Nuestras vidas realmente no nos pertenecen, pertenecen al mundo, y a pesar de nuestros esfuerzos por darle un sentido a éste, el mundo es un lugar que va más allá de nuestro entendimiento.
Paul Auster
Decía Cioran que “La idea de felicidad es inseparable de la de jardín”. Podría incorporarla a mi vida, reduciéndola a los contornos de un jarrón, y no sentirla extraña. A mi vera, un ramillete de crisantemos blancos que acostumbra a ocupar parte de mi mesa. Las flores alejan los malos pensamientos, devolviendo la mesura y cierta tranquilidad cuando se enturbia el ánimo.
Existen
muchas maneras de dar una noticia, de arrancarse la ponzoña, de buscar el consuelo. La
tecnología no ha hecho más que allanar el camino para hacerlo. Encender la
pantalla, abrir un programa, escribir cuatro letras y darle al enviar para
descargar la pena infinita y la desesperación; para intentar aliviar lo que poco alivio tiene porque el vacío ha llegado sin que nadie le llamara. Ante eso poco margen queda. Al otro lado, el destinatario que hasta entonces vivía en la inopia más absoluta, pasa a convertirse en un eslabón de la cadena de la desazón. Cuando las leyes de la
naturaleza se quebrantan para llevarse antes de hora a un hijo, no hay consuelo
posible aunque uno lo busque abriendo el dolor. Por eso los teléfonos pesan, pesa el ánimo, pesa la vida. La asepsia profesional es imposible cuando alguien aboca tremenda sinrazón.
Miro
las flores que flanquean las carpetas que se amontonan en mi mesa y, poco a poco, sin dejar de pensar
en que la desesperación son dos manos escavando al centro del corazón, retiro
las primeras hojas mustias que se presentan en estas primeras horas de la tarde.
Pienso en la mediana felicidad, en la angustia de saber que el infortunio anda agazapado detrás de cualquier esquina, y en que cualquier monstruo puede pisotear el jardín que tanto cuidaste.
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