Me apetece mucho tomarme un café. Tengo cafetera, tengo cápsulas,
pero no es ese el café que quiero. Desde hace semanas, la vida ha dado un
traspiés y todo ha saltado por los aires. Echo de menos el regusto amargo del café ajeno que
se apaga después un vaso de agua. Agua y café, café y periódicos, café y conversaciones
que se prolongan más allá del efecto inmediato de la cafeína. Cuento los días
que hace que la vida se ha parado y los que hace que soy incapaz de mantener la
atención en nada. Echo de menos muchas cosas y me lo guardo procurando no
parecer una llorica que lamenta tener que quedarse en casa esperando a que todo
pase mientras suspira por volver a pisar una cafetería. Me parece demasiado superficial con la
que está cayendo, así que me limito a encender la cafetera, esperar a que se
caliente el agua y dejar que la capsula se transforme en la simulación que consuela
de todo lo que estos días estamos dejando por el camino. Me comentan por whattsapp que dos conocidos
han enfermado. Uno está bien, síntomas leves y en casa; el otro, en peor
situación, va dejando escapar la vida lejos de todos, de todo. Y mi café, ese
que busco a todas horas con el olfato un tanto atrofiado, me parece una frivolidad absurda, casi
imbécil, tan acomodaticia como ridícula. Pero le doy una vuelta y sé que lo que
me aflige, no es la falta de aroma, ni el sabor rancio de algunos cafés improvisados. Es la incertidumbre en la propia vida y la sensación de completa torpeza la que
termina por doblegar el ánimo. Creemos manejar los hilos de nuestra existencia,
escogiendo y descartando las opciones que se van presentado, pero la realidad es bien distinta. Nos
encontramos a merced de lo desconocido, de lo ingobernable, de lo que un día, de
la manera más inesperada, llama a la puerta y descompone el espejismo en el que
te refugiabas y al que llamabas vida. Y así, casi sin tiempo para nada, desaparece la bola de cristal en el que vivías y el espejo te devuelve
tu imagen descompuesta. Y ahí, perdido en la perplejidad, parpadeas esperando
que todo vuelva a una normalidad que se ha convertido en humo. No existe refugio para el
desconsuelo, ni tacitas en las que esconder el desasosiego.
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