La gente vestía de negro aun cuando no tuviera motivos para ir de luto. Iban de luto por anticipado. En aquel lugar, el cumplido más irreflexivo podía interpretarse como una maldición.
Los hijos -Gay Talese
Guardábamos silencio y una sana
distancia. Todo lo que había que decir ya se había dicho, por eso fue extraño
que después de tanto tiempo, mientras recogía los platos de la cena, John me
dijera que estaba al teléfono. Un gesto con los hombros, mientras sujetaba el
aparato, eran la imagen de su propia sorpresa. Dejé de ver a mi madre después de
enterrar a papá, había vuelto a casa al saber que ya no había nada que hacer,
que su final estaba cerca. Quería despedirme, verle con vida aunque fuera una
última vez para poder recordarle y que él, si había vida más allá del infierno
que había sido su vida, supiera una vez más que le había querido mucho. Al terminar,
cogería un avión, cruzaría un océano de sentimientos y tristezas y continuaría
con aquella vida que había empezado a construir lejos de casa. Quince años no
son nada o quizá lo son todo, una vida distinta, una familia nueva y la latente
presencia de la ausencia.
No sé si en algún momento quise a
mamá, y si en algún momento lo hice ya lo he olvidado. Durante años intenté
rescatar un recuerdo que no me dejara extenuada, que no fuera el de una mujer
absolutamente desquiciada, que gritaba de un modo desmedido y que asomada al
balcón, desnuda, amenazaba con lanzarse al vacío sin importarle absolutamente
nada, ni siquiera el miedo que me provocaba y que hacía que me meara encima. Se
marchó un diciembre, llevándose para siempre a mi hermana y dejando, en el
salón, una nota absurda. Tenía cinco años.
Algunas veces, cuando ya no vivía
con nosotros, volvía a la ciudad. Llamaba a casa para avisar que me recogería a
la salida de la escuela y que me llevaría a merendar. Aquellas visitas suyas,
en las que aparecía sola, sin Marimar (porque había volado al cielo porque Dios
lo había querido así), me provocaban dolor de barriga y un miedo feroz a no
volver a ver a papá, a la abuela, a vivir con aquella mujer extravagante de
aspecto extraño de la que ya no sabía nada y que me mandaría al cielo también,
si Dios así lo quería. Durante las tardes con mamá, las pocas que hubo durante
mi infancia, se empeñaba en recordarme que era su hija, lo mucho que me parecía
a ella y lo pronto que estaríamos juntas. Aquellas afirmaciones, en boca de lo
que para mí era ya una extraña, me aterrorizaban y al volver a casa, con el
olor de su perfume envolviéndome por completo, cruzaba el recibidor de casa
corriendo hasta llegar al baño y allí, llena de miedo, vomitaba hasta vaciarme
por completo. Al llegar a la adolescencia le perdí la pista, solo alguna vez
recibí alguna carta en la que decía estar bien y recordarme que era su hija.
Eso era todo. Con el tiempo, dejé de recibir nada pero tampoco lo echaba de
menos.
Las razones de su marcha, por qué
se fue, ahora ya no importaban. Tampoco importaba que por el camino hubiera
arrasado con todo, nada importaba ya. Papá ya no estaba, la abuela tampoco y Marimar
solo era el recuerdo de un bebé que quedó suspendido en el aire y voló antes de
que yo consiguiera, siquiera, atarme los zapatos. Nunca volví a ver a mi
hermana, mi media hermana según supe más tarde.
Nos vimos durante el entierro de papa,
yo había volado desde Nueva York a Barcelona, conjurando a todo lo que podía
para llegar a tiempo para despedirme de un padre que ya no me reconocía. Aún no
sé cómo lo supo, cómo se enteró, pero aquella mañana estaba allí, vestida de
riguroso negro. Me estaba esperando dijo que quizá ahora podríamos volver a
empezar. Siempre tan inoportuna, siempre tan ella. A los dos días, después de
recoger las pocas cosas de papá, cogí un avión para no volver. De mi vida allí
ya no quedaba nada, todo lo llevaba conmigo. Mi vida, mi pena, mi pasado y un
futuro al que mirar sin volver la vista atrás porque ya no hay nada que mirar.
Había crecido desconociéndolo todo,
salvo que no quería ser como ella y sin embargo, ahora tantos años después,
también yo vivía lejos con una hija a la que solo veía en vacaciones, y la
sensación constante de que por amor me estaba perdiendo la vida de mi propia
hija. Le pedí a John que le cogiera el número, que llamaría yo mañana. La
diferencia horaria serviría de excusa al menos por una noche. Mamá no conocía a
John, ni John a mamá. La vida había pasado y aquella mujer, mi madre, no era
nada más que el momento inicial de mi existencia, de mis grandes aciertos y mis
errores. Pura biología y nada más. Llamé a la costa este, Ana estaría ya en
casa. Necesitaba decirle que la quería mucho y que ella me repitiera que no
fuera pesada y que me confirmara el vuelo de su llegada. Al colgar, miré por la
ventana de la cocina, a lo lejos, las noches despejadas se ven las luces del puente
de Queensboro y verlas ahí, tan titilantes como yo misma, siempre me tranquiliza.
Guardé la nota con el número apuntado en el bolsillo trasero del pantalón y
continué recogiendo los platos sucios.