martes, 23 de febrero de 2016

CRISANTEMOS




Nuestras vidas realmente no nos pertenecen, pertenecen al mundo, y a pesar de nuestros esfuerzos  por darle un sentido a éste, el mundo es un lugar que va más allá de nuestro entendimiento.
Paul Auster




Decía Cioran que “La idea de felicidad es inseparable de la de jardín”. Podría incorporarla a mi vida, reduciéndola a los contornos de un jarrón, y no sentirla extraña. A mi vera, un ramillete de crisantemos blancos que acostumbra a ocupar parte de mi mesa. Las flores alejan los malos pensamientos, devolviendo la mesura y cierta tranquilidad cuando se enturbia el ánimo. 
Existen muchas maneras de dar una noticia, de arrancarse la ponzoña, de buscar el consuelo. La tecnología no ha hecho más que allanar el camino para hacerlo. Encender la pantalla, abrir un programa, escribir cuatro letras y darle al enviar para descargar la pena infinita y la desesperación; para intentar aliviar lo que poco alivio tiene porque el vacío ha llegado sin que nadie le llamara. Ante eso poco margen queda. Al otro lado, el destinatario que hasta entonces vivía en la inopia más absoluta, pasa a convertirse en un eslabón de la cadena de la desazón. Cuando las leyes de la naturaleza se quebrantan para llevarse antes de hora a un hijo, no hay consuelo posible aunque uno lo busque abriendo el dolor. Por eso los teléfonos pesan, pesa el ánimo, pesa la vida. La asepsia profesional es imposible cuando alguien aboca tremenda sinrazón.
Miro las flores que flanquean las carpetas que se amontonan en mi mesa y, poco a poco, sin dejar de pensar en que la desesperación son dos manos escavando al centro del corazón, retiro las primeras hojas mustias que se presentan en estas primeras horas de la tarde. 
Pienso en la mediana felicidad, en la angustia de saber que el infortunio anda agazapado detrás de cualquier esquina, y en que cualquier monstruo puede pisotear el jardín que tanto cuidaste.


domingo, 21 de febrero de 2016

FRAMBUESAS

Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas.
Albert Einstein


Casi siempre somos los artífices de nuestras propias desgracias, acostumbra a repetirme cada vez que le explico algunos de los múltiples conflictos con los que a diario nos vemos obligados a vivir y, por cuestión laboral, a intentar resolver. Y aunque casi siempre es así, eso no hace que no me asalte la duda sobre si esa libertad es realmente tal, y si detrás de cada una de las elecciones que efectuamos no está camuflada la predeterminación. Quizá en lo menudo, en lo que es mero tránsito, podamos escoger, y la realidad definitiva, como resultado final, sea mucho menos libre de lo que creemos. No lo sé. Quizá por eso, a veces nos preguntamos qué habría pasado si en un momento concreto, tras aquel malentendido, aquella discusión peregrina, en lugar de empecinarnos hubiéramos hecho un borrón y cuenta nueva, porque en el fondo sabíamos que la discusión era intrascendente. Pero la bola, por aquella decisión de no ceder ni un centímetro en la posición alcanzada, crece y se convierte en un alud que termina enterrando cualquier viso de volver atrás. Y la duda se cierne sobre si a eso mismo se hubiera llegado fuera cual fuera la postura adoptada en un momento determinado. Puede que por eso las circunstancias con las que nos vadeamos, las elecciones que realizamos en un momento dado (influidas por el estado de ánimo, la soberbia, la falta de autoestima, la egolatría, el entusiasmo desmedido, o la falta de criterio, entre otras muchas cosas), carezcan de la menor relevancia en cuanto resultado final, aunque lo que elegimos en cada momento sea lo que nos hacen más o menos agradable el camino que al final nos debe de llevar al mismo sitio. 









miércoles, 17 de febrero de 2016

A VECES, LA LLUVIA



Este camino ya nadie lo recorre salvo el crepúsculo.
Matsuo Basho



Habíamos quedado en aquella taberna porque alguien le había hablado de ella, de lo excelente que era la comida que servían. Me dejé llevar porque, aunque el pescado crudo y las algas no era mi debilidad, era lo que menos me importaba, sabía que podríamos pasar un buen rato charlando. El camarero se apostó frente a nuestra mesa y con una pequeña reverencia, más protocolaria que servicial, nos recitó la especialidad de la casa. Escogí unos calamares salteados y algo de atún. Fuera empezaba a llover. Sentí que mis mejillas, que minutos antes estaban frías como la noche, empezaban a cobrar vida. Bebí a pequeños sorbos, como si de esa manera consiguiera que el calor se repartiera por todo el cuerpo, bajara desde los pómulos a la punta de los pies, y, a la vez, alargar un poco más el tiempo. Le pregunté por su familia, por su esposa, por sus hijos, y él hizo lo mismo conmigo. Preguntó por mi marido y por Daniel. Hacía pocas semanas que se había enterado de su muerte, aunque la noticia no tenía nada de nueva. No le pregunté cómo lo había sabido. Guardé silencio porque aun entonces me costaba hablar de todo aquello. Continuó hablando y solo dijo que durante todas esas semanas no había podido dejar de pensar en ello, en la necesidad de volver a vernos, de charlar como años atrás, y en que quizás la necesidad de hacerlo provenía de que en el pasado había llegado a desear que ese hijo fuera suyo y que, al desearlo así, por un tiempo casi había llegado a sentir que de alguna manera lo había sido. No dije nada, pero no me incomodó. No había ninguna intención extraña en sus palabras, solo un sentimiento antiguo y en cierto modo irracional. Daniel había muerto hacía ya seis años. Algunas noches, sobre todo las noches de lluvia, aun me despertaba pensando que la culpa había sido mía. No podía evitarlo, aunque todos se empeñaban en repetir que no lo era, que la vida en ocasiones es la más cruel de las condenas que uno debe vadear y seguir viviendo, pero aún hoy me es imposible evitar la punzada de la pena que se ha expandido con todas sus ramas hasta aprisionarme el corazón. Estuvimos charlando, sobre la vida, sobre la familia, el trabajo, sobre lo extraño que es rencontrarse tantos años después, aunque fuera con una excusa pelotuda, y tener la sensación de que el tiempo no ha pasado. Apuramos una segunda botella de sake y decidimos que no volveríamos a dejar pasar tanto tiempo antes de volver a vernos. Vivir en distintas ciudades no podía ser una excusa. La próxima vez nos reuniríamos los cuatro, nosotros y ellos; y al hablar de ellos imaginé a Raúl, sentado en el sofá de casa, leyendo el periódico y esperando a que le llamara para decirle que todo estaba bien y que ya iba de camino. Le eché de menos. Salimos sobre la medianoche, no había dejado de llover, la brisa nocturna me despejó un poco. Caminamos sin prisa hasta la esquina, allí nos despedimos porque no había que andar ni un solo paso más. Cogí un taxi y por el retrovisor le vi desandar el camino. Sus pasos, por unos segundos, me devolvieron a Daniel. Todo olía a lluvia. 



martes, 16 de febrero de 2016

SERPIENTES


No solo tiene los pies en la tierra, todo el cuerpo, como las serpientes.
Iñaki Uriarte.



Al salir de una reunión, y por casualidad, veo al otro lado de la calle a alguien a quien conocí hace ya tiempo. Camina con la vista al frente y los hombros ligeramente encogidos. Por un momento, antes de girar la esquina, se vuelve y, sin gesto alguno, sigue caminando dejando atrás de sí la fatigosa estela del que se sabe cansado. La conciencia a veces pesa y pienso que incluso regala espaldas encogidas. Podía haber levantado el brazo, haberle saludado y roto el muro que el tiempo ha ido forjando, pero la falta de ganas de entrar en frases banas y en explicaciones peregrinas hace que el brazo continúe sujetando la cartera mientras me despido de los que me acompañan. Intento hacer memoria y recordar los años que han pasado desde la última vez que nos vimos, pero no lo recuerdo. La mente es selectiva y la vida más. Cerca de Atocha entro en un bar para tomar un café, hacer una llamada y calentarme el cuerpo. El tiempo pasa y, aunque no cambia nada, todo lo relativiza. Hace frío por aquí y el tren me espera.





domingo, 14 de febrero de 2016

LOS PIES


Hay que gritar para hacerse oír allá abajo. Prefiero por tanto no decir gran cosa.
Paul Klee




Pasé cerca de las escaleras de Grossman Place. Sobre el último peldaño que corona la parte alta de la plaza, lo que parecía un cuerpo dormía en el suelo, envuelto entre un amasijo de  mantas y cartones. Llamaban la atención sus pies abocados al vacío sobre el escalón en el que el cuerpo permanecía tumbado. Calzaba lo que de lejos parecían unas deportivas blancas, limpias, con las suelas pulcras. Algo no casaba bien porque uno siempre espera que los cuerpos abandonados sobre las aceras, además de roña, arrastren toda la mugre que en sus suelas pueda caber. Pero éste, o lo que se dejaba ver de éste, llevaba lo que parecían unas zapatillas estupendas. Un contraste sorprendente e inexplicable, salvo que uno crea que todo es posible y que bajo aquel jergón, aparentemente piojoso, estuviera dormitando el director ejecutivo de cualquier multinacional que hubiera salido a correr y se hubiera tumbado a echarse un último sueño antes de volver a casa; o que un buen samaritano, recorriendo las calles en plena noche de insomnio, decidiera poner zapatos nuevos a cualquiera que encontrara por ahí. Un milagro más de la humanidad, o una estupidez pensada para acompañar la nota discordante que suponía encontrar, a esas horas del amanecer, un cuerpo amortajado por andrajos con unos zapatos rumbosos.

Me sorprendí, con el corazón batiendo palmas, acercándome para intentar desvelarme el misterio que, aun no sé el porqué, estaba decidido a desentrañar. Lo hice con cuidado, con un sigilo exagerado, no sé si para evitar despertar lo que demonios estuviera ahí o para evitarme un susto mayúsculo en el caso de que una cabeza apareciera mientras saciaba la venenosa curiosidad que ya tenía clavada dentro.  Camine unos pasos, subí los escalones y ahí, a mis pies, un maniquí desmayado cubierto por las restos de una lona publicitaria. En los pies, nada, solo la calcomanía precisa de unas deportivas que seguramente vendían unos portales más abajo. 






viernes, 12 de febrero de 2016

NOSTALGIA*


Es una aflicción que no viene del miedo. Duele el amor mismo, quizás como duelen 
miembros amputados mucho después de perderse. La nostalgia mata así.

Antonio Escohotado



Nos acoge una tormenta torrencial y aunque suena redundante, es así. El atardecer llega pronto, se rasga y litros de agua resbalan sin destino cierto. Dicen que este año el monzón se está portando bien aunque uno, con su mentalidad occidental y acomodaticia, no lo diría nunca. Cientos de miles de gotas se clavan como saetas, duele la carne, duelen los huesos y entrecerrar los ojos para salvaguardarlos es algo más que una necesidad. La ropa se empapa en un segundo y se convierte en una segunda piel angustiosa y turbia. Pero el agua solo trae lo bueno,  así lo repiten una y otra vez acompañándolo con una sonrisa que uno no sabe demasiado bien cómo interpretar. Llegas con el agua, quédate con el agua y vuelta a mostrar los dientes. Las calles están anegadas y el lodo corre junto a los escombros convertidos en una marea nauseabunda. La sensación es desoladora, lejos de aquel trópico de postal de agencia de viajes, por eso se hace imprescindible recordar que no has venido aquí a hacer turismo aunque algunos lo crean. Lo oculto, lo secreto de nuevo, bajo una apariencia que vistes para disimular. Bajo un toldo improvisado, dos criaturas de vientre abombado se balancean al ritmo de su propia letanía, guardando lo que en otros tiempos debió de ser una bicicleta. A unos metros, el misterio del sudeste asiático hace inexplicable la magnificencia con la que a estas horas resplandece la pagoda, porque no hay luz en todo lo que pretende parecer una calle de una de las principales arterias de este caos que alguien llamó ciudad en algún momento. Bordeamos el templo buscando un lugar en el que guarecernos y nos encontramos en un callejón  apenas iluminados por los primeros rayos de una luna que se asoma al escapar del aguacero. Piso un charco y las botas se me bañan de una sustancia indefinida. Un olor penetrante a leche cortada me revuelve el estómago y prefiero no mirar el montón de trapos que taponan lo que parece ser la boca de una salida de aguas porque puede que la sorpresa traiga un filo de muerte que no espero. En la otra punta del planeta se vive de esta manera, bajo la bota férrea de un poder excesivo y cruel que abandona a la suerte del más fuerte y obliga a besar la mano del que va a cortarle la cabeza. Aquí parece que el mundo se pierde entre lo indeciso y la reserva del que prefiere pasar desapercibido para poder sobrevivir. El oasis es un estado mental, solo con eso puede reprimirse cierta arcada física.

*Notas de viaje





martes, 9 de febrero de 2016

TU AUSENCIA



Primer mandamiento: no comprenderás demasiado...
Hjalmar Söderberg



El flexo es la única luz en este desierto. Cuento las horas esperando que la calma dure, que no vuelvan las corrientes espantosas que lo vedaron todo. Quisiera salir a tu encuentro para escuchar el llegar de tus pasos cansados. Pero todo suena hueco, la escalera, la vida, tu ausencia. Es extraño. 


domingo, 7 de febrero de 2016

AL FINAL


He comprendido que hay dos verdades, una de las cuales jamás debe ser dicha.
Albert Camus




No hay día que no nos tropecemos con gente que va y viene que no nos interesan para nada, que no nos despiertan la más mínima atención ni lo que hagan ni lo que dejen de hacer. Las redes sociales se han convertido en aquel patio de vecinas de antaño en que cualquiera podía asomarse y vociferar lo que de buena gana le viniera. En poco ha cambiado la cosa, solo que el patio ahora es mayor, más vidrioso, y las cuestiones sobre las que se pronuncia cualquiera parecen tener un mayor calado porque son unos cuantos, a veces muy numerosos, los que contestan a cualquier barbaridad que por ahí aparezca. Por suerte, en lo presencial, por llamarlo de alguna manera, la cosa es distinta, o cuanto menos la existencia de cierto pudor y prudencia que acarrea el cara a cara cierra la boca a muchos necios y atolondrados.
Corren tiempos en los que buscar la cercanía y el contacto de los conocidos es más que necesario. No hay nada que supere una charla frente a una taza de café, un apretón de manos sincero e incluso un paseo sin pretensiones. Evolucionamos como podemos pero aún nos sorprendemos cuando descubrimos que la verdad siempre se encuentra a un palmo de nuestras manos y poco más. Vivir con la explosión de la grandilocuencia de los monstruos que se crean bajo el paraguas del acceso fácil a cualquier cosa, de la necesidad de encontrar héroes, príncipes y princesas que salven del tedio y vanaglorien los egos personales, no es más que un espejismo que mata en lugar de engrandecer nada.
Es hora de replegarse, de volver a casa, a lo que se toca, a reencontrarse con uno mismo para compartir los espacios y los tiempos con la carne, con el aliento y con la poca o mucha mala leche que la vida reparte. Conviene, para sobrevivir, alejarse de las lucecitas engañosas de los letreros de neón que anuncian recodos que, al final, sólo están huecos. Hay que confirmarse en la certeza de que los únicos pasos que valen son los que van hacia delante haciendo sonar la suelas de los zapatos sobre el pavimentos aun cuando esté mojado.



miércoles, 3 de febrero de 2016

IN THE MOOD


El corazón es una tierra que cada pasión conmueve, remueve y trabaja sobre las ruinas de las demás.
Gustave Flauvert



Cena en “La Bouvier”. Unos entrantes compartidos, un plato principal de bacalao con una crema de pimientos del piquillo, un par de botellas de vino joven y un postre más que calórico, son los elementos aglutinadores y la excusa  perfecta de esta pequeña reunión de amigos para los que el buen comer y el mejor beber son un elemento común que une y no desmanda. Porque no hay nada como encontrarse alrededor de una mesa y que la conversación fluya, sin aspavientos, sin los nervios de la vida que la buena cuchara se encarga de apartar como lo haría la mano de una bienhechora cocinera de cualquier cosa que sobrevolara su puchero. La complicidad que se urde alrededor de la mesa compartida es difícil de desarmar, por eso no es una buena idea convidar a aquellos que comen sin pasión, desaboridos y disculpándose consigo mismos, y con los demás, por llevarse a la boca la gloria de bocado que disfrutan,  porque casi siempre son personas de poco fiar.
Hablamos de nuestras vidas, de lo rico que está el pescado, de lo oportuno del rincón escogido, de la magia de las letras, de los planes abortados, de las enfermedades que laten y dan la lata, y de los viajes que tenemos pendientes, cada uno por su lado, porque para que la amistad perdure no es preciso compartir todos los extremos de la vida con aquellos con los que  se reparte el tiempo y los afectos. Cada cosa en su sitio y cada sitio con su gente. El secreto de la supervivencia de las relaciones está en respetar los espacios propios, en no hacer mezclas extrañas que se tornan insoportables. No hay mayor invención que aquello de que  “mis amigos son tus amigos” y viceversa.
En un mes de enero verdaderamente excepcional, en que las noches templan y permiten cenar en el patio de este rincón perdido de la parte alta de Gracia, adornado por un magnolio espectacular, y al que llegar todavía cuesta un potosí porque las callejuelas que se encaraman montaña arriba aún lo resguardan como una joya, es un lujo que no se puede desperdiciar. Salimos pasada la medianoche, con el sosiego que da el trascurso de las horas en buena compañía, compartiendo cubiertos y conversación. La vuelta a casa se convierte en un paseo que alarga la noche y que, aunque no arregla el mundo, disuelve cualquier atisbo de preocupación al menos hasta que vuelva a salir el sol.