Hay que gritar para hacerse oír allá abajo. Prefiero por tanto no decir gran cosa.
Paul Klee
Pasé cerca de las escaleras de Grossman Place. Sobre el último peldaño que corona la parte alta de la plaza, lo que
parecía un cuerpo dormía en el suelo, envuelto entre un amasijo de mantas y cartones. Llamaban la atención sus
pies abocados al vacío sobre el escalón en el que el cuerpo permanecía tumbado.
Calzaba lo que de lejos parecían unas deportivas blancas, limpias, con las
suelas pulcras. Algo no casaba bien porque uno siempre espera que los cuerpos
abandonados sobre las aceras, además de roña, arrastren toda la mugre que en
sus suelas pueda caber. Pero éste, o lo que se dejaba ver de éste, llevaba lo
que parecían unas zapatillas estupendas. Un contraste sorprendente e
inexplicable, salvo que uno crea que todo es posible y que bajo aquel jergón,
aparentemente piojoso, estuviera dormitando el director ejecutivo de cualquier multinacional
que hubiera salido a correr y se hubiera tumbado a echarse un último sueño
antes de volver a casa; o que un buen samaritano, recorriendo las calles en plena noche de
insomnio, decidiera poner zapatos nuevos a cualquiera que encontrara por ahí.
Un milagro más de la humanidad, o una estupidez pensada para acompañar la nota
discordante que suponía encontrar, a esas horas del amanecer, un cuerpo amortajado por andrajos con unos
zapatos rumbosos.
Me sorprendí, con el corazón batiendo
palmas, acercándome para intentar desvelarme el misterio que, aun no sé el
porqué, estaba decidido a desentrañar. Lo hice con cuidado, con un sigilo
exagerado, no sé si para evitar despertar lo que demonios estuviera ahí o para
evitarme un susto mayúsculo en el caso de que una cabeza apareciera mientras
saciaba la venenosa curiosidad que ya tenía clavada dentro. Camine unos pasos, subí los escalones y ahí,
a mis pies, un maniquí desmayado cubierto por las restos de una lona publicitaria.
En los pies, nada, solo la calcomanía precisa de unas deportivas que
seguramente vendían unos portales más abajo.
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