Mostrando entradas con la etiqueta The Smiths. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta The Smiths. Mostrar todas las entradas

martes, 30 de agosto de 2022

BOE PARA DESAYUNAR

 



Existen muchas maneras de vivir al borde del colapso, pero una de ellas puede ser repasando el BOE cada día, antes del primer café, para comprobar las nuevas alegrías legislativas que nos van a ordenar la vida. Por lo general, a la gente le importa poco la ley. Creen poder vivir al margen de ella, sin saber de qué va cada cosa que se va publicando en el boletín oficial, marca un camino del que salirse tiene consecuencias. Pero la gente, por lo general, no sienten que su vida diaria se vea influida por las normas que a marchas forzadas van dibujando nuestro escenario vital. Pero mantenerse en la inopia, como si todo aquello sobre lo que se legisla no tuviera que ver con la vida de cada uno, no hace que las normas, buenas o malas, desaparezcan y sus consecuencias se extienden aun desconociéndolas en absoluto. El sentido común, con el que a veces intentamos dirigir nuestro día a día no es suficiente, la existencia de la norma está ahí para desbarajustar lo que uno pensaba que era correcto o, incluso, incorrecto.
En esta última legislatura (resultado de elecciones del 10 de noviembre de 2019), la producción de normas viene siendo un no parar. Pero producir mucho no quiere decir producir bien. Las normas, más allá de la carga ideológica que se trasluce de cada una de ellas, tienen que estar al servicio del bien común, de todos y cada uno de los ciudadanos a los que les afecta, y que además permita una interpretación clara de la misma. Pero todo eso parece que últimamente no importa. Pedir la existencia de consenso social como parámetro para su elaboración es, en estos momentos, una mera ilusión.  Uno de los mayores exponentes de la mala técnica legislativa que estamos viviendo es la sobreutilización del Decreto Ley. El poder para la creación de normas no corresponde al Gobierno sino al Congreso de los Diputados y solo de manera excepciona y extraordinaria se faculta al Gobierno para dictar normas cuando concurre una circunstancia de extraordinaria y urgente necesidad. Pero lo excepcional se ha convertido en el modo normal y la falta de rigor legislativo, mediante la utilización de una técnica más que deficiente, está dando lugar a verdaderos churros legislativos de los que la ciudadanía no siempre es consciente, salvo cuando se ve directamente afectada por ella y, a veces, ni así.

El BOE, que el personal de a pie apenas lee, recoge las normas que, conociéndose o no, vinculan y obligan. Pero la fábrica de producción no funciona, al menos no funciona bien, por eso es habitual encontrarnos con esperpentos legales de difícil aplicación, imposible interpretación, que en muchas ocasiones conculcan principios y derechos constitucionales de una manera verdaderamente calamitosa. Esperpentos legales a los que se le da mucha publicidad mediante una propaganda extraordinaria, en muchas ocasiones faltando a la verdad,  sin analizar ni el contenido, ni las consecuencias de lo aprobado. Como ejemplo de esto último la que será la ley del "solo sí es sí" con el que el Gobierno se empeña en engañar a la ciudadanía diciendo que por primera vez el consentimiento se vertebra como eje en las relaciones sexuales y en su libertad para decidir, como si ese consentimiento, al que ahora se hace tanto mención, no hubiera estado como hasta ahora cabecera de los delitos contra la libertad sexual cuando eso, en realidad, se encuentra regulado en el Código Penal desde hace ya muchos años.
Por eso, no deja de ser enternecedor, por decirlo de alguna manera, ver las discusiones bizantinas que se establecen a través de las redes sociales cada vez que en los titulares de la prensa aparece anunciada a la publicación de una nueva norma que toca material sensible (libertad sexual, género, feminismo, violencia y maltrato, ocupaciones de viviendas, salarios mínimos, etc.), sin que nadie se la haya leído y, en ocasiones, sin que ni siquiera ha sido aun publicada en el BOE, como es el caso de la famosa ley del "solo sí es sí".
Pero la vida moderna empuja a saber de todo, a discutir de todo, a meterse en jardines desconocidos sobre el que el personal chapotea como gorrino en lodazal. El nuevo divertimento de los adultos con internet consiste en apoyar o denostar, sin fisuras, eso da igual, cualquier norma que toque material sensible, y vomitarlo sin pudor en las redes sociales. Algunos buscan notoriedad; otros que por primera vez alguien les haga caso; y otros desinformar y atocinar a quienes están dispuestos a tragarse cualquier cosa dependiendo del color que lo divulgue. Pero este es el signo de los tiempos. El pensamiento crítico ha muerto.
Vivir de oídas siempre ha sido una manera de vivir, aun a riesgo de que cuando el cocodrilo ya está encima, vengan los lamentos, el colapso retardado, y la existencia del BOE se torne un mal sueño gris y triste como una mañana sin café .





sábado, 4 de enero de 2020

LOST IN TRASLATION



"Si uno no quiere luchar por el bien cuando puede ganar fácilmente sin derramamiento de sangre, si no quiere luchar cuando la victoria es casi segura y no supone demasiado esfuerzo, es posible que llegue el momento en el que se vea obligado a luchar cuando tiene todas las de perder y una posibilidad precaria de supervivencia. Incluso puede pasar algo peor: que uno tenga que luchar cuando no tiene ninguna esperanza de ganar, porque es preferible morir que vivir esclavizados".

Winston Churchill



Que todas las personas no somos iguales, como he dicho en otras ocasiones, es una obviedad que no debería ser necesario remarcar, pero, con los tiempos que corren, es hay que repetirlo, una y otra vez, aunque la voz se canse.
La variedad de posturas e interpretaciones, la posibilidad discrepar, a sostener posiciones distintas es un derecho al que se ataca, por sistema, cuando lo opinado por otro no se ajusta a lo que se quiere, sin tener, en la mayoría de ocasiones, más argumento que el ideológico. 
Tenemos la gran suerte de vivir en democracia, de contar con unos estándares de libertad envidiables, sin perjuicio de que, como todo sistema, sea mejorable. Pero como país tenemos un problema. Arrastramos, como excusa para todo, el pasado de una dictadura que está muerta y enterrada, que se finiquitó para entrar en un nuevo periodo en el que la seguridad, la libertad rigen la vida de todos los ciudadanos. Negar esta realidad, es negar nuestra propia historia. La constante invocación a tiempos pasados, el señalamiento como "franquista" a todo aquel que considera que la mejor manera que funcionar es mediante el sometimiento a las leyes que, no olvidemos son dictadas por los diputados electos, es una auténtica barbaridad y aberración que no puede traer nada bueno. La mayor garantía a nuestros derechos es la existencia de un Estado Democrático, Social y de Derecho, con una auténtica separación de poderes. Y todo eso,a pesar de los que algunos piensen, existe. Los poderes del Estado son tres: El ejecutivo, el legislativo y el judicial. Su independencia es una garantía para todos. Estamos asistiendo a un ataque brutal al poder judicial desde los miembros que conforman los otos dos poderes, algo tan peligroso como poco ponderado. La posibilidad de recurrir a los Tribunales en defensa de los Derechos (los que sean), de recurrir las decisiones que de ellos emanan, es la esencia de nuestros derechos fundamentales. Una salvaguarda que se cuestiona cuando las resoluciones no son del agrado de la ideología del que la recoge. 
Vivimos en un momento social en que las redes sociales se han convertido en altavoces de todo y de todos. Cualquier puede generar opinión, aunque lo haga desde la más profunda de las ignorancias. Vivimos tiempos convulsos desde todos los puntos de vista. La clase política, con sus intrigas y sus intereses particulares, se encuentra alejadísima de los ciudadanos. El todo vale que se viene extendiendo entre los que se deben a los ciudadanos porque lo suyo debe ser el atender al interés público y común, es algo inaceptable. 
Nos queda un recorrido largo y tedioso. El respecto a la norma como garantía de convivencia debe generar confianza y todos los poderes del Estado deberían trabajar por su respeto y reconocimiento. Denostar las instituciones por desconocimiento, por intentar hacer valer una posición sobre la otra, por ideología, o por la simple maldad de confrontar a unos contra otros, es un mal camino que una vez se empieza a recorrer no tiene marcha atrás.  Vivir bajo el manto de la norma, aprobada por Parlamentos democráticos, en los que cabe la discrepancia desde la legalidad, es un bien más que preciado por el que todos deberíamos sacar la cara. Las alusiones a componentes franquistas en las instituciones y en la legislación, cuando desde el año 78 vivimos en democracia, es el mayor insulto que podemos recibir todos como miembros de la sociedad en la que vivimos. Pero en estos tiempos, de eslóganes facilones y biensonantes, requieren de fortaleza, de repetir hasta la saciedad que vivimos en democracia, que las leyes son de todos y que, si no nos gusta, o no nos hacen servicio, debemos cambiarlas por los cauces legales. Que el derecho a discrepar se ejercita en las urnas mediante la aplicación de la reglas del juego votadas entre todos, que la protección de nuestros Derechos, en última instancia, la tienen los Tribunales y que ya viene siendo hora que los políticos, esos que aspiran a estar en el Congreso para dirigir a este país, se formen y, sobre todo, aprendan a respetar no solo a la institución que representan, sino a sus propios ciudadanos, a los que  les votan, pero sobre todo a los que no lo hacen porque, ellos, pese a las siglas que defienden, se deben a todos y cada uno de los ciudadanos de este país. Deben empezar por no mentir, por respectar y creer en las instituciones y en los Derechos que a todos nos asisten. Todo eso, a fecha día de hoy, no es moco de pavo.



lunes, 21 de abril de 2014

ORO PARECE, PLATA NO ES.


"¿A qué juega con ese numerito de sueco depresivo?"

Escucho el disgusto de alguien que me llama, aunque estoy de vacaciones, pero la tecnología nos vuelve esclavos y aunque yo sigo con un teléfono antediluviano que hace las gracias de niños y adolescentes, esta reliquia ha conseguido aislarme de la mitad del mundo, aunque de vez en cuando aún suena. El monólogo que me vomitan podría formar parte de una saga de culebrón, pero escucho y callo, quien llama sólo precisa ser escuchado, desaguarse sobre lo injusta, insensible y poco delicada que es la vida, tal y como dice. Cuelgo después de un rato con la sola idea de ir a tomarme un fino para desencallarme y para que la verborrea, necesitada y galopante, que acabo de recibir no me confunda. La vida no es ni justa, ni sensible, ni delicada, eso son características solo imputables a los que andamos sobre dos piernas y casi siempre confundimos unas con otras.

El disgusto de quien llama no busca una solución (que por otro lado no tengo), sino poder desembarazarse y, como diría aquel, hacer un “pasa la cabra”. La charla, por llamarla de algún modo, me deja con cierto escozor en la lengua y por eso, mientras me arremango porque no soporto más este calor, tomo cuatro notas sobre lo que me pasa por la cabeza: sobre la sensibilidad, sobre la delicadeza.

Caminar por la superficie de las cosas, sin embarrarse en nada, lleva en la mayoría de ocasiones a confundirse en lo esencial. Por eso no es nada extraño que aquellos que andan pasando de puntillas por la vida de los demás, con cuatro ideas confusas, terminen con un lío monumental entre lo que son o quieren ser y cómo actúan. Supongo que es por eso que confunden la delicadeza con la sensibilidad y viceversa. Dos cuestiones que nada tienen que ver la una con la otra, se miren por dónde se miren.

“Delicadeza” y “sensibilidad” son dos términos blandos que algunos creen intercambiables porque piensan que la primera, la delicadeza, es la consecuencia inmediata de la segunda, la sensibilidad. Y nada más lejos de la realidad. Llorar ante unos fotogramas del cine, pintar con una dulzura extrema, tocar los acordes más tristes del mundo, escribir las más tiernas palabras, no convierten a nadie en nada, ni mucho menos en una persona delicada.

La capacidad de reaccionar a muy pequeñas cosas, de dejarse llevar por estados de emotivos (casi siempre de poco calado), sería la definición más cruenta de la sensibilidad, y remarco lo de cruenta porque es a esa a la que me refiero. Y es precisamente ese sensible dejarse ir (manifiestamente compulsivo), lo que lleva a los que gestionan de un modo nefasto su sensibilidad, a una absoluta falta de delicadeza, es decir, a una total falta de atención y miramiento para con otros, convirtiéndose por arte de birlibirloque en un mal aliado de la discreción y la empatía.

La delicadeza es un modo de hacer en el que la sensibilidad casi nunca tiene nada que ver.



martes, 15 de abril de 2014

ARENA


“Las traiciones durante la guerra resultan infantiles
 comparadas con nuestras traiciones en tiempos de paz.
 Los amantes, primero se muestran nerviosos y tiernos
 hasta que lo hacen todo añicos, porque el corazón es un órgano de fuego.”


Tal vez fuera en abril, aunque puede que fuera en julio, o tal vez en septiembre.  Creímos que el mundo estaba a punto de explotar.  Y explotó.  El tiempo lo ha ido desdibujando todo y apenas puedo precisar lo sucedido entonces, solo que la vida viró en sentido inverso a su giro natural. 
Aunque ahora no tiene la menor importancia, sólo me preocupa que el paso de los días me deje sin algunos de los recuerdos que quiero creer que valieron la pena. 

En mi cuaderno de bitácora solo queda un borrón, algo de arena tibia y debajo no puedo asegurar que esté tu nombre, un nombre que en realidad ni tan solo soy capaz de recordar, pero que aun sé que existe.


jueves, 6 de junio de 2013

DE MULTAS Y MERLUZOS


Si por cada idea peregrina que se apunta por ahí me dieran un euro, o incluso un céntimo de euro, a estas horas puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que mi cuenta bancaria estaría más saneada que las arcas de Bill Gates.

La última no tiene desperdicio: El Estado, papá Estado, está pensando en multar a los padre de aquellas criaturas que, por su estúpida manera de entender el ocio, caigan en coma etílico en más de una ocasión.

No seré yo quien se meta en el jardín de discutir si estamos ante una sociedad excesivamente permisiva con nuestros jóvenes, si el ejercicio de la responsabilidad parental está más que descafeinado, en algunos casos. Y digo que no seré yo quien lo haga porque la cuestión tiene la suficiente enjundia como para un estudio antropológico que se escapa de las bondades de un texto simple como éste.

Pero, vuelvo a lo anterior y a las extravagantes ideas de quienes nos gobiernan. Hasta donde yo sé, que puede que no sea mucho, cada uno somos responsables de nuestros actos, sea uno mayor de edad o no, salvo que sea un inimputable o carezca de capacidad de discernimiento y/o control de sus capacidades volitivas y cognoscitivas.

Esta idea de la propia responsabilidad, que entronca con la de la libertad de actuación de cada uno, se recoge ya en cualquier ordenamiento jurídico moderno, y, lo que me parece casi tan importante como lo anterior, en toda cabeza en la que rija un mínimo de cordura.

Me explico acudiendo, a modo de ejemplo, al sistema penal de menores (ese dirigido a castigar al autor de un hecho malicioso, a reparar a la víctima y a prevenir, mediante el ejemplo, que puedan sucederse nuevos hechos como el llevado a cabo por el autor de la fechoría penal). Cuando un niño (siempre y cuando haya alcanzado los 14 años de edad, en caso contrario, no es responsable penalmente), comete un acto que por su naturaleza se puede considerar una infracción penal, es él y solamente él, el que personalmente responde por el mal causado. Es cierto que la responsabilidad civil (indemnizar, restituir o reponer) que se derive de esos hechos se traslada a sus padres por mandato de la Ley, de manera que son los adultos, responsables de ese menor, quienes responden de las consecuencias dañinas que han ocasionado los hijos que están bajo su responsabilidad parental (la famosa patria potestad).


Sin embargo, responder civilmente del mal causado por un tercero, no es lo mismo que el castigo –personal o económico- por la infracción cometida por ese tercero. En el ejemplo que ponemos, el del menor de edad tampoco. Así, si un niño mata a una persona, no serán sus padres quienes terminen internados en un centro por la muerte causada por su hijo; y tampoco serán los padres quienes queden bajo una libertad vigilada o realizando trabajos en beneficio de la comunidad, ni recibirán la amonestación del Fiscal de menores si el niño en cuestión provoca cuantiosos daños en el mobiliario urbano tras una trifulca. No. Será el menor quien cumpla con el “castigo” que judicialmente se le imponga, aunque sean sus padre quienes, como he dicho, se vean obligados desde el punto de vista civil.



Pero vuelvo a lo de los comas etílicos. Si un menor, por el motivo que sea (y que en estos momentos no me interesan para nada), bebe hasta colocarse al borde de la muerte, no son sus padres quienes deben ser sancionados mediante multas económicas. La actuación que debe llevarse a cabo, si es que el Estado debe llevar a cabo alguna, es prevenir, junto con la familia (que es, o debería ser, el verdadero valedor y referente educativo del menor) para que ello no vuelva a suceder. Multar a unos padres, que mucho o poco saben de lo que sus hijos hacen cuando salen de casa, que mucho o poco atienden a sus hijos y se preocupan de sus cosas, no tiene ningún sentido si no es el del maldito ánimo recaudatorio de papá Estado.

A mi parecer, la única medida que cabe en estos caso, salvo la preventiva y, si se quiere, la posteriormente reeducativa de estos chavales que no saben que juegan con fuego cuando se amorran al cuello de una botella, no es otra que la de hacer que el menor, de un modo u otro, tome conciencia de la situación de riesgo en la que se ha colocado, de lo inadecuado de ello y que sus padres (sin perjuicio de que después repitan contra su propio retoño, que es lo que realmente debería ser), como responsables de su hijo que son, cubran el coste sanitario que ha provocado que una tarde o una noche de juerga su hijo se pusiera a beber como un merluzo hasta perder el sentido y acabar en un box de urgencias.

El resto: las multas, un auténtico despropósito y mi hucha imaginaria engordando día a día.



domingo, 27 de enero de 2013

AGUA SALADA


Cuando encuentro escritas por ahí las cosas que pienso y que otro, cien millones de veces mejor yo, sabe como decirlo, me maravillo, no por la habilidad de ese otro que ya sé que yo no tengo, sino porque dejo de sentirme una gota de agua salada.

Una súbita y luminosa idea: Las mejores amistades, las más duraderas se basan en la admiración. Ese es el sentimiento fundamental que relaciona dos personas durante un prolongado período de tiempo. Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo. Esa admiración lo ennoblece, lo realza ante tus ojos, lo eleva a una posición que a tu juicio, es superior a la tuya. Y si esa persona también te admira a ti -y por tanto te ennoblece, te realza, te eleva a una posición que considera superior a la suya-, entonces os encontráis en condiciones de absoluta igualdad. Ambos dáis más de lo que recibís, los dos recibís más de lo que dáis, y en la reciprocidad de ese intercambio, florece la amistad.

No sólo hay que cultivarse el trato con los amigos, también hay que cultivar su amistad dentro de uno mismo: conservarla con esmero, cuidarla, regarla.

Siempre perdemos la amistad de aquellos que pierden nuestra estima.