Incapaz
de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una
persona, no había podido o no había querido mostrarse a sí mismo bajo ninguna
circunstancia y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la
vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas.
La invención de la soledad- Paul Auster
Llevaba el pelo tan desmañado que
ya no me quedaban horquillas ni gomas con las que recoger aquel desbarajuste.
Pero me daba pereza, una pereza infinita tener que volver a fijarme en cosas
como la ropa, el cabello, el aliño propio de la vida diaria. Me miré en el
espejo, recoloqué un mechón de pelo que sujeté con fuerza antes de que el sudor
que traía el bochorno lo empapara y lo convirtiera en algo parecido a un
despojo, y me tumbé en el sofá. Conté los días que quedaban antes de volver al
trabajo, exactamente cinco sin contar el fin de semana. Miré alrededor, los
cojines, que en las últimas semanas habían ido adoptando las más variadas
formas de mi cuerpo, se habían transformado en moldes huecos. Ponga dentro un
poco de sudor, un poco de sexo, una docena de noches extrañas y et voilà: un par
de moldes a disposición de la pereza de mi cuerpo. Encendí el televisor y unas
mujeres estupendas, con unas piernas impresionantes, daban una paliza feroz a
un pobre desgraciado. Ciertamente el mundo está cambiando, aunque nadie puede
asegurar que sea para mejor. Pasó de medianoche, ahora ya solo quedaban días, sin contar el fin de semana, para que un ejército de desalmados
transitemos arriba y debajo en esta ciudad congestionada por el desvarío y la
calima mediterránea. Me adormecí pensando en el mundo perfecto compuesto por cuatro
horquillas oxidadas, una copa de vino tinto y siete docenas de llaves para ir cerrando puertas. Un mundo
peculiar, sin ninguna duda.
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