Es una aflicción que no viene del miedo. Duele el amor mismo, quizás como duelen
miembros amputados mucho después de perderse. La nostalgia mata así.
Antonio Escohotado
Nos acoge una tormenta torrencial y aunque suena
redundante, es así. El atardecer llega pronto, se rasga y litros de agua
resbalan sin destino cierto. Dicen que este año el monzón se está portando bien
aunque uno, con su mentalidad occidental y acomodaticia, no lo diría nunca. Cientos
de miles de gotas se clavan como saetas, duele la carne, duelen los huesos y entrecerrar los ojos para salvaguardarlos es algo más que una necesidad. La ropa se empapa en un
segundo y se convierte en una segunda piel angustiosa y turbia. Pero
el agua solo trae lo bueno, así lo repiten una y otra vez acompañándolo con
una sonrisa que uno no sabe demasiado bien cómo interpretar. Llegas con el
agua, quédate con el agua y vuelta a mostrar los dientes. Las calles están
anegadas y el lodo corre junto a los escombros convertidos en una marea nauseabunda. La sensación es
desoladora, lejos de aquel trópico de postal de agencia de viajes, por eso se
hace imprescindible recordar que no has venido aquí a hacer turismo aunque
algunos lo crean. Lo oculto, lo secreto de nuevo, bajo una apariencia que vistes para disimular. Bajo un toldo improvisado, dos
criaturas de vientre abombado se balancean al ritmo de su propia letanía, guardando lo que en otros tiempos debió de ser una bicicleta. A unos metros, el misterio del
sudeste asiático hace inexplicable la magnificencia con la que a estas horas resplandece
la pagoda, porque no hay luz en todo lo que pretende parecer una calle de una de
las principales arterias de este caos que alguien llamó ciudad en algún
momento. Bordeamos el templo buscando un
lugar en el que guarecernos y nos encontramos en un callejón apenas iluminados por los primeros rayos de
una luna que se asoma al escapar del aguacero. Piso un charco y las botas se me
bañan de una sustancia indefinida. Un olor penetrante a leche cortada me
revuelve el estómago y prefiero no mirar el montón de trapos que taponan lo que
parece ser la boca de una salida de aguas porque puede que la sorpresa traiga un filo de muerte que no espero. En la otra punta del planeta se vive de esta
manera, bajo la bota férrea de un poder excesivo y cruel que abandona a la suerte
del más fuerte y obliga a besar la mano del que va a cortarle la cabeza. Aquí parece que el mundo se pierde entre lo indeciso y la reserva del que
prefiere pasar desapercibido para poder sobrevivir. El oasis es un estado
mental, solo con eso puede reprimirse cierta arcada física.
*Notas de viaje
*Notas de viaje
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