viernes, 12 de febrero de 2016

NOSTALGIA*


Es una aflicción que no viene del miedo. Duele el amor mismo, quizás como duelen 
miembros amputados mucho después de perderse. La nostalgia mata así.

Antonio Escohotado



Nos acoge una tormenta torrencial y aunque suena redundante, es así. El atardecer llega pronto, se rasga y litros de agua resbalan sin destino cierto. Dicen que este año el monzón se está portando bien aunque uno, con su mentalidad occidental y acomodaticia, no lo diría nunca. Cientos de miles de gotas se clavan como saetas, duele la carne, duelen los huesos y entrecerrar los ojos para salvaguardarlos es algo más que una necesidad. La ropa se empapa en un segundo y se convierte en una segunda piel angustiosa y turbia. Pero el agua solo trae lo bueno,  así lo repiten una y otra vez acompañándolo con una sonrisa que uno no sabe demasiado bien cómo interpretar. Llegas con el agua, quédate con el agua y vuelta a mostrar los dientes. Las calles están anegadas y el lodo corre junto a los escombros convertidos en una marea nauseabunda. La sensación es desoladora, lejos de aquel trópico de postal de agencia de viajes, por eso se hace imprescindible recordar que no has venido aquí a hacer turismo aunque algunos lo crean. Lo oculto, lo secreto de nuevo, bajo una apariencia que vistes para disimular. Bajo un toldo improvisado, dos criaturas de vientre abombado se balancean al ritmo de su propia letanía, guardando lo que en otros tiempos debió de ser una bicicleta. A unos metros, el misterio del sudeste asiático hace inexplicable la magnificencia con la que a estas horas resplandece la pagoda, porque no hay luz en todo lo que pretende parecer una calle de una de las principales arterias de este caos que alguien llamó ciudad en algún momento. Bordeamos el templo buscando un lugar en el que guarecernos y nos encontramos en un callejón  apenas iluminados por los primeros rayos de una luna que se asoma al escapar del aguacero. Piso un charco y las botas se me bañan de una sustancia indefinida. Un olor penetrante a leche cortada me revuelve el estómago y prefiero no mirar el montón de trapos que taponan lo que parece ser la boca de una salida de aguas porque puede que la sorpresa traiga un filo de muerte que no espero. En la otra punta del planeta se vive de esta manera, bajo la bota férrea de un poder excesivo y cruel que abandona a la suerte del más fuerte y obliga a besar la mano del que va a cortarle la cabeza. Aquí parece que el mundo se pierde entre lo indeciso y la reserva del que prefiere pasar desapercibido para poder sobrevivir. El oasis es un estado mental, solo con eso puede reprimirse cierta arcada física.

*Notas de viaje





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