martes, 31 de diciembre de 2019

LA VIE EN ROSE





Este texto no contiene nada excepcional. En realidad, ninguno de los que por aquí se publican lo tiene. Pero con éste, por ser el último del año, debería de haberme esforzado un poco para intentar cerrar el ciclo con algo que estuviera bien. 
Me gusta cerrar las cosas de la mejor manera posible, aunque no siempre es posible por mucho empeño que se le ponga. Nadie está a salvo de cierres estrepitosos, escandalosos, poco adecuados, precipitados, en exceso desnortados. Pero, aunque la realidad sea tozuda y con cierta tendencia a desmadrarse, intentar evitar los cierres desairados nunca está de más aunque para ello haya que retorcer la fortuna hasta extremos casi calamitosos. Me gustan las cosas que acaban bien, los finales afortunados que dejan de lado la mala leche; los finales que suavizan los fracasos anunciados y que se alejan del resentimiento que, en el peor de los casos, deja la decepción.  
Pero este año acaba mal. Socialmente mal, políticamente fatal y humanamente bastante regulero. El desliz que supone el fin de año se convierte, por pura necesidad, en una partícula de mínima esperanza en un mañana que se adivina espeso y distante. Sin embargo, toca despedirse del puñado de días que nos ha traído hasta aquí, en la confianza de que la vida seguirá fluyendo, con la esperanza de que no nos castigará demasiado por lo imbéciles que somos a veces, y acariciando el íntimo deseo de que los días que tienen que venir sean lo suficientemente amables como para que cuando vuelvan, en forma de recuerdo, nos hagan sonreír.

Feliz año nuevo.





domingo, 29 de diciembre de 2019

EL EFECTO MARIPOSA


De hecho cualquier experiencia es infinitamente rica y profunda. Tenemos la sensación de que es intrínsecamente significativa porque podemos reflexionar sobre ella; pero la reflexión misma nos muestra que es infinitamente variada en su significado.


Nostalgia por lo particular. Iris Murdoch






Bastó que cerraras los ojos, un poco más fuerte de lo normal para que dentro de mí, a cientos de kilómetros, se desatara una tormenta difícil de explicar. Pero eso lo sé ahora, cuando pasó, no sabía nada. Solo sentí que en mi interior se abría una grieta producto de lo que ya había bautizado como un inespecífico ataque de melancolía, que siempre llega a destiempo y en el peor momento. Después supe que en el preciso instante que todo aquello pasaba, lidiabas una de las peores batallas. Y la librabas tan lejos de aquí, tan lejos de mí, que la vida se me desplomó a los pies, una vez más. Como una reacción en cadena, tu dolor,  creó una enorme borrasca que nos cubrió a la vez, sin que ninguno de los dos lo supiéramos. Desde el sofá miro a mi mujer que mata el tiempo viendo la televisión. Hacer ver que no sabe que me estoy quebrando por dentro, aunque el gesto de su boca, su silencio pesaroso, la delata. Ella es mi esposa, la quiero, y seguiremos juntos hasta que la muerte me lleve, pero poco puede hacer. A veces me siento un tramposo porque le escatimo una parte de mí que nunca podré entregarle, que nunca querré entregarle, porque ni siquiera ya me pertenece a mí mismo. Ella, que guarda sus propios secretos, se aleja con cautela para evitar que uno y otro caigamos en la brecha que a veces se abre entre nosotros. Hace ya años decidí tomar un camino en el que no tenías cabida, pero, aun así, a veces, sin saber el motivo, basta el aleteo de un insecto para sumirme en un estado de añoranza y no puedo evitar buscarte, observarte de lejos, sin dejar acercarme nunca. Es el efecto mariposa.




jueves, 26 de diciembre de 2019

SIN SOMBRERO


Las personas están atrapadas en la historia y la historia está atrapada en ellas.

James A. Baldwin




Hace algún tiempo apareció en la puerta de casa un tipo al que no conocía y al que tampoco esperaba. Llamó con insistencia y al abrir, sin darme tiempo a nada, me tendió una tarjeta de presentación. La cogí de manera automática, sin reparar en lo que me tendía. La intenté leer, entretanto hablaba sin parar: Onésimo Percentil, Representante de "OPC Enterprise". Tan pronto la leí, la cogió y la guardó en el bolsillo de su gabán. Le miré de la cabeza a los pies, mientras se deshacía en un discurso que yo no escuchaba. Vestía un tanto raído, con unas bolsas enormes enmarcándole las rodillas y un sombrero ajado en la mano derecha, pero los zapatos, desencajando del conjunto, relucían de una manera particular. Ningún dejado gasta su tiempo en lustrarse los zapatos. Me vino esa idea y fue como si un interruptor se encendiera en mi cabeza. Empecé a escucharle y, aunque parecía que me había perdido la primera parte en la que explicaba qué era eso de "OPC Enterprise", la historia de cómo había llegado a Barcelona en el 56 a lomos de un burro me pareció espectacular. Le dejé pasar. Entró en el comedor con un maletín enorme que subió a la mesa con gran trabajo mientras yo temía que se partiera por la mitad por el esfuerzo. Repartió unas cuantas cajas ahora ya en un silencio sepulcral. Cada vez que dejaba una, apoyaba las manos sobre ella con una delicadeza que no dejaba de llamar la atención. Me invitó a elegir una. Siguiendo el juego en el que había entrado sin querer, escogí la primera que había colocado, esperando que dijera alguna cosa. Pero no fue así. Recogió las desechadas, la colocó nuevamente en la maleta, cogió el sombrero de la silla en que lo había dejado y con un golpe de tacón, tan trasnochado como el aspecto de su gabardina, salió de casa dejando la tarjeta sobre la consola de la entrada. Sin salir de mi asombro, estuve mirando la caja durante unos minutos. Pensé en abrirla hasta que escuché el sonido de la cadena del baño de mi vecino que me devolvió a la realidad después de aquella situación tan extraña. Cogí la caja sin saber qué hacer con ella. ¿Cómo se me había ocurrido la chaladura de dejar entrar en casa a aquel tipo y de aceptar que dejara aquello que a saber qué contenía? Igual había una bomba, o el trozo putrefacto de una mano. Nada bueno podía haber, o sí, a saber, pero no iba a correr el riesgo. Me puse el abrigo sobre el pijama, coloqué la caja en la cesta de la compra y la bajé al contenedor. Al subir, vi la tarjeta y la leí de nuevo. Onésimo Percentil, parecía un nombre sacado de una película de los años cuarenta aunque el tipo también lo parecía. No había ningún teléfono, ni dirección postal, ni correo electrónico. La pegué en la puerta del frigorífico y la remiré. Bajé de nuevo a la calle, la caja seguía junto al contenedor. La recuperé y allí mismo, asumiendo el riesgo a morir despedazada, la abrí. Nada, dentro no había nada, pero a mí, sin quererlo, ya me había atrapado. Me pasé las siguientes semanas buceando por Internet intentando saber algo de aquel tipo y de aquella "enterprise". No tuve éxito.



viernes, 20 de diciembre de 2019

OJALÁ



"El mundo está más loco de lo que creemos, y todavía más. Incorregiblemente diverso".

Snow, Louis MacNice





Me voy. Quisiera que tuvieras algo a lo que recurrir mientras no estoy. Una idea loca, como todo lo que tiene que ver con lo que no se toca. No te echaré de menos, o puede que sí. Nunca sé demasiado bien qué es lo que hará que se me desencadenen las ganas de verte, de saber de ti; de la misma manera que tampoco sé demasiado bien cómo puede ser que pasen días, semanas, a veces incluso meses, en los que nada te traiga por aquí, a revolverte entre los recovecos más oscuros que tengo por dentro.
Me voy, como me he ido otras veces, sabiendo que uno nunca termina de irse del todo cuando cualquier cosa te lleva allí donde crees que el otro habita. 
Te deseo lo mejor, si hay algo que sea mejor. Y ojalá, todo aquello que deseas no llegue nunca a cumplirse del todo. No hay nada más tremendo que descubrir que ya no queda nada por descubrir, nada por conquistar, nada por lo que pensar que vale la pena seguir ahí, tirando de un hilo invisible que se enreda y se tensa para alejarte tanto como te acerca.
Y ojalá, que mientras pueda respirar, mientras mantenga la capacidad recordar, sea capaz de pensar que, en algún sitio, no sé en cual, tienes un hueco en el que descansar de todo y de todos, reposar sin tener que fingir nada. Ser tú mismo, con lo peor y lo mejor. Y ojalá, si la vida lo quiere, seas medianamente feliz.



domingo, 15 de diciembre de 2019

INCONSCIENCIA



—Es una difícil pregunta, pero se la contesto. Siempre he pensado que, 
cuando oscurece todos necesitamos a alguien.

Enrique Vila-Matas. Dublinesca.





Me despierto con vértigo y el sabor áspero de un aliento que no es el mío. Los sueños son libres y se pueblan de personajes extraños construidos en la duermevela. Se me aturde el cuerpo y una ráfaga de imágenes, que mezclan realidad con una insana invención, pasan tan rápido que es imposible retenerlas y colocarlas en ningún sitio. Las veo y las olvido con la misma rapidez, no hay ningún sitio en el que colocarlas. Me paso media mañana persiguiendo lo que es ya una alucinación que ha ido perdiendo fuerza con la salida del sol. Pero no puedo, solo retengo una sensación y me pregunto ¿a qué viene todo eso ahora? ¿Cuánto tiempo es preciso para sepultar un recuerdo? ¿De qué se alimentan la inconsciencia para llevarnos, cuando no controlamos nada, allí donde nunca se estuvo? 




jueves, 12 de diciembre de 2019

PSEUDOESTETAS


"Hoy, el gusto por el defecto es tal que sólo parecen geniales las imperfecciones y sobre todo la fealdad. Cuando una Venus se parece a un sapo, los seudoestetas contemporáneos exclaman: ¡Es fuerte, es humano!".

Salvador Dalí




En esta ciudad se va perdiendo todo. Ya no solo no se cuida a la gente sino tampoco el entorno. La fealdad como lema se impone a fuerza de patadas hacia delante y mollera corta. Nada se cuida, todo se pudre. Hasta lo más pequeño y lo más banal se ha convertido en un corcho insensible que soporta la falta de sentido común, intentando no hundirse mientras unos cuantos la empujan hacia el fondo. Pararse en cualquier esquina, mirar alrededor e intuir que por detrás de la runa, de lo global, de los cientos de carteles y pintadas que disfrazan cualquier rincón, se esconde algo apetecible, interesante, ligeramente magnífico. Pero lo feo lo tapa todo. Ya no nos pertenece nada, ya no nos representa nada. Ni las avenidas, ni la callejuelas, ni el rincón que amaga una fuente que hace cien años ya estaba allí. Nada, lo hemos ido perdiendo todo a golpe de convertir la ciudad en un escaparate hortera que se estropea, más a un si cabe, a mano de los que son incapaces de respetar lo común, lo propio. Pintamonas de salón.  Apostarse en una acera, ver la vida pasar y anotar, para que no quede duda, que algún día alguien tendrá que explicar que ésto era otra cosa y no lo que ahora vemos.









domingo, 8 de diciembre de 2019

PETARDEAR





“Cuando a un hombre la vida le resulta tolerable sólo si permanece en la superficie de sí mismo, es natural que se sienta satisfecho obteniendo esa misma superficie de los demás. Tiene que responder pocas demandas y no necesita comprometerse".
Paul Auster




Veo las noticias desde el sofá, con una indolencia absoluta, y el brazo en cabestrillo desde hace tres semanas. Aparece la niña en el televisor, chasco la lengua. ¡Qué pena da todo! Me rasco la cabeza como puedo. Hace un par de horas, Jaime se tapaba los oídos con desesperación, el ruido es demasiado para él. Se activa por la escandalera de una sencilla comida familiar, saltando sin control y golpeando a patada limpia la silla de su prima. Vuelvo a la televisión, la capucha que le tapa la cabeza no es suficiente para protegerla de la exposición a la que está sometida y que, mal que nos pese, no acabará bien. Cierro el televisor y enmudezco las noticias de puro hastío.  No es que no me interese la ecología, ni el cambio climático, ni el maltrato que sufren las mujeres, ni todas esas cosas por las que hoy en día hay que posicionarse, con grandes aspavientos mediáticos, si no se quiere ser tildado de no sé cuantas cosas. La última con la que me han coronaron es la de transfóbica. Es lo que tienen las redes sociales, que se está expuesto a que cualquiera, sin tener ni idea de quién o qué eres, te califique y te señale con el dedo para ponerte en una  falsa evidencia que te importa un carajo. 
Cada vez me importan menos cosas, pero las cosas que me importan me importan mucho. Creo que hace demasiado que vengo repitiéndolo como si se tratara de un mantra, pero ahora ya es una realidad absoluta. Por eso me importa un comino el pensamiento único, los malhumorados, los necios, los bienqueda, la equidistancia y toda esa sarta de productos reciclados que intentan colocarte a la que te descuidas. Por el contrario, algunas cosas me importan mucho, muchísimo, tanto que muchas veces me quitan el sueño. Me importa Jaime, y que crezca feliz; me importa mi madre a la que en plena vejez se le han muerto sus dos mejores amigas dejándola más sola que nunca; me importa mi familia; mi trabajo; mi parcela de intimidad que cultivo con esmero; y mi capacidad para echarme a la espalda lo que nada me aporta y olvidarlo con facilidad. Por eso, sin mayores pretensiones voy a sacar a pasear al perro con los auriculares puestos y Sophie Auster por compañía, y el brazo en cabestrillo, que es lo que se lleva ahora.




martes, 3 de diciembre de 2019

CALCETINES



Wiktor: ¿Puedes explicar por qué no viniste ese día?
Zula: Sentí que fallaríamos. Quiero decir, no es que no podamos escapar... Pero es algo sobre mí… que soy peor.
Wiktor: ¿Cómo es "peor"?
Zula: Peor que tú... No es lo peor en absoluto. Sabes a lo que me refiero.
Wiktor: Yo no. Sé que el amor es el amor, eso es todo.
Zula: Yo sé una cosa… No huiría sin ti… No camines más lejos.

Cold War




Al salir a la calle me cruzo con un tipo al que creo reconocer. Camina rápido y solo llego a verle, de una manera clara, la espalda. Lleva un paso rápido  y un movimiento de brazos tan particular que, por un instante, tengo la tentación de salir corriendo detrás para alcanzarle y salir de la duda que ahora, parada en mitad de la acera, sé que no voy a resolver. En pocos los segundos me he perdido por dentro y, sin apenas darme cuenta, he retrocedido tanto tiempo atrás que, al volver de nuevo a este momento, siendo un poco de vértigo.  Y me doy cuenta de que llevo parada más tiempo del que puede parecer normal y me extraño de que nadie se haya tropezado con el pasmarote en el que me he convertido por unos momentos. Camino con la cabeza a demasiados kilómetros de aquí, preguntándome qué habrá sido de su vida. Pero no hay ataque de melancolía que resista demasiado tiempo y pienso, casi como el que no quiere la cosa, que a estas alturas ya no le debe quedar flequillo que le cubra los ojos, ni coplas enquistadas tan dentro que aparecen cuando uno ya no puede con la vida. Pero ni su vida, ni la mía, ni la de nadie, resisten el paso del tiempo. Como tampoco lo resisten los recuerdos, ni el devastador sentimiento de la pérdida absurda. La vida sigue, aunque al final, de vez en cuando, el gesto de un desconocido te dé la vuelta como un calcetín y acabes con la absurda certeza de que en algún sitio, en ese mismo momento, alguien se está acordando de ti.









domingo, 1 de diciembre de 2019

LETRAHERIDOS



«Cuando intentas evitar algo, es precisamente este esfuerzo lo que te ayuda a hacerle frente. Sé valiente, Manuela. Lo primero que ve es la reverberación de la brasa, y una voluta de humo, que se enrosca y se pierde en la noche».

Melania G. Mazzucco. Limbo






Cada dos años emprendo una campaña que va destinada a deshacerme de aquellas cosas que acumulo y que durante ese tiempo no han salido del lugar en el que fueron confinadas. La tendencia a la acumulación solo se cura haciendo un esfuerzo, casi infinito, por corregirla. Desprenderse a veces duele, pero no es peor a que te parte un rayo, o que se hunda el suelo del apartamento. Vivir en una casa pequeña siempre es una ayuda a la hora de emprender la batalla del “menos es más”. Pero hay algo de lo que deshacerse es difícil, los libros. En casa se acumulan por todas partes, en las mesas, las estanterías, los armarios, la cocina, el baño y por pilas en el suelo del salón y de las habitaciones.
A veces, casi sin querer, aparece un amontonamiento de difícil equilibrio que rellena el poco parquet que queda al aire. Cruzar por su lado, para correr la cortina que nos protege del vecino cotilla, es una actividad de riesgo que puede terminar en derrumbe. Pero, aun así, no pasa una semana sin que lleguen a casa ejemplares recién descubiertos, recomendados, reciclados, regalados, abandonados por otros. La invasión es casi total y la falta de afición al libro digital solo ha venido a complicar, en extremo, la cabida en casa. Pero reunir libros no siempre implica leerlos y aunque en casa se lee, se lee como se puede y donde uno puede, no todo puede permanecer aquí porque atravesar el recibidor para llegar hasta al sofá puede ser lo más parecido a cruzar una pista americana. Por eso ha sido necesario llegar a un acuerdo, establecer unas normas que nos salve del aplastamiento y de la confusión. Desde hace un tiempo, todos aquellos que no nos han gustado, que nos han regalado y que jamás leeremos, van directamente a la tienda de segunda mano. Ellos hacen negocio y aquí ganamos espacio. Aun así, estamos a un metro cuadrado de ser devorados sin solución. 
Somos letraheridos melancólicos que buscan en las palabras, en los universos ajenos, el nuestro propio. El colapso asoma la patita y algo habrá que hacer, la política del "entra uno sale otro" no funciona, el desalojo no se produce nunca. Porque mientras intentamos formar la columna de los que deben partir, siempre llega una mano que lo rescata recordando que ahí, en no sé en qué página, había un párrafo maravilloso que poco importa qué. 
Ahora, desde mi mesa de trabajo, contemplo la pila que cubre la esquina izquierda. Es lo que espera ser leído, lo que se leerá cuando se pueda y cómo se pueda, y que una vez leído quedará reposando en otra pila, junto a la estantería ya llena, esperando su salvoconducto que, como casi siempre, llegará, al menos por un tiempo, salvo que antes explotemos y ésto ya no lo salve ni Dios.



domingo, 24 de noviembre de 2019

ANDRÓMEDA



«El agujero parecía actuar como un telescopio, 
enmarcando y aumentado el entramado cegador de las estrellas»

Lucia Berlin, Bienvenida a casa






Aquel día estuvo lloviendo sin parar. Las alcantarillas, aunque intentaban tragar todo lo que caía, no daban abasto y la calle se había convertido en un riachuelo que arrastraba las hojas que la lluvia, de manera inclemente, descuajaba de las ramas. Me había quedado sin café y aunque el mundo no iba a acabarse por eso, tampoco un otoño virado iba a impedir que me acercara al colmado de la calle Mayor a por un paquete. Caminé sujetando con fuerza el paraguas, crucé la avenida y tomé un desvío para acortar. Recordé la primera vez que llegué a aquella ciudad, también llovía, pero entonces el frío, que provenía de la bahía, era atroz.
La tienda se encontraba al final de la calle principal, alguien la había bautizado como la calle Mayor aunque, en realidad, tenía un número como todas las de allí. De inicio me pareció impersonal, pero después de tres años allí, con sus inviernos  eternos y sus inexistentes veranos, ya me había acostumbrado. La 4th me parecía tan encantadora como la calle Argentería; y la 8th, tan desangelada como el mismísimo infierno.
Recorrí la calle provocando pequeños maremotos al intentar sortear los charcos que me iba encontrando. Pisé con fuerza y levanté el agua de la acera, mojándome, más sí cabía, el bajo de los pantalones. No había nadie en la calle. Las ventanas de los edificios arrojaban un poco de luz en una tarde tan oscura como triste. Recorrí los últimos metros, con el abrigo calado y la intuición de que había salido para nada.  Un par de automóviles cruzaron la calzada sin prisa. Doble la esquina, mientras la tormenta empezaba a disiparse y me llegaba el sonido metálico del cierre de una persiana. Aun así, me acerqué sabiendo que era para nada. Demasiado tarde. Volví sobre mis pasos, dejando que las zapatillas salpicaran cuanto quisieran. Se me había tirado la tarde encima y tenía que desandar el camino para volver a casa. 
Había parado de llover, la calle olía asfalto y una ventana arrojaba un blues de Mavis Staples, algo extraño en mitad de aquella ciudad tan lejana.



domingo, 17 de noviembre de 2019

ARRENDAJOS



«Sigo esperando reunir ánimos para escribirte una carta y no llegan, así que sólo te diré que estupendo recibir tu deliciosa carta, saber de tu cumpleaños feliz y de los pájaros, y (¡mierda!) de Nuevo México, suena fenomenal, en todo caso».

Bienvenida a casa. Lucia Berlin







La infancia se dividía entre sus extraordinarios ojos de color aguamarina y los míos de un corriente color pardo. Apostábamos sobre el tiempo que éramos capaces de mantenerlos abiertos sin parpadear. Los suyos, quebradizos frente al sol de agosto, se rendían al filo de la luz recién estrenada de la tarde y los míos, corrientes como la misma tarde, aguantaban hasta que por cansancio los cerraba.  Nos tumbábamos de espaldas, sobre la hierba quemada de final de agosto y esperábamos, quietas, inmóviles, hasta que aparecía la estela de un avión y empezábamos a gritar, agitando los brazos como si de esa manera, los que andaban por allí arriba nos pudieran ver. Inventábamos historias que dependían del trazo que dejaban impreso en el cielo y nos revolvíamos sacudiendo el deseo que bullía por dentro de que, desde aquel enorme bulto de acero, cayera algo sorprendente y maravilloso. Inventábamos sobre cómo se sostenían en el aire, sobre como aterrizaban sobre el mar, mientras asegurábamos con rotundidad que los más grandes venían de América y otros, los más pequeños, venían de San Sebastián. Nunca habíamos montado en uno, ni siquiera lo habíamos visto de cerca, pero ahí estaban, cada tarde sobre las seis, cruzando el cielo para que nosotras pudiéramos gritarles, hasta casi desfallecer, para llamar su atención tan lejana, tan indiferente. 
A la caída del sol, volvíamos a casa, afónicas, rendidas, y entrábamos a la casa descalzas, cruzando el patio casi a hurtadillas para escondernos de la abuela y sus pastillas de potasa contra la afonía. 
Esta tarde, desde la ventana, he visto un avión. Ya no queda nada de todo aquello, ni la era, ni la higuera que marcaba el límite de nuestros veranos, ni las estelas en algodón. Entonces no sabíamos que las ventanas de los aviones estaban selladas, ni que los arrendajos no volverían jamás







domingo, 10 de noviembre de 2019

LA PESTE




"Las tragedias griegas contienen un germen de grandezae enel que millones de seres humanos, sin importar su condición, se reconocen a lo largo de los siglos".

Andrés Trapiello. Negocios pendientes





Si alguien cree que lo que está sucediendo en Cataluña es una situación aislada, que no puede reproducirse en ningún otro lugar del país, va listo. Alguien puede pensar que la “revuelta” contra el Estado, como la que se está viviendo, es algo ligado al concepto de nación, a los falsamente denominados rasgos diferenciales que unos creen tener frente a otros, y que les convierten en seres superiores con respecto de los demás, pero no. Lo que está sucediendo tiene muy poco que ver con la existencia real de diferencias, que puede que las haya, igual que un señor de Barcelona las tiene con uno de Torelló, o una señora de Viladecans con otra de Matadepera. El problema catalán, como algunos le llaman, es meramente económico y de poder, con un trasfondo clasista, xenófobo que se evidencia a cada paso que da. 
Los dirigentes políticos de la derecha catalana más rancia se vistieron los ropajes del ultraje y el ninguneo del Estado para cubrir el constante robo al que tienen sometido a sus ciudadanos. Pujol, como Presidente de la Generalitat, junto con su familia es, con diferencia, el ejemplo del político ladrón que esconde su desfachatez y comportamiento criminal bajo los sentimientos enfermizos del fanatismo regional que consigue, de manera incomprensible, engatusar a la gente que le sigue incondicionalmente y sin cuestionar nada, como aquellos ratones que, encantados por el sonido de la flauta del de Hamelín, acababan ahogados en el río.

En estos momentos confluyen en Cataluña dos realidades bien diferenciadas, las de aquellos ciudadanos de los ocho apellidos y posición económica desahogada y la de los García y Pérez de toda la vida, que quieren hacerse perdonar la falta de pedigrí que consideran fundamental y que pretenden que les distinga de otros a los que desprecian desde la tozuda realidad que les aplasta de ser despreciados por los primeros. Y ambas realidades cierran el circulo de la misma necedad, absurda y peligrosa, que supone el supremacismo que defienden. Estas dos realidades se funden en una sola cuando apoyan lo más retrogrado que hoy en día podemos encontrar en Europa, esto es el nacionalismo más excluyente. 
La ensoñación de unos cuantos contra la realidad de otros muchos es la distancia con la que se acabará midiendo el desastre al que al que nos vamos acercando peligrosamente. 

Nadie, en un país que anda a la deriva, está a salvo de caer en manos de una “revolución” que tienden a replegarse y a la eliminación, social y física si es preciso, del vecino de enfrente al que considera menos que él. La cruzada que se han iniciado en Cataluña por los independentistas, con el apoyo de aquellos que viéndolo de lejos quieren sacar rédito del demérito que supone el nacionalismo, es tan viejo como lo de azuzar el árbol para que otro recoja las nueces. Una deriva inconsciente y resbaladiza. Pero hay parte de la sociedad que anda ciega y sorda, a la que es sencillo engañar con cuatro conceptos intrínsecamente buenos, maleados hasta el hartazgo, para conseguir que se sumen a una causa que solo conlleva un retroceso no solo en lo social y lo económico, sino también en cuanto a seguridad y libertad, así como la perdida progresiva todos aquellos los Derechos Fundamentales que tenemos en este momento. 

Cataluña solo es el laboratorio de pruebas, la peste se extiende mucho más rápido de lo que algunos quieren ver.



domingo, 3 de noviembre de 2019

HACERSE UN TINDER

"Cariño, ¿tú te has hecho un dedo últimamente?"
Paquita Salas




Mi amiga Clara, 46 años, divorciada, dos hijas preadolescentes y una cuenta de Tinder. Hasta ahí todo bien o, por si acaso, medianamente bien. Una noche de tantas, después de dejar a las criaturas con su padre, concertó una cita con el tipo que llevaba una semana escribiéndose guarradas que la mantenían en un estado de excitación permanente. Quedaron en un hotel a medio camino, se vieron, follaron, y el tipo aquel, tan guarro y tan encantador a la misma vez, desapareció a igual velocidad que ella esperaba que volara de la habitación de hotel que había pagado. Nada nuevo bajo el sol, sino fuera porque a la siguiente semana, mi amiga Clara, alegre y bien follada, tuvo a bien enviar un mensaje de voz, alegre, guarro,  y sincero como ninguno, a aquel tipo, que a la caída de la espalda llevaba tatuado un ancla, no fuera a ser que aquella noche quincenal quedara en el olvido. 
Pero mi Clara, mi amiga Clara, no contaba con que aquel marinero de aguas tan dulces como la miel, atracara en diferentes puertos, el primero de todos, en su casa, y que su esposa, tan entregada a la rapsodia erótica como lo había sido ella, le devolviera la cortesía con una fotografía haciéndole una peineta y un mensaje de voz cagándose en su estampa y en los cien condones que la empujan.

Esta historia tan real como corriente, no tiene nada de especial. Solo que mi amiga Clara, a ratos casi tan liberada como aquellas “Sombras de Grey”, hoy lava calcetines y  bragas de preadolescentes mientras le da a la botella un poco, y nos remite mensajes de WhatsApp loando las bondades de la autosatisfacción analógica y la abstinencia en diazepames. Y es que este fin de semana, quince amaneceres después de aquellas sombras sin igual, las niñas están con su padre y ella, doblada por la lumbalgia y la falta de apetito sexual, anda doliente por casa sin consuelo, ni relajantes musculares, porque la esposa de aquel tipo, tan encantador como guarro, es la farmacéutica de la esquina.



lunes, 28 de octubre de 2019

Y LO VOLVEREMOS A HACER



"El nacionalismo es creer que el hombre desciende de distintos monos"
Jaume Perich






Ayer lo volvimos a hacer, salimos a la calle y las llenamos, pese a todos los inconvenientes que el querer hacer escuchar tu opinión cuando no eres nacionalista, independentista. Los soberanistas están subvencionados y promocionados desde los poderes públicos para reivindicar sus posiciones radicales; Los constitucionalistas, tan catalanes como los otros, no lo están nunca. El aparato propagandístico existe y siempre escupe hacia el mismo lado, el de la Estelada más siniestra. La lista de obstáculos puede ser inacabable. Pero existe uno mucho más íntimo y personal que los anteriores. El conflicto catalán se ha llevado por delante las relaciones personales, laborales y familiares de muchas personas y, a veces, aunque se tengan las ideas muy claras, ponerse de frente ante esta cuestión puede tener un alto precio social.La quiebra de la convivencia es absoluta. 

Manifestarse en Cataluña para reivindicar derechos, si no se es independentista, requiere un gran valor y hacerlo con una bandera de España, el país de todos, un desafío por el que te pueden partir la cara. En estos momentos, rodeados de una caterva de indocumentados, hacer entender que la bandera de un Estado no tiene ideología es una peregrinación a la nada. De una manera absolutamente artificiosa, se pretende, por algunos, identificar la bandera de un país con ideologías totalitarias. 

Muchos olvidan que España es uno de los países con los estándares democráticos más altos del mundo. La bandera, de la que hasta ahora casi nadie se preocupaba, es solo un símbolo más que representa a un país en el que, desde la unidad, cabe la discrepancia. Es la imagen de la libertad y de la democracia. Un símbolo de reconciliación que ahora se dinamita sin ningún sentido, abriendo heridas que nuestros abuelos cerraron dándose la mano. Ser español no es nada vergonzoso, como no lo es ser catalán, extremeño o ser de Ruanda Burundi. La pertenencia a un Estado es, casi siempre, un hecho meramente accidental y del que nadie tiene nada del porqué avergonzarse. Este país, el nuestro, lo formamos entre todos y la bandera que lo simboliza somos nosotros mismos. En otros países, todo esto, lo tiene muy claro. Pero España es un país anacrónico en el que una parte del mismo, por pura autodestrucción, pretende acabar con él para ser otra cosa distinta que no saben bien lo que será. 

La Constitución nos ampara a todos, incluso a los que pretenden facturarla y corromperla haciendo una torticera y malintencionada interpretación de la libertad y de la democracia mientras intentan acabar con ellas. Por eso hay que salir a la calle, sin esconder los símbolos que nos unen y que nos identifican como gente de paz, gente con valores, gente con talante democrático. Y salimos, y saldremos cuántas veces haga falta, por nosotros, por vosotros, incluso por ellos. Porque esto no va ni de derechas ni de izquierda. Esto va de libertad y de seguridad, la de todo el mundo.




viernes, 25 de octubre de 2019

LAS CALLES SON DE TODOS


España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Constitución Española





Que la vida iba en serio, lo dijo alguien ya hace mucho tiempo. Que es algo que se puede girar cuando menos te lo esperas, es otra de aquellas cosas que se repiten de boca en boca, sin darle demasiada importancia, hasta que llega el día y te coge desprevenido. Pretender llevar la normalidad de las rutinas como compañera de viaje a veces requiere un esfuerzo titánico, convirtiéndonos en singulares toreros que vamos recortando, como podemos, para seguir adelante, sin que se note demasiado que la cintura ya no puede ceder tanto. 

Disimular que las cosas no están tan mal, que puedes seguir haciendo tu vida sin que el exterior afecte a las componendas que vas tejiendo a diario para enjuagar tanto desastre social, es casi obligado. Por eso, aunque media ciudad arda a manos de los que nos quieren arrancar, no solo la libertad, sino nuestra vida civil, seguimos yendo al cine, a tomar una cerveza cuando la tarde lo permite. Pero la vida social se va reduciendo porque ya no te va bien quedar con cualquiera, porque quieres sentirte en completa libertad para poder expresar tu opinión sin que nadie te tache de nada, sin que nadie te insulte. La enfermedad del nacionalismo lo pudre todo y, cada vez que puede, te enseña la pústula para que no olvides que está ahí y que ya no hay vacuna contra tanta mierda. Pero hay que ser tozudo y no dejar que nadie, en nombre de nada, nos quite lo que aún tenemos, la libertad de seguir pensando como queramos, de poder manifestarnos en defensa de nuestros derechos y nuestras libertades frente a todos, y reivindicar que la democracia no es una palabra vacía de contenido con la que llenar eslóganes publicitarios que enmascara el más vergonzoso de los totalitarismos xenófobos que intentan imponernos. Por eso, hay que recordar cada día que la vida de verdad va en serio, que nadie vale más que nadie y que somos, mal que nos pese, el fruto de las inmensas contradicciones en las que vivimos. 

El domingo, como no puede ser de otra manera, hay que volver a salir a la calle, porque no podemos dejar que aquellos que nos detestan, que han quebrado la convivencia, no han ganado, ni ganaran nunca. Porque las calles no son suyas, las calles son de todos.




sábado, 19 de octubre de 2019

DESPERTAR AL MONSTRUO


Ninguna revolución, independientemente de con cuánta amplitud abra sus puertas a las masas y a los oprimidos —les malheureux, les misérables o les damnés de la terre, como los llamamos en virtud de la grandilocuente retórica de la Revolución Francesa—, se ha iniciado nunca por ellos.

La libertad de ser libres. Hannah Arendt




Hace una semana, antes de que saliera la Sentencia de “El Procés”, me avancé en el pronóstico de que venían tiempos difíciles. Y llegó la resolución y, con ella, álguien levantó el banderín de salida de la violencia extrema que se venía fraguando desde hace muchísimo tiempo. Pero que nadie se lleve a engaño, con Sentencia o sin Sentencia, con condena o con absolución, la llegada de los actos de terror y saboteo que sufrimos, estaba a la vuelta de la esquina. 
Nada de lo que está ocurriendo es casual. Todo obedece a un plan preconcebido y previamente orquestado para proclamar, está vez de una manera firme, la independencia de Cataluña, mediante la utilización del constreñimiento más feroz.  
Desde el lunes, con la caída del sol, la mayor parte de la población catalana vive entre el temor y la rabia. La violencia que desencadenan los nacionalistas más radicales en el centro de las ciudades es difícil de sobrellevar. El nacionalismo es violento por naturaleza y negarlo es de una ingenuidad peligrosa. Existen personas que, haciendo gala de una enorme candidez, creen que la violencia no es consustancial al independentismo catalán y, sin tener prueba alguna de lo contrario, manifiestan su respeto por los que cada tarde se manifiestan, sonrisa en ristre por las calles de nuestras ciudades. Les creen pacíficos, merecedores del respecto, incluso desde la discrepancia. Y se equivocan, todos esos que salen a la calle, con sus lazos amarillos y sus consignas de una democracia en la que no creen, son los que jalean y muestran una complacencia absoluta con los actos de violencia brutal que se repite cada día con la caída del sol. 
Europa ya ha vivido esta situación  y el resultado siempre ha sido nefasto. Corrían los noventas, los juegos de invierno se habían celebrado en la ciudad de Sarajevo, y ahí, en mitad de Europa,casi sin que nadie se diera cuenta, estalló una guerra en la que no hubo piedad para nadie. Las secuelas aun hoy día existen. 
La violencia que nace de lo irracional es un monstruo que, una vez se le deja correr, es difícil de parar. Y aunque la fractura social en este momento ya es difícil de reparar, aun estamos a tiempo de evitar que todo salte por los aires. El nacionalismo catalán ha jugado siempre al victimismo. 
Ahora, envalentonado desde la calle, arrojando a sus propios hijos a desestabilizar la paz social, empieza a necesitar sus héroes, y ya no les basta con aquellos políticos que han sido condenados,  necesitan ir más allá. Necesitan algún muerto sobre la mesa para seguir con su juego, sucio y corrupto. Porque no hay que olvidar que el avispero nacionalista fue agitado por aquellos que llevaban robando desde los años 70 bajo el mando de la identidad catalana que sin existir se inventó. El 3% es independentista. Vivir a cargo del robo y el expolio ha sido la realidad de los máximos dirigentes secesionistas de esta comunidad. Estos personajes, para proteger su negocio, vendieron a la gente un cuento diferencial, de un contenido xenófobo y clasista, que han inyectado en la sociedad utilizando todos los instrumentos financiados que han tenido a su alcance. Los medios de comunicación, la educación son solo una muestra. El independentismo catalán es una manzana envenenada que reventará llevándoselo todo por delante. Vamos camino de ello y, al parecer, poco importa, estamos en periodo electoral.