miércoles, 30 de enero de 2013

HURRICANE



Es hora de volver a casa. Todo está donde debe estar, al menos en apariencia. Puedo ir caminando, no hace un frío excesivo y no me vendría mal estirar las piernas. Pero la distancia no es corta y la jornada ha sido demasiado larga, pesada, mentalmente agotadora, y aunque mis pies nada tienen que ver con mi maltrecha cabeza, la decisión está tomada. Me encamino hacia la boca de metro más próxima.


La modificación de la red de transportes urbanos y el mareo impertinente al que sucumbo en cuanto pongo el billete en la máquina canceladora y el conductor desembraga, han provocado un cambio en mis rutinas. De momento, mientras el alcalde soluciona las nuevas combinaciones metropolitanas y  la que suscribe encuentra una salida para su descalabrado organismo, abandono por un tiempo los autobuses y me convierto, como cientos de miles más, en un topo malherido que, atravesando túneles y pasillos, va del nido a la despensa y viceversa.


Así que atravieso la plaza sorteando a los patinadores que la pueblan a estas horas, y mientras bajo por las escaleras que deben llevarme a las entrañas de la tierra prometida, Bob Dylan, como un fenómeno extraño, reverbera en directo hasta convertirse en un eco profundo que se expande por toda la línea violeta. Busco con la vista y el oído.  Al fondo, apostado contra la pared, un tipo flaco, casi gris, sostiene en un difícil equilibrio una guitarra y una armónica. Canta como si fuera el mismísimo Dylan.  Pero esto no es Nueva York, sólo es la Plaza Universidad; ni quien canta, el poeta de Minnesota, aunque por una milésima de segundo, frente al torno, me lo parezca.


Ésta no es más que una ciudad de provincias de la que a menudo esperamos más de lo que recibimos y nosotros, las hormigas obreras de un sistema que nos agota. Pero hay momentos prodigiosos, por escasos, por agradecidos e inesperados. Una armónica acompañada de una guitarra anónima y una voz quebrada, te puede devolver el ánimo que la vida te arranca a dentelladas en cuanto te descuidas.


Llega mi tren, ya es el tercero de esta noche. No creo en las casualidades. Mañana tampoco volveré andando a casa.



Bob Dylan - Hurricane






domingo, 27 de enero de 2013

AGUA SALADA


Cuando encuentro escritas por ahí las cosas que pienso y que otro, cien millones de veces mejor yo, sabe como decirlo, me maravillo, no por la habilidad de ese otro que ya sé que yo no tengo, sino porque dejo de sentirme una gota de agua salada.

Una súbita y luminosa idea: Las mejores amistades, las más duraderas se basan en la admiración. Ese es el sentimiento fundamental que relaciona dos personas durante un prolongado período de tiempo. Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo. Esa admiración lo ennoblece, lo realza ante tus ojos, lo eleva a una posición que a tu juicio, es superior a la tuya. Y si esa persona también te admira a ti -y por tanto te ennoblece, te realza, te eleva a una posición que considera superior a la suya-, entonces os encontráis en condiciones de absoluta igualdad. Ambos dáis más de lo que recibís, los dos recibís más de lo que dáis, y en la reciprocidad de ese intercambio, florece la amistad.

No sólo hay que cultivarse el trato con los amigos, también hay que cultivar su amistad dentro de uno mismo: conservarla con esmero, cuidarla, regarla.

Siempre perdemos la amistad de aquellos que pierden nuestra estima.


martes, 22 de enero de 2013

CIENTO CINCUENTA COSAS




Sábado a medio gas, decidimos dedicarnos la mañana. Unas horas para ti y otras para mí, cosas sencillas, corrientes. Tomamos el primer café escondidos entre los herrumbrosos edificios y plazas que se esconden en El Raval mientras se rasca la nariz para neutralizar el tufo que desprenden los adoquines.

Escoge una terraza solitaria. Replico que es diciembre, que podríamos sentarnos a cubierto, pero estamos en sus horas, así que aterrizamos en mitad de una plaza vacía, casi abandonada. No hay ni un alma, sólo un par de chalados se sentarían a rebufo de un frío que puede palparse. Hace frío, mucho, pero el dueño ha decidido que el ahorro comienza por no encender el butano de la seta junto a la que nos sentamos. El sol no saldrá, pese a que así lo jura con acento farsi. El frio se irá incrementando y la acera acabará helándose hasta convertirse en una improvisada pista rompedora de fémures. 

Sin prisa, lee el periódico y yo, lápiz en mano, anoto las ciento cincuenta mejores cosas que me han pasado desde que le conozco.

Matamos un par de moscas despistadas y una mañana de luz mortecina. 


Barcelona es plomiza, gris, inmensa. 



viernes, 18 de enero de 2013

BERLIN



Cuando empecé a trabajar, no me gustaba llevarme trabajo a casa, prefería perder mis días libres y desplazarme hasta la oficina y allí, sin más ruido que el de mi propio teclado, el del aire acondicionado y el goteo intermitente de la máquina del café, enfrascarme en lo que tuviera que hacer, alargando lo que fuera necesario. 

Pero las cosas han cambiado, aunque no en lo esencial: lo que tiene que salir, tiene que salir, sí o sí. Sin embargo, puede que sea la pereza, la comodidad, o alguna extraña necesidad, la que me impide cruzar el umbral de la oficina fuera del horario habitual. Pero lo inevitable, es inevitable, así que no hay fin de semana que no acabe convirtiendo mi casa y mi antaño “mesa de proyectos innombrables por inespecíficos”, en una prolongación de mis desvelos profesionales.


Hace un frio tremendo. A mis pies, cerca del radiador, descansa Dalhman. Las carpetas se acumulan una sobre otra en un complejo equilibrio que amenaza con sembrarlo todo de papel, mientras en la ventana se condensa la humedad de un invierno atronador, y el vaho del que expira no sin cierto cansancio. Paso la mano y no dejo rastro de la frivolidad que, en un ataque pueril, tracé al comenzar la tarde. Siento una envidia tremenda del gato.


Enfrente, se enciende la luz. Carlos, mi vecino, se sienta en su mesa, junto a la ventana. Sus montañas de papel son como las mías, podríamos bautizarlas como ”las colinas del adiós”.  A modo de saludo, levanta la mano con la que sostiene un taza y con la cabeza señala su propia orografía.

Nos espera una mala tarde, o no, ¿Quién sabe? A veces saberse acompañado sin más, incluso en la distancia, siempre es buena cosa.


Ahora necesito un café, escuchar el goteo de la vieja cafetera y recogerme el pelo. Hace frio y “las colinas del adiós” que pueblan mi casa, no se rinden. Berlín tampoco.


lunes, 14 de enero de 2013

ESOS DÍAS



Días en los que uno sólo quiere que le rasquen el hocico, le acaricien el lomo y le digan “No pasa nada, estoy aquí".

Días en los que uno se da cuenta que no tiene hocico, ni lomo y que sí que pasa. 

Días que uno tiene claro que como no se las apañes por sí mismo, lo tiene claro.

Esos días.


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"Sí, he sido mi padre y he sido mi hijo, me he planteado preguntas y las he contestado lo mejor que pude, me he hecho repetir, noche tras noche, la misma historia, que me sabía de memoria sin poder creerla, o nos íbamos, cogidos de la mano, mudos, sumergidos en nuestros mundos, cada uno en sus mundos, con las manos olvidadas, una en la otra. Así he sobrevivido, hasta el presente. Y aún esta noche parece que todo marcha bien, estoy en mis brazos, me sostengo entre mis brazos, sin mucha ternura, pero fielmente, fielmente. Durmamos, como bajo aquella lejana lámpara, agotados, por haber hablado tanto, escuchado tanto, penado tanto, jugado tanto".

                                       -Textos para nada -Samuel Beckett

domingo, 13 de enero de 2013

SINCERAMENTE TUYO



Dar consejo al hombre avisado es superfluo; darlos al ignorante es poca cosa. 
Séneca



“Te voy a ser sincero…” Cuando alguien empieza una conversación de ese modo puedes levantarte y empezar a buscar en la rebotica las mejores tiritas, el mejor anti-inflamatorio, que puedas encontrar porque, a buen seguro, no saldrás indemne de ese pronto que, sin quererlote mostrará una intimidad desnuda, unos pensamientos y unas emociones que quizá preferirías no saber. La sinceridad tiene un doble filo como la más peligrosa de las dagas, y bajo la apariencia de una bondad encomiable se esconde una verdadera trituradora. 


Dudo de la necesidad de ser siempre sincero. La sinceridad debe dosificarse porque, como el mercurio, envenena y pocas veces cura nada. No son pocas las ocasiones en las que me pregunto el motivo por el qué alguien decide desnudarse ante otro sin parapeto, ni para él, ni para el que tiene en frente. La respuesta que casi siempre me he dado ha sido la misma, la necesidad de liberar el peso de su conciencia. Los ataques de sinceridad nunca aparecen de modo espontáneo. Es el reconcome interior que no deja vivir el que suele acabar abocando a confesiones casi siempre perturbadoras.


Por eso, algunas cualidades aparentemente loables del ser humano deben ser usadas con cuidado. Hay algunas sinceridades que no son necesarias o, siéndolo, sus consecuencias van a ser tan catastróficas que bien merecen ser ahogadas con un trago de vodka, un somnífero o una confesión a la nada.