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domingo, 24 de noviembre de 2019

ANDRÓMEDA



«El agujero parecía actuar como un telescopio, 
enmarcando y aumentado el entramado cegador de las estrellas»

Lucia Berlin, Bienvenida a casa






Aquel día estuvo lloviendo sin parar. Las alcantarillas, aunque intentaban tragar todo lo que caía, no daban abasto y la calle se había convertido en un riachuelo que arrastraba las hojas que la lluvia, de manera inclemente, descuajaba de las ramas. Me había quedado sin café y aunque el mundo no iba a acabarse por eso, tampoco un otoño virado iba a impedir que me acercara al colmado de la calle Mayor a por un paquete. Caminé sujetando con fuerza el paraguas, crucé la avenida y tomé un desvío para acortar. Recordé la primera vez que llegué a aquella ciudad, también llovía, pero entonces el frío, que provenía de la bahía, era atroz.
La tienda se encontraba al final de la calle principal, alguien la había bautizado como la calle Mayor aunque, en realidad, tenía un número como todas las de allí. De inicio me pareció impersonal, pero después de tres años allí, con sus inviernos  eternos y sus inexistentes veranos, ya me había acostumbrado. La 4th me parecía tan encantadora como la calle Argentería; y la 8th, tan desangelada como el mismísimo infierno.
Recorrí la calle provocando pequeños maremotos al intentar sortear los charcos que me iba encontrando. Pisé con fuerza y levanté el agua de la acera, mojándome, más sí cabía, el bajo de los pantalones. No había nadie en la calle. Las ventanas de los edificios arrojaban un poco de luz en una tarde tan oscura como triste. Recorrí los últimos metros, con el abrigo calado y la intuición de que había salido para nada.  Un par de automóviles cruzaron la calzada sin prisa. Doble la esquina, mientras la tormenta empezaba a disiparse y me llegaba el sonido metálico del cierre de una persiana. Aun así, me acerqué sabiendo que era para nada. Demasiado tarde. Volví sobre mis pasos, dejando que las zapatillas salpicaran cuanto quisieran. Se me había tirado la tarde encima y tenía que desandar el camino para volver a casa. 
Había parado de llover, la calle olía asfalto y una ventana arrojaba un blues de Mavis Staples, algo extraño en mitad de aquella ciudad tan lejana.



domingo, 17 de noviembre de 2019

ARRENDAJOS



«Sigo esperando reunir ánimos para escribirte una carta y no llegan, así que sólo te diré que estupendo recibir tu deliciosa carta, saber de tu cumpleaños feliz y de los pájaros, y (¡mierda!) de Nuevo México, suena fenomenal, en todo caso».

Bienvenida a casa. Lucia Berlin







La infancia se dividía entre sus extraordinarios ojos de color aguamarina y los míos de un corriente color pardo. Apostábamos sobre el tiempo que éramos capaces de mantenerlos abiertos sin parpadear. Los suyos, quebradizos frente al sol de agosto, se rendían al filo de la luz recién estrenada de la tarde y los míos, corrientes como la misma tarde, aguantaban hasta que por cansancio los cerraba.  Nos tumbábamos de espaldas, sobre la hierba quemada de final de agosto y esperábamos, quietas, inmóviles, hasta que aparecía la estela de un avión y empezábamos a gritar, agitando los brazos como si de esa manera, los que andaban por allí arriba nos pudieran ver. Inventábamos historias que dependían del trazo que dejaban impreso en el cielo y nos revolvíamos sacudiendo el deseo que bullía por dentro de que, desde aquel enorme bulto de acero, cayera algo sorprendente y maravilloso. Inventábamos sobre cómo se sostenían en el aire, sobre como aterrizaban sobre el mar, mientras asegurábamos con rotundidad que los más grandes venían de América y otros, los más pequeños, venían de San Sebastián. Nunca habíamos montado en uno, ni siquiera lo habíamos visto de cerca, pero ahí estaban, cada tarde sobre las seis, cruzando el cielo para que nosotras pudiéramos gritarles, hasta casi desfallecer, para llamar su atención tan lejana, tan indiferente. 
A la caída del sol, volvíamos a casa, afónicas, rendidas, y entrábamos a la casa descalzas, cruzando el patio casi a hurtadillas para escondernos de la abuela y sus pastillas de potasa contra la afonía. 
Esta tarde, desde la ventana, he visto un avión. Ya no queda nada de todo aquello, ni la era, ni la higuera que marcaba el límite de nuestros veranos, ni las estelas en algodón. Entonces no sabíamos que las ventanas de los aviones estaban selladas, ni que los arrendajos no volverían jamás







domingo, 16 de diciembre de 2018

UN INVIERNO EN SINGAPUR



Agarró su guitarra,dijo: "nos vemos", y se marchó. Fue tan duro para los niños como para mí. Peor aún cuando sin él encontramos una tumba zuni, y durante la danza del venado en San Felipe.


LUCIA BERLIN, Mi vida es un libro abierto






A veces, cuando se hace de noche demasiado pronto, intento recordar algunas cosas que existieron en el pasado. El invierno existía y las tardes se llenaban de manos frías, del vaho saliendo de la boca que las madres intentaban cubrir con bufandas que ellas mismas tejían mientras escuchaban la radio. La mía intentaba hacer lo mismo. Nos vestía de un modo un tanto estrafalario para que no nos resfriáramos, para que las anginas se quedaran quietas y ella pudiera irse a trabajar sin sobresaltos de avisos que nunca llegaban porque, por entonces, los niños que se ponían enfermos se quedaban en casa al cuidado de quién se podía y solo al día siguiente, en la cartera del hermano más mayor, se colocaba una nota explicativa para la escuela que, en nuestro caso escribía mi madre sentada en la mesa de la cocina. Se sentaba en una de las cuatro sillas que rodeaban una mesa de fórmica y se ajustaba al cuerpo un kimono finísimo, que creíamos de purísima seda de la China y que nunca supimos cómo llegó a casa, mientras apuraba el único cigarrillo que se permitía después de cenar. Las noches de invierno olían a tabaco aunque ella abriera la ventana intentando disimular el único vicio que decía que ya le quedaba. Ahora no sé si todo aquello de verdad fue así, o si es mi visión deformada y edulcorada de un tiempo en el que el butano de una catalítica no era suficiente para calentar toda una casa y en el que andabas todo el día con el frío metido en el cuerpo, porque por mucho que te riñeran no había manera de que te cerraras aquella bata de lana gruesa te habían regalado en tu último cumpleaños. Porque eso también era así, los regalos eran una excusa para comprar lo necesario y si acaso, y se podía, un detalle apenas menudo con el que te crecías frente a los hermanos porque ese día era tu día. La memoria es traicionera y, de vez en cuando, inventa una realidad inexistente, y lo que hoy parece el retrato exacto de un tiempo, el mañana, de un modo fugaz, lo arrasa hasta convertirlo en algo distinto y tan perecedero como lo anterior. Puede que por eso las tardes de invierno me traigan el recuerdo de una madre que no existió nunca y que he inventado a fuerza de recuerdos macerados por mi propia existencia y la fantasía de un mundo tan extraño y sorprendente como el cantón del que provenía la bata de mi madre. Una vida que ni siquiera sé si es inventada pero a la que me une un filamento extraño que marca el camino pese a que, como el humo de un último cigarrillo, solo queda el rastro de su aroma.



domingo, 18 de noviembre de 2018

COSAS SIN IMPORTANCIA, A VECES



"I don't think I ever really liked the world until I met him".
Lucia Berlin






A nadie escapa que el tiempo vuela y que la tecnología nos ha facilitado de una manera extraordinaria algunas cosas, aunque  haya terminado por desvencijar algunas otras. Entre las muchas facilidades está el libro electrónico. No es poca cosa poder llevar en el bolsillo todo lo que uno quiera, lo lea o no. No le niego las ventajas, poco peso y mucho contenido con el que puedes dar la vuelta al mundo sin que apenas ocupe espacio. Pero el soporte, si creemos que los libros son algo más que contenido, también es importante. Los libros han sido desde siempre objetos preciados. Puede que en estos tiempos en los que es fácil obtener cualquier cosa y algunos circunscriben sus lecturas a 140 caracteres,  los libros hayan perdido parte de la magia y el valor que comportaba, en otros tiempos, poseer un ejemplar y que el contenido en soporte electrónico haya ganado posición frente al  libro encuadernado.
Sin embargo y pese a las ventajas, hay algo que nunca podrá tener el libro electrónico y es que las pantallas también tienen sus complejidades y sus carencias, y es que nunca podrá ser dedicado a aquella persona para la que lo adquirimos. Porque aun hoy en día hay libros que  los adquirimos para ser regalados, que nos hacemos con ellos pensando otro, en aquel que lo va a recibir. Puede que este detalle no tenga mayor importancia en los tiempos atropellados en los que vivimos. Pero quedamos un bueno puñado de raros que consideramos esencial que cuando regalamos un libro, el que lo recibe sepa que lo escogimos expresamente para  él y no para otra persona y que se lo hagamos saber mediante una dedicatoria manuscrita que posiblemente solo él comprenda. En la elección del ejemplar  su existencia fue fundamental. Quizá este grupo de raros, de románticos poco ecológicos seamos lo que consigamos que el libro en papel sobreviva. Pero cabe la posibilidad de que esto solo sea el desvarío de alguien que, como yo, compra libros de viejo, libros de segunda mano, en los que puede leer lo que algunos escribieron pensando en otros y consigan que se me erice la piel aunque sirva para bien poco.




domingo, 21 de octubre de 2018

FUNNY GIRL



"Estaba tan cansada que me entró la risa, con lo que se enojó aún más. Violación estatutaria. Me asaltan visiones de Pigmalión o algún italiano violando la Pietà.
LUCIA BERLIN, A ver esa sonrisa






La primera luz se cuela por el estor de la habitación. Llevas un tiempo con los ojos abiertos, no puedes dormir pero necesitas descansar y te esfuerzas por mantenerte en la cama, por no moverte demasiado y esperar a que con un poco de suerte, aunque sea por un rato corto, puedas volver a conciliar el sueño y que el domingo sea un domingo de verdad, desde primera hora. Pero van pasando los minutos, que no sabes si son muchos o pocos, y sigues esperando. Esperando y desesperando pero en la cama, con la colcha cubriéndote hasta el mentón y la mano sujetándola fuerte para que se mantenga ahí. Todo se mueve despacio. Desde la cama el futuro es inmediato y sin ninguna expectativa. Cierras los ojos y aflojas la respiración, imitando el dormir inicial, pero sabes que es mentira y la cabeza se te va, vuela sola hacia las cosas del día a día, y te das cuenta de eso, de lo poco que queda en la imaginación y de las escasa ganas que te quedan de tocarte aunque sea solo por reconocerte el cuerpo. Te preguntas en qué momento la rutina se comió el mundo de las ideas y cuándo se empezaron a borrar las cuatro cosas que servían para escapar sin mover un dedo. Miras el reloj y sigues con los ojos el filo de luz que ahora ya atraviesa el cuarto. Alguien olvidó quitar la alarma al despertador, aunque no sabes si es en el segundo o tal vez en el tercero. Una cisterna se vacía al ritmo de una tos bronca. Quedan muy pocos domingos de verdad para nadie.












domingo, 13 de mayo de 2018

DE LA DISTORSIÓN


Y ese fue el final de la historia, 
un gran malentendido de principio a fin.

Estrellas y Santos -Lucia Berlin-





Empecé a ver el primer capítulo de “The affair”, una voz en off anunciaba la primera parte, por lo que no había que hacer ningún ejercicio para imaginar que tras esa primera parte iba a venir una segunda y podía ser que incluso, dentro de ese capítulo, una tercera. La historia relata el affaire entre un hombre y una mujer, ambos casados pero entre ellos, claro. El primero con cuatro hijos y una vida a la sombra de una familia política que le empequeñece; ella con el recuerdo de un hijo muerto cuando apenas empezaba a vivir (cuatro años siempre son pocos para cualquier cosa). Podría ser una serie más sobre la infidelidad y sus consecuencias, pero no está ahí la gracia sino en cómo, dividida en partes, nos muestran como cada uno de los protagonistas va viviendo una historia que empieza como una aventura de verano y se prolonga a lo largo de los años y las consecuencias que para ellos y sus familias va a tener aquello que empezó de la nada. ¿Dónde está la diferencia con otras historias de igual contenido, mil veces contadas? Pues en el mostrar las diferentes caras de una misma situación,  en cómo cada uno de ellos vive lo mismo, recordándolo de manera absolutamente distinta, sintiendo de manera absolutamente dispar, percibiendo realidades completamente distintas. Es por eso que, a medida que va avanzando la historia, podemos empatizar con unos o con otros en función de cómo se nos van descubriendo los entresijos vividos por cada uno de los distintos personajes. Podemos colocarnos al lado del tipo absorbido por una familia en la que se encuentra reducido, o al lado de una mujer descolocada por una culpa que no le corresponde. Los damnificados por esta historia de amor y desencuentros no son solo ellos, sino todos los que les rodean.

El ser humano es maravilloso sin dejar de ser desconcertante. Algunos juegos precisan de todos los naipes de una baraja, pero en la vida real eso no es posible. De ahí que al afrontar algunas situaciones aunque procuremos hacerlo de la mejor manera posible, intentando causar el menor destrozo posible, solo acabemos abriendo la caja de las afrentas. Lo de colocarnos en los zapatos de otro, como decía Atticus Finch en” Matar a un ruiseñor”,  no es fácil y requiere desprenderse de prejuicios  y de historias propias, por eso en la mayoría de ocasiones las conclusiones a las que nos enfrentamos están  distorsionadas. Existen miles de condicionantes, miles de sensaciones y de sentimientos propios que no son más que el resultado de una subjetividad que no tiene que ser necesariamente ni cierta ni real.  Por eso es imposible discutir desde las emociones, o intentar solventar cualquier conflicto desde los sentimientos, porque cada uno se mueve con los suyos y estos crecen, como pueden, casi siempre alejados de la razón. La vida es poliédrica, con medias verdades ocultas por medias mentiras, y al revés, que lo distorsionan todo, por eso a veces nos resulta incomprensible.





domingo, 22 de abril de 2018

TIEMPO DE DESCUENTO


Un domingo por la tarde el señor Wise nos llevó a Willie y a mí hasta la mina, a ver nuestra antigua casa. Entonces me embargó la añoranza, al oler las rosas trepadoras de mi padre, caminando bajo los viejos robles.

Lucia Berlin






Esta mañana mientras hacía cola para comprar el pan del desayuno he escuchado parte de una conversación ajena que me ha llevado a pensar que el que llevaba la voz cantante de la charla, que intentaba impresionar a su interlocutor con las expresiones que utilizaba, no era más que un pobre hombre. La cola era larga y la plática de aquel tipo bien podía alargarse un buen rato, pero he perdido el interés a los pocos minutos. Pero las esperas, aunque solo sean para comprar el pan,  dan para mucho y,  entre ese mucho,  da para plantearse si somos lo que creemos que somos o si en realidad no somos más que la imagen que damos a los demás. Y de ahí un paso, entre el murmullo de la voz de aquel tipo ya  indiferente, me ha venido a la cabeza la cantidad de veces que nos llevamos una decepción por creer que alguien era de una determinada manera que al final resultó no ser como creíamos. Nos generamos ideas extrañas sobre las personas que nos rodean, sobre todo cuando las conocemos poco  y basamos nuestro juicio en cuatro palabras de complacencia o conversaciones intrascendentes en las que, en la mayoría de ocasiones, no se muestra nada en absoluto.
Me he llevado dos barras de cuarto y unos cuantos croissants, dejado en la esquina al de la charla. De vuelta, mientras deshacía los dos kilómetros que he recorrido para desayunar pan blando, no he podido obviar que no en pocas ocasiones también yo me he equivocado y he generado en mi propio imaginario personal seres inexistentes cuya realidad me ha llevado a una cierta decepción.  Con toda seguridad yo misma he  podido ser una decepción para cualquiera que, esperando alguien creado a partir  de cuatro datos,  se ha dado de bruces con mi realidad. Debo decir que al llegar a casa, he puesto la mesa con esmero (soy de las que cree que la excelencia se encuentra en el detalle), y mientras colocaba las cucharillas para el café (cada uno la suya) y una común para el bote de la mermelada (una que entra en el bote y nadie puede relamer),  la sombra de cierta decepción se ha paseado se ha paseado por mi propio imaginario aunque deteniéndose poco porque ando en tiempo de descuento y no puede quedarme varada en veredas tristes. 






domingo, 4 de septiembre de 2016

EL REGRESO


No hay ninguna guía para la muerte. 
Nadie para decirte qué hacer, qué es lo que te espera.
Lucia Berlin




Acaban las vacaciones de verano sin  señal alguna de la llegada del otoño. Este año, las lluvias de finales de agosto se han desvanecido entre los vapores de un calor de justicia. Sin embargo, el final es el final, y como todo aquello que acaba, también este tiempo nuestro terminará dejando un poso de nostalgia que con suerte tardará algunos días en manifestarse. El tiempo pasa y la vorágine de la vida urbana nos devuelve a las prisas en el vivir. Todo se va colocando en su sitio, las maletas lo primero y los recuerdos de los días sin ocupaciones van asaltando, sin tregua, su puesto en la memoria. Septiembre no es un buen mes para hacer planes, aunque es difícil sustraerse al juego del inicio de un curso que llenamos de cosas que sabemos que, con toda probabilidad, aparcaremos en cuanto nos alcance la rutina.  Mientras, esperamos que el tiempo pase, tan rápido como el que engulló nuestro tiempo de independencia, para volver a disponer de ese que nos permite la dispersión y abandonarnos en aquello de lo que es menos es más. El tiempo es fugaz y el ansia de tenerlo entre los dedos, modelándolo a voluntad, es mucha. Siempre nos quedan cosas en la recamara, cosas que nos importan y que poco tienen que ver con lo palpable. Quedará para el recuerdo, que cicatrizará con las primeras tormentas de septiembre que aún están por llegar, la tranquilidad de un tiempo sin sobresaltos, de compañías calmas,  y el calor mediterráneo que en poco tiempo desaparecerá.