domingo, 30 de enero de 2022

CAZAR UN OSO

 


Hay un dicho que viene a decir algo así como que casi siempre somos los artesanos de nuestras propias desgracias. Tiene tanto de razón como de falta de ella. Hilvanamos nuestras vidas como podemos, con los mimbres que tenemos, y construimos, en ocasiones, con elementos y factores sobre los que apenas tenemos control. Se puede discutir sobre el determinismo y sobre el libre albedrío; sobre lo accesorio, y sobre lo principal; sobre la voluntad y la falta de ella. Estas discusiones s jamás pueden tener una conclusión definitiva, ni siquiera cierta. No existe explicación sobre el porqué dos personas antes situaciones exactamente iguales, hechos similares, tienen comportamientos distintos; ni hay explicación al motivo ante idéntico escenario la función de cada uno es distintas. Podemos pensar que de nuestros actos y comportamientos somos responsables nosotros mismos, pero no me atrevería a afirmar lo mismo respecto de las circunstancias que nos rodean y a la capacidad de sobreponerse a ellas. La vida a renglones que se van dibujando a veces sin demasiado control.

La voluntad no siempre es suficiente. Los que se han visto en la tesitura de crecer y moverse en circunstancias adversas lo saben. La mala fortuna, como la mala leche, es difícil de doblegar y lo aprehendido durante etapas pasadas, o incluso por los que nos han precedido en la vida,  puede servir tanto para salir del agujero como para enterrarse en él y esperar a que alguien lance la última palada de mugre vital. ¿Podemos hacer cosas? Sí, claro. Pero no vivimos en una película de animación con final feliz y el mensaje de que el mundo está ahí fuera, esperando a que te lo comas, es solo un lema de taza de desayuno que de nada sirve sin una buena dosis de valentía, energía y, porque no decirlo, de buena suerte.

Vivir en un entorno tóxico, enfermo, es casi siempre una desgracia de la que un niño no puede escapar. Taparse los oídos, escapar de los golpes que se escapan, esconderse y cerrar los ojos deseando que todo acabe es algo por lo que nadie debería pasar. Lo vivido en la infancia forma parte de los andamiajes con los que se forja la persona que seremos mañana. Salir de los ambientes perniciosos, ser capaz de transformar los mensajes recibidos que menguan la autoestima,  requiere un esfuerzo titánico del que es difícil no salir magullado y que genera un estado de alerta permanente que puede que con el tiempo se adormezca, pero siga allí a lo largo de toda la vida, en el mejor de los casos. 

Escribo estas líneas después de seguir durante unos días la vida de Alex y Maddy (La asistenta).  Pero esto no va de una crítica a la película. Es solo una reflexión sobre la toxicidad, la maldad, las ganas, la bondad y instinto protector. 

La historia de Alex y Maddy no es solo una ficción. Es el reflejo de una realidad que va más allá de los detalles que permiten recrear una película.  Por eso en ella se nos muestra la dependencia insuperable, el dolor, la negación, el sistema que falla desde el inicio, el instinto de protección, el amor y la búsqueda de un entorno seguro en todos los aspectos.  Todas estas cuestiones, que paso a paso avanzan a través de Alex, de Maddy y de Paula, se encuentran en cualquier historia de violencia. Historias que tienen tantas aristas que a veces se nos hacen difíciles de entender y  lo mismo general una incondicional adhesión que un rechazo absoluto ante la repetición del fracaso tantas veces repetido. El ser humano es complejo y desde fuera cualquier salida pareces sencilla pero no lo es.

Los entornos sanos son fundamentales, sobre todo en la infancia. Dotar a los niños  de vidas “seguras” en la que el amor y el cuidado para su desarrollo físico, psíquico y afectivo debería ser el primer deber de toda sociedad que pretenda ser reconocida como tal. Y Alex, con todas las dificultades y carencias, lo busca para Maddy. Por eso, uno de los mejores momentos de la serie, uno con el que debemos quedarnos, son los paseos de madre e hija, que cazamariposas en mano, pretenden “cazar un oso”, un “oso muy grande”. Y es que ese oso, que al que hay que dar alcance y acabar con él, es la metáfora perfecta de la necesidad de acabar con un gigantesco pasado moliente que intenta despedazar el presente que se encamina hacia un futuro libre de dolor y de las limitaciones emocionales que imponen los traumas del pasado. El pasado enfermo, como el oso a cazar, debe desaparecer.

La historia de Alex y Maddy es una historia que tiene poco de ficción. Y me gustó Alex, con todas sus contradicciones, pero sobre todo por la férrea voluntad de cazar al oso. Ojala lo haya dejado hecho trizas.



lunes, 17 de enero de 2022

SURFEAR

 



Pues tenía que llegar y llegó. Hemos resistido como se ha podido, pero la sexta ola ha sido imposible de sortear. Hoy es el primer día, después de una larga semana en que me he sentido capaz de sentarme ante el ordenador y teclear un poco. Nada extraordinario. Me fatigo y la tos, todo y que ya no es la que era, me deja la cabeza bastante maltrecha. No quiero quejarme. Mi mal pasará y me recuperaré en breve. Estoy segura. Estos días, en la soledad en la que uno finalmente se encuentra, pensaba en la enorme suerte que he tenido en que la enfermedad me llegara en este momento y no hace dos años. En la suerte de las dos vacunas que llevo encima. En la suerte de que la variante que me ha invadido, de la que ignoro su nombre, haya sido lo suficientemente benévola como para dejarme tirada sin capacidad alguna durante una semana, pero nada más. Otros muchos, algunos ya cercanos, no pueden decir lo mismo. Siempre deseé disponer de unos días libres sin preocupaciones. Poder levantarme tarde, desayunar tranquilamente y vaguear. Días para quedarme en casa porque es la mía y apenas estoy en ella. Pero este confinamiento no tiene nada que ver con todo eso. El tiempo pasa despacio sin que sea capaz de hacer absolutamente nada. Todo pasará y volveré a desear tener unos días libres, para leer, para quedarme en mi casa mirando, entonces sí, las musarañas que invento. El Covid no es una broma, cuídense.




domingo, 9 de enero de 2022

FILOMENA A TU PESAR


 

Escucho que en los próximos días llegará una nueva tormenta similar a la del año pasado. Le pondrán nombre, un nombre de mujer, pero no será Filomena. Aun así, aunque ni siquiera se asoma por el mapa, el tiempo se embrutece y la tarde se levanta fría. Sopla aire gélido pero no tanto como para acobardar y que las horas queden rematadas en casa, arrebujo de la calefacción y la pereza. Salgo para dar una vuelta, estirar las piernas. La cabeza campa a sus anchas sin más limitación que reconocer el cambio de luces de los semáforos. Poco a poco, he vuelto a la lectura a la que nada obliga y lo noto. El confinamiento nos arrebató la normalidad y la capacidad de concentrarse, al menos la mía, saltó por los aires. Vuelvo a llevar un libro encima y, con él a cuestas, retomo la búsqueda de una silla libre en cualquier terraza. Por ahora, la tarea es sencilla desde que el helor empieza a bajar hasta tocar del mar y el salvoconducto del pasaporte estúpido llena las caferías y vacía las terrazas. ¿Quién querría pasar frío? Me siento levantando el cuello del abrigo, saco el libro y espero sin prisa. Algunos días queda sobre la mesa, cerrado, y me limito a tomarme un café porque no alcanzo a más. Dejo que pase la tarde y son los retazos de las conversaciones cazadas al vuelo las que conducen las ideas que van apareciendo y que se yuxtaponen a las necesidades cotidianas de las que es difícil olvidarse. ¿Somos los mismos?, ¡Qué sé yo! Pienso en cosas, cosas tontas que carecen de importancia. Con la nariz congelada, dejo las monedas en el velador y adiós. Sopla un viento gélido. Las palomas, pertrechadas en un alféizar oscuro, dibujan un panorama sombrío parecido al de una agenda vacía. Nevará, es casi una seguridad.