Cada uno de nosotros guarda algo desconocido de las vidas ajenas.
Kirme Uribe
Empezar por lo más difícil y así,
de esa manera, al final todo se volvía más sencillo, como una cuesta abajo a la que se llega de una manera fácil. Rodar y rodar sin aspavientos y dejando espacio para que
lo feo quede ya en penúltimo lugar y con suerte se vaya olvidando. Esa
manera de afrontar la vida se la había enseñado su abuela, aunque a estas
alturas de la suya, su vida, no tenía muy claro si lo había aprendido bien o si era su
gafe perpetuo lo que hacía que al final aquello que era difícil y desagradable
quedara siempre en el primer puesto y lo amable estuviera siempre en la cola del pelotón, sin
puntuar absolutamente nada.
La abuela había sido una mujer excepcional, había vivido
una guerra, una posguerra y había sobrevivido a la burbuja inmobiliaria que se
llevó por delante su casa, arrastrada por un aval temerario, y la vida de un hijo calavera al que mal proteger, que se acabó colgando del pomo del baño de una pensión sin que
nadie consiguiera explicarse cómo es posible ahorcarse con los pies tocando el
suelo. Ahora, pasado los noventa, la abuela se consumía frente a una ventana abierta a un
patio interior sin reconocer siquiera la mano que de vez en cuando se llevaba a la
boca para apartar la última mosca que ahí se posaba. Para él la vida había sido muy distinta, nada de escándalos,
nada de guerras ni de posguerras en los zapatos. La burbuja inmobiliaria le cogió
en un piso de alquiler que continúo pagando con su salario de funcionario. En su vida anodina no había grandes dramas, ni grandes alegrías, por eso le
molestaba tanto que aquel tipo recién llegado le hubiera pisado su sitio en
la oficina. Le doblaba la edad, solo por eso le debía un respeto, pero el chaval
no debía de saber de estos temas y por eso su presencia holgazana, con esas
camisetas chistosas a las que todos reían la gracia, las deportivas sucias y el
pelo cortado a mordiscos según una moda que no comprendía, le sacaban de quicio y
alguien debía darle una lección. Los graciosos también se mueren, pensó. Le
mandaría al archivo, entre la cochambre y polvo, con suerte una
estantería mal calzada se le vendría encima y esa sonrisa estúpida quedaría
estampada en algún expediente como un sello de registro de entrada. Algunos
finales tienen cierta justicia poética, se dijo. Se dio la vuelta en la cama e intentó
conciliar el sueño de nuevo, pero a esa hora los gatos pardos se amontaban ya sobre la almohada y
así no hay quien duerma.