lunes, 25 de septiembre de 2017

STELLA BY STARLIGHT


La imprecisión es el infierno conocido.
Luís Rosales




Los días han ido perdiendo holgura. Algo me dice que debo mirar de otra manera, esperar que el tiempo vuelva a transcurrir despacio, buscar entre tu aliento y mis ganas para dejar que el tiempo mismo se vuelva amplio; que mis manos vuelvan sobre las tuyas y encuentren la palabra adecuada para perderse y dejar de copiar, de modo absurdo, la vida de otros.



lunes, 18 de septiembre de 2017

DE LAS COSAS FUNDAMENTALES



Una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder
 en la vida es tener una infancia feliz.

Agatha Christie





Me encontré a Carlos sentado en el sofá. Se abrazaba las rodillas y unos lagrimones se deslizaban mejilla abajo. Dejé el bolso en el suelo, me agache a su altura y tras levantarle la cara que miraba al suelo como si ahí, entre las baldosas pobladas de migas de pan y chocolate, se encontrara todo el pesar del mundo, empezó a balbucear, sin poder aguantar el llanto, que Florita había muerto. Florita es la tortuga de la clase de “los pulpitos”, una mascota que va de mano en mano cada fin de semana. Este último fue el de su final. El lunes no había vuelto a clase y una pequeña charla de la maestra puso punto y final a la existencia de aquel animal que ha durado lo que dura un suspiro, apenas las dos primeras semanas del curso. Carlos cree que existe un más allá donde van a parar todas las cosas que desaparecen de este mundo. Una especie de tierra paralela en la que además de un hermano al que no llegó a conocer, habita el hámster de su prima Sara, los peces de colores que flotan en el estanque del parque cuando llega la primavera y el alma de su muñeco que destripó en una rabieta y que aún hoy pena.  Pero nadie puede cruzar la frontera del aquí y el allí sin que se le pueda decir adiós, o eso cree él. Por eso, después de quitarme los zapatos, lavarle la cara un poco, preparamos la despedida de la tortuga con la ausencia del cuerpo de la pobre Florita, que mucho me temo acabó por en el inodoro de la familia que debía cuidarla el fin de semana. Un dibujo de una tortuga que bien podría ser cualquier cosa, un caramelo un poco mostoso que rescata de la cartera como alimento para el más allá, y unas palabras elegidas cuidadosamente para desearle a Florita que traspase al otro lado sin miedo y con alegría, acaban enterradas en la maceta del patio. Después, con la serenidad que dan las cosas que se hacen como se deben, me llevo a Carlitos al sofá, nos tumbamos con los pies sobre la colcha y miramos las musarañas mientras su padre trastea en la cocina preparando la cena. La vida, a veces, tiene cosas muy importantes aunque los mayores no sepamos verlo.





miércoles, 13 de septiembre de 2017

DE ORO Y SANGRE


Lo peor de los muertos es que dejan vivos.
Leonardo Padura




Equivocarse y que el silencio se transforme en un murmullo que se espesa y atrapa. Buscar la palabra adecuada que rescate de una situación imposible. Hablar de las piedras, de su relativa semblanza y del gris de los andares de los que se saben perdidos. Buscar entre las voces dormidas y dejar que el camino se allane, sin esperar nada, absolutamente nada.




domingo, 10 de septiembre de 2017

11S- NADA QUE CELEBRAR





Existen temporadas en las que ocurren tantas cosas que la consecuencia es una especie de bloqueo que malbarata la posibilidad de ordenar las ideas de una manera rápida y coherente pero no por eso debemos dejar de hacer el esfuerzo de pensar y calibrar. La situación está complicada. Mientras preparamos el café del desayuno me pregunta qué haremos mañana que es fiesta. Podemos ir a pasar el día al campo, llamar a algunos amigos y marcarnos una barbacoa ahora que aun hace buen tiempo, dice. Mañana, 11 de septiembre, es ese mañana que para algunos, como nosotros, solo es un festivo laboral como cualquier otro; mientras que para otros va a ser un día de afán patriótico y nacionalista; un día para sacar bandera, el pecho secesionista y supremacista de los que se creen por encima de cualquiera, por encima de la ley, del Estado de Derecho, incluso de la solidaridad con sus vecinos de puerta y que se apropiaron hace ya mucho de los símbolos y de la calle. Por eso mañana ha dejado de ser fiesta para ser solo un festivo en el que cabe la posibilidad de que si te paseas por el centro, o te da por comentar que la independencia es una barbaridad antidemocrática (se mire por donde se mire), construida sobre un sentimiento y un montón de mentiras interesadas, puede pasar que alguien venga y te parta la cara, o te queme el coche, o te rompa los escaparate de tu comercio o, menos doloroso, te retire la palabra porque tú no eres ni piensas como ellos. Y puede que aunque ellos no te la partan directamente, ni hagan nada de lo anterior, legitimen y justifiquen de una manera asombrosa y sectaria a otros que lo harán en su nombre y en nombre de un Estado inexistente que pretende nacer bajo el yugo de la falta de democracia, la corrupción y el odio a su vecino.  Las cosas están así. Por eso mañana, puede que hagamos una barbacoa o puede que nos quedemos en casa leyendo, enfilando los últimos escritos para entregar, o arreglando los armarios; y así pasemos el día, esperando que pase y que el bucle en el que han entrado algunos no nos lleve a la desgracia de tener que lamentar no solo la pérdida de la democracia, sino incluso temer por la integridad física, o incluso propia vida. De hecho, la muerte civil ya nos la han vaticinado a muchos, a la mayoría diría yo.



domingo, 3 de septiembre de 2017

QUEENSBORO


La gente vestía de negro aun cuando no tuviera motivos para ir de luto. Iban de luto por anticipado. En aquel lugar, el cumplido más irreflexivo podía interpretarse como una maldición.

Los hijos -Gay Talese 





Guardábamos silencio y una sana distancia. Todo lo que había que decir ya se había dicho, por eso fue extraño que después de tanto tiempo, mientras recogía los platos de la cena, John me dijera que estaba al teléfono. Un gesto con los hombros, mientras sujetaba el aparato, eran la imagen de su propia sorpresa. Dejé de ver a mi madre después de enterrar a papá, había vuelto a casa al saber que ya no había nada que hacer, que su final estaba cerca. Quería despedirme, verle con vida aunque fuera una última vez para poder recordarle y que él, si había vida más allá del infierno que había sido su vida, supiera una vez más que le había querido mucho. Al terminar, cogería un avión, cruzaría un océano de sentimientos y tristezas y continuaría con aquella vida que había empezado a construir lejos de casa. Quince años no son nada o quizá lo son todo, una vida distinta, una familia nueva y la latente presencia de la ausencia.
No sé si en algún momento quise a mamá, y si en algún momento lo hice ya lo he olvidado. Durante años intenté rescatar un recuerdo que no me dejara extenuada, que no fuera el de una mujer absolutamente desquiciada, que gritaba de un modo desmedido y que asomada al balcón, desnuda, amenazaba con lanzarse al vacío sin importarle absolutamente nada, ni siquiera el miedo que me provocaba y que hacía que me meara encima. Se marchó un diciembre, llevándose para siempre a mi hermana y dejando, en el salón, una nota absurda. Tenía cinco años.
Algunas veces, cuando ya no vivía con nosotros, volvía a la ciudad. Llamaba a casa para avisar que me recogería a la salida de la escuela y que me llevaría a merendar. Aquellas visitas suyas, en las que aparecía sola, sin Marimar (porque había volado al cielo porque Dios lo había querido así), me provocaban dolor de barriga y un miedo feroz a no volver a ver a papá, a la abuela, a vivir con aquella mujer extravagante de aspecto extraño de la que ya no sabía nada y que me mandaría al cielo también, si Dios así lo quería. Durante las tardes con mamá, las pocas que hubo durante mi infancia, se empeñaba en recordarme que era su hija, lo mucho que me parecía a ella y lo pronto que estaríamos juntas. Aquellas afirmaciones, en boca de lo que para mí era ya una extraña, me aterrorizaban y al volver a casa, con el olor de su perfume envolviéndome por completo, cruzaba el recibidor de casa corriendo hasta llegar al baño y allí, llena de miedo, vomitaba hasta vaciarme por completo. Al llegar a la adolescencia le perdí la pista, solo alguna vez recibí alguna carta en la que decía estar bien y recordarme que era su hija. Eso era todo. Con el tiempo, dejé de recibir nada pero tampoco lo echaba de menos.
Las razones de su marcha, por qué se fue, ahora ya no importaban. Tampoco importaba que por el camino hubiera arrasado con todo, nada importaba ya. Papá ya no estaba, la abuela tampoco y Marimar solo era el recuerdo de un bebé que quedó suspendido en el aire y voló antes de que yo consiguiera, siquiera, atarme los zapatos. Nunca volví a ver a mi hermana, mi media hermana según supe más tarde.
Nos vimos durante el entierro de papa, yo había volado desde Nueva York a Barcelona, conjurando a todo lo que podía para llegar a tiempo para despedirme de un padre que ya no me reconocía. Aún no sé cómo lo supo, cómo se enteró, pero aquella mañana estaba allí, vestida de riguroso negro. Me estaba esperando dijo que quizá ahora podríamos volver a empezar. Siempre tan inoportuna, siempre tan ella. A los dos días, después de recoger las pocas cosas de papá, cogí un avión para no volver. De mi vida allí ya no quedaba nada, todo lo llevaba conmigo. Mi vida, mi pena, mi pasado y un futuro al que mirar sin volver la vista atrás porque ya no hay nada que mirar.
Había crecido desconociéndolo todo, salvo que no quería ser como ella y sin embargo, ahora tantos años después, también yo vivía lejos con una hija a la que solo veía en vacaciones, y la sensación constante de que por amor me estaba perdiendo la vida de mi propia hija. Le pedí a John que le cogiera el número, que llamaría yo mañana. La diferencia horaria serviría de excusa al menos por una noche. Mamá no conocía a John, ni John a mamá. La vida había pasado y aquella mujer, mi madre, no era nada más que el momento inicial de mi existencia, de mis grandes aciertos y mis errores. Pura biología y nada más. Llamé a la costa este, Ana estaría ya en casa. Necesitaba decirle que la quería mucho y que ella me repitiera que no fuera pesada y que me confirmara el vuelo de su llegada. Al colgar, miré por la ventana de la cocina, a lo lejos, las noches despejadas se ven las luces del puente de Queensboro y verlas ahí, tan titilantes como yo misma, siempre me tranquiliza. Guardé la nota con el número apuntado en el bolsillo trasero del pantalón y continué recogiendo los platos sucios.