancio de algunos cafés improvisados. Es la incertidumbre en la propia vida y la sensación de completa torpeza la que termina por doblegar el ánimo. Creemos manejar los hilos de nuestra existencia, escogiendo y descartando las opciones que se van presentado, pero la realidad es bien distinta. Nos encontramos a merced de lo desconocido, de lo ingobernable, de lo que un día, de la manera más inesperada, llama a la puerta y descompone el espejismo en el que te refugiabas y al que llamabas vida. Y así, casi sin tiempo para nada, desaparece la bola de cristal en el que vivías y el espejo te devuelve tu imagen descompuesta. Y ahí, perdido en la perplejidad, parpadeas esperando que todo vuelva a una normalidad que se ha convertido en humo. No existe refugio para el desconsuelo, ni tacitas en las que esconder el desasosiego.