domingo, 29 de marzo de 2015

VIRGENCÍSIMA



La verdad no está en un sueño, sino en muchos.


Hemos quedado para tomar algo al sol, cerca de la Estación de Sants. A medio camino entre el gusto y la nada. Mon hace semanas que no se encuentra bien. Su hermano murió de un cáncer de garganta. Lo enterramos una tarde de invierno, fumando cigarrillos y charlando asomados en un balcón aséptico mientras veíamos la congestión del tráfico de la Ronda de Dalt. Este invierno ha sido de pelotón. Las bajas van en alza, la última (de las suyas) se ha quedado en una montaña vagando entre pastos o mejor dicho entre pistas de esquí (que es mucho menos bucólico pero mucho más realista). Mon no se encuentra bien, tiene motivos para ello, y se le ve en la cara. Le digo que está guapísima, no porque quiera engañarla, porque no es eso, sino porque es así. La desgracia siempre le tiñe la cara con una tristeza que recuerda aquellas actrices francesas perdidas en el conflicto interno. Cuando se lo digo sonríe de medio lado. Es la vida feroz y desigual. 
Intentamos escapar del olor a aceite quemado que se desbanda de la churrería de la esquina, y giramos las sillas orientándolas al Palacio Nacional, ahora sí que estamos cara al sol, y nos da la risa tonta. Palmas y palmones recorren la acera.
¿Y a ti cómo te va?  me pregunta.
Y aunque durante unos minutos pienso en contestarle con sinceridad, le digo que no va mal, que bien, como siempre. Una mentira piadosa, como la semana que va a entrar, para ocultar que de un modo irremediable e incomprensible aun le echo de menos; y que no sabría explicar el motivo porque en la cuenta de los agravios puedo ponerle todos los puntos que quiera. Es algo misterioso y un tanto estúpido que me revuelve por dentro de vez en cuando y me genera una incomodidad importante. Pero al final, para sobreponerme a tanta estupidez, convengo conmigo misma que es mi propio ego el que se resiente, que solo es eso. Pero me lo guardo, porque de por sí el motivo ya es bastante peripatético como para verbalizarlo una mañana de primavera.
Así que contesto que bien. Los desencantos no pueden glosarse cuando el de enfrente se debate entre las patadas que de verdad suelta la vida, porque al final suenan ridículos y uno termina por sentirse más tonto de lo habitual.
Así que bien ¿no? —dice.
Le digo que sí y apuro mi bitter-kas. Pero debo de andar con cara de Virgen de las Angustias, o de los Dolores, que para el caso es lo mismo, porque me contesta que estoy muy guapa, algo así como un poco mística. Y no sé si reírme o llorar, o confesarle que, maldita sea, soy imbécil.




jueves, 26 de marzo de 2015

DE LA CÓLERA


Suspiró, abrumado por los niveles de imbecilidad que padecía el mundo.


Estos últimos días han sido un poco descorazonadores y lo de “un poco” podría entenderse como un eufemismo de lo negro y de la infecta realidad que nos ha golpeado. El azar juega a gastar bromas macabras y mientras los noticiarios anunciaban la caída de un avión que se ha llevado por delante la vida de ciento cincuenta personas. El teléfono nos arranca el confort y todo se convierte en un sobresalto, en una angustia irresoluble y, después del miedo y la estupefacción, algo parecido al rencor empieza a cocinarse por dentro. Quiero pensar que, como todo, el tiempo lo atemperará, pero ya no lo sé. Algunas personas no merecen vivir. De eso creo estar segura.






domingo, 22 de marzo de 2015

OSOS POLARES


Aléjate de aquellos que intentan menospreciar tus ambiciones.
 Gente pequeña siempre lo hace, pero los verdaderamente magníficos
 te hacen sentir que, tú también, puedes ser magnífico.


Los sucesos increíbles, como que un oso polar te ataque mientras contemplas un eclipse solar, son historias que aparecen en los periódicos que sirven de relleno entre noticias de calado, como dirían algunos, y que desatascan de la indigestión que nos provocan los huesos rancios con los que nos alimentan los informativos. Pero algunas de esas cosas asombrosas que nos amenizan la vida y nos provocan una solemne carcajada o el más triste de los sollozos,  jamás aparecerán en ningún sitio importante, porque no interesan a nadie más que los cuatro o cinco, como mucho seis, que nos guardan un afecto verdadero.

Es por eso mismo que posiblemente a nadie interese que, hace apenas una semana,  un tipo entrado en la cuarentena, después de un esfuerzo titánico, consiguiera cruzar la meta de la maratón que el domingo pasado recorrió Barcelona. Y a pocos importa que el combustible con el que se manejaba fuera el saber que su hijo de dos años y medio le esperaba a unos cuantos metros ante de la llegada para cruzar juntos la meta. A casi nadie importa que hiciera meses que el trabajo no le dejara tiempo para entrenar, ni que una lesión muscular de última hora le obligara a guardar en la recámara un móvil y una tarjeta de metro para poder volver a casa si la cosa se ponía fea. Pero terminó, no sin una cierta dosis de agonía, los poco más de cuarenta y dos kilómetros de la maratón, cruzó la línea de llegada de la mano de su hijo y pudo escuchar los gritos de aliento de su compañera, de sus amigos, de los pocos que al final siempre están ahí cuando uno los precisa.

Hay historias que no dejan de ser historietas que en realidad son las que mueven el mundo. Da igual que las pueblen osos polares, o tipos que se van oxidando porque las obligaciones mandan, o compañeras que odiando las prisas disfrutan viendo a su chico correr como alma que lleva el diablo. Son las historias del día a día las que al final importan. Puede que por eso las grandes alegrías, pero sobre todo las decepciones que siente el ser humano en lo particular, jamás provengan de hechos relevantes para el avance de la humanidad, sino que procedan de lo cotidiano, de nuestros afectos, de las relaciones personales que cada uno mantenemos como podemos, en definitiva, del oso polar imaginario que vive en nuestra cabeza y amenaza con comernos mientras contemplamos la vida que intentamos vivir y que nunca saldrá en los noticiarios.


miércoles, 18 de marzo de 2015

LES ENFANTS DE L'AMOUR


La vida es siempre una tragedia para aquellos que sienten.


Llevar al cine algunas cosas es un ejercicio más que complicado. Que una persona fracase sentimentalmente no es una gran noticia. El derrumbe personal y emocional del que lo sufre puede arrasar con todo. Sin embargo, cuando el fracaso en el proyecto de vida de dos personas tiene como satélite a los hijos, el dolor, la rabia, hay que gestionarla con sumo cuidado porque las consecuencias de los sentimientos negativos pueden ser devastadores cuando rebotan en los niños que se terminan convirtiendo en el pim-pam-pum de unos adultos que, en ocasiones, se transforman en seres completamente irracionales.

En el año 2002, Geoffrey Enthoven dirigió, escribió y montó la película “Les enfants de l’amour” (Los niños del amor), una producción belga que, sin entrar a valorar el drama de los divorcios en los adultos, muestra con una claridad brutal los sentimientos de unos hijos ante los posicionamientos de unos padres que anteponen sus intereses, decepciones y frustraciones a lo que esos hijos puedan sentir, necesitar o padecer.

El formato casi documental nos muestra la vida de tres hermanos, hijos de una madre común (Nathalie Stas) y dos padres distintos (Olivier Ythier y Jean Luis Leclercq). Michael (Michael Philpott),  Winnie (Winnifred Vigilante) y Aurelie.  La trama se sitúa en los hechos que se dan durante un viernes cualquiera en que los niños marcharán a pasar el fin de semana con sus respectivos padres, mientras la madre, agotada y agobiada por la falta de tiempo propio, organiza su fin de semana sin niños. Frente a ella, los padres, unos hombres alejados de la de la cotidianidad de los menores por las circunstancia de sus vidas, que sólo los ven los fines de semana cada quince días y que intentan, como pueden, centrar toda su atención en unos hijos que se les escapan.

La bondad de la película está en que se centra en los tres modos distintos con los que cada uno de los niños encara la ruptura familiar, como sobrellevan las posteriores relaciones de sus progenitores con terceras personas. Tangencialmente, la filmación nos muestra el modo en que la ruptura familiar afecta a la familia extensa, a la relación de los abuelos con sus nietos, el sufrimiento que produce el alejamiento involuntario en el que se encuentran sin quererlo y muestra, también, los conflictos de lealtades que se suscitan en los niños, la tristeza de los más débiles, de los que sufren sin quererlo.

Esta película, que pasó desapercibida para el gran público, recibió, en su momento, el premio del público en el Festival Internacional de Cine de Flandes, el Premio especial del Jurado en el Festival de cine de Mannheim-Heidelberg y el premio a la mejor película en el Festival de Cine de Milán. Son, sin duda, premios merecidísimos a una película valiente y real como la vida misma.

Una película imprescindible para saber qué es lo que no hay que hacer cuando un rompe con su pareja y por medio se encuentran unos hijos para quienes "su padre" y su "madre "continuarán siendo siempre "su padre" y "su madre" pese a que estos ya no se quieran, pese a que ya no convivan.


domingo, 15 de marzo de 2015

VELVET CROISSER



Qué pequeño recipiente de tristeza somos, navegando 
en este apagado silencio a través de la oscuridad del otoño.


No obstante, a pesar de lo desacertado de las informaciones que aparecieron en la prensa, debía reconocer que lo sucedido era más que previsible. Sobre la mesa descansaban los periódicos de la última semana y, ahí, toda la carnaza que uno quisiera encontrar. Alguien había dejado sobre ellos una taza de café, no una sola vez, sino hasta tres veces. Los cercos que emborronaban la noticia lo delataban. Velvet Croisser había muerto.
Aquel día, las gaviotas graznaron más de lo habitual y, a lo lejos, el carguero oxidado que decoraba la línea del mar, había desaparecido dejando el océano en una extraña calma, de un azul plomizo casi muerto. Caminé por el pantalán respirando el aire salado y denso de los días de otoño, intentaba buscar las palabras adecuadas para darle la noticia a su madre.
Velvet había sido una buena mujer, no exenta de manías y rarezas pero a quién se le puede reprochar algo así después de media vida padeciendo a Montes. Algunos tipos no debían existir jamás, y algunas mujeres debían aprender a alejarse del fuego en cuanto empiezan a ver las primeras motas de humo. Un pasado desconcertante, un presente frío como el roce del ala de un cuervo y un futuro desquiciante que solo podían acabar como acabaron. Desollados en un callejón sucio y maloliente. Sin embargo, ella sola había decidido inmolarse de un modo estúpido.
Velvet, convertida en un amasijo de carne irreconocible, descansaba en el anatómico a la espera de que alguien la reconociera y ese papel me tocaba a mí. La había detenido en no menos de diez ocasiones y sin embargo, pese a lo loca y dejada que estaba, aun conservaba, en el fondo de sus ojos y en sus manos regordetas de uñas sucias, los restos de un pasado limpio. Nunca aceptó ayuda. Al final, cuando ella misma se desmoronaba, tampoco la había pedido. Había dejado que un desalmado embrutecido la golpearla hasta deformarla, le rajara el vientre y dejara, entre sus tripas sueltas, una nota recordándole que solo era una puta.
Volví sobre mis pasos y lance contra aquellas olas de agua sucia los restos de mi primer cigarrillo del día. A veces, dejar de fumar es complicado.



lunes, 9 de marzo de 2015

MANÍAS



La vitalidad se revela no solamente en la capacidad de persistir 
sino en la de volver a empezar.


Quizás deberían perder unos minutos de su tiempo, solo los casi ocho que dura la maravilla que empieza este texto. Quizá después de escucharla verán que lo de "perder el tiempo" era sólo una manera de hablar. 
Cada cosa tiene su tiempo, su momento preciso y adelantarse a su curso siempre nos coloca sobre la cuerda floja de las oportunidades que, casi siempre, se nos muestran esquivas cuando somos nosotros quienes pretendemos manejarlas. Jamás felicito un cumpleaños por adelantado, ni me congratulo por el futuro nacimiento de nadie hasta que la criatura en cuestión está en brazos de sus padres. Cada uno somos el producto de lo vivido.
Con el tiempo, ese espacio temporal que nos controla, he aprendido que bromas y seguridades las justas. Desde que empezó el año son muchos los días que he ido tachando, siempre hacia detrás, y contando poco hacia delante. Una especie de superstición, es lo que tú tienes, me apuntaban hace unos días. Pero no creo que sea eso, sino todo lo contrario. Quizá un miedo a que adelantando las cosas, las alegrías sobre todo, no acaben de llegar y queden tiradas por el camino.

Esta manía, costumbre (ya debo reconocerla como tal), adobada por los años que pasan, los míos propios incluidos, no hacen que olvide que tengo unos cuantos cumpleaños pendientes que no felicité y alguna otra cosa que dejé por el tintero. Así que para conjurar, también, el mal rollo que me dan los olvidos, dejo aquí un presente menudo y personal en forma de música (mi música), que creo que puede compensar mi, en ocasiones, accidentada cabeza.


domingo, 8 de marzo de 2015

¿QUÉ ERA ESO DEL OCHO DE MARZO?


Si no quieres repetir el pasado, estúdialo.



Algunas cosas no dejan de existir, no dejan de ser verdad, por el solo hecho de no pronunciarlas de manera continuada. Una mentira no se convierte en verdad por más que la repitamos hasta la saciedad. Y aún así, acomplejados por la existencia de aquello que sabemos que existe, en ocasiones parece que solo se puede esperar un milagro que haga desaparecer algunas cosas.

Tú y yo no somos iguales. Y no es nada misterioso lo que nos hace diferentes, es la naturaleza y algunas maltrechas convenciones sociales que se arrastran desde casi el inicio de los tiempo. Puedo afirmar con rotundidad que no quiero ser más que tú, ni más que nadie, aunque sea diferente. No quiero tener mejores beneficios que los que tú puedas obtener, pero tampoco quiero que los míos sean peores solo por el hecho de que nacimos con cromosomas distintos. 
Atrincherado en el subconsciente del ser humano bulle la diferencia y la discriminación. La globalización también se extiende a la vulnerabilidad de algunos colectivos o puede que sea al revés, es la vulnerabilidad la que se extiende hasta convertirnos en sociedades cojas, desiguales y discriminadoras. 
Disfrutamos de la igualdad formal y en ella se supone que encontramos amparo. Y, cada vez más es así, pero aun queda mucho camino para que en todas partes, sin dejar un solo rincón del mundo, las oportunidades no dependan del sexo del que las busca. 
No quiero un día de la mujer, pero eso no significa que no valore lo que hicieron y sacrificaron todas aquellas mujeres que me antecedieron en el tiempo e hicieron posible que en mi vida jamás haya sufrido discriminación alguna. Sería muy ingrato por mi parte.
Quiero un día que no se celebre nada, porque no haya nada que celebrar. Un día en que la discriminación y la intolerancia sean castigadas de una manera tan ejemplar que no quede un ser humano sobre la faz de la tierra al que le queden ganas de colocarse por encima de nadie por ser de un color, un credo, una raza, una orientación sexual distinta a la de sus vecinos.  Un día en que la igualdad lo haya lavado todo. Solo quiero un día en el que no tenga nada que conmemorar y ni siquiera me acuerde que hubo un tiempo en el que había que establecer días para recordarnos que por encima de todo somos seres humanos. Quiero un día en el que el ocho de marzo solo sea el precoz avance de la primavera en un calendario cualquiera.




miércoles, 4 de marzo de 2015

BIRDY STONE



"La vida que conocía era un asunto limpio, ordenado, cuerdo, responsable. Ahora, una viga desprendida le demostraba que la vida no era fundamentalmente ninguna de esas cosas. …, el buen ciudadano, el buen esposo, el buen padre, podía ser borrado del mundo entre su oficina y el restaurante, merced a la interpolación de una vida desprendida. Comprendió entonces que los hombres morían por azar y vivían sólo mientras la ciega casualidad los respetaba."


Se inventaba personajes a medida que pasaban las horas y los guardaba en algún lugar de su cabeza mientra escribía en el encerado complejas fórmulas que otros copiaban sin más. Pensaba que de esa manera podría encontrar al tipo que encajara con su esposa, aquella mujer que parecía cada vez más extraña. Una desconocida sentada en el mismo salón era casi siempre una incomodidad y él, a estar alturas lo incomodo le sobraba. Pero aunque se sentía extraño, la necesitaba para las cosas incluso más simples de su existencia. En su vida había entrado en la cocina, ni pensaba hacerlo; jamás había intentado planchar una de esas camisas de las que tanto se quejaba Eleanor aunque a él, en realidad, todo le daba igual. La comida, la ropa, incluso lo que pudiera venir mañana. Empezó a preocuparse por la dejadez de su propia vida. Quizá fuera cosa de la edad, aunque si fuera así, Tommy o Clare, estarían como él, pensando en lanzarse por el puente de Brooklyn en cuanto dieran la seis Sin embargo, a sus viejos camaradas se les veía cada vez más joviales, entusiasmados con aquella especie de segunda juventud que les trajo el cumplir los cincuenta mientras rondaban a las cándidas muchachas que transitaban por los pasillos de la universidad.

Pero él se sentía derrotado. Por las tardes, todas y cada una de ellas, de modo indefectible, cogía el autobús para volver a casa, arrastrando el malentín y su propio hastío. Durante la media hora que duraba el trayecto intentaba no mirar por la ventana y así, de ese modo, no descubrir al anciano que creía empezaba a suplantarle y que siempre le devolvía el reflejo del cristal. Ese no era él. Alguien que se había empeñado en disgustarle, en darle la vuelta a su existencia hasta convertirlo en el tipo huraño que ahora, día sí y día también, pensaba en saltar por el primer puente que se encontrara al salir de trabajar.

El tiempo había cambiado en los últimos días, y el agradable otoño había dado paso a una ola de frío polar que había convertido la ciudad en un paraje casi desértico al caer el sol. El agobio del tráfico parecía haber desaparecido y ahora, el tipo bronco y cansado en que se había convertido debía caminar desde la parada del autobús hasta su casa, sin ni siquiera poder encontrar el consuelo de un rayo de sol de la última hora de la tarde. La vida era una mierda y él, Birdy Stone, varón, cincuenta y tres años de edad, prostático precoz, abstemio por obligación y sin más fortuna que los veinte dólares que llevaba en la cartera, sólo pensaba en la careta que debía colocarse antes de llegar a la calle 73 para poder aplazar de que aquella extraña que habitaba en su casa, decidiera que había llegado la hora de mandarle definitivamente a paseo y lo dejara sin excusas para no saltar por el puente de Brooklyn.




domingo, 1 de marzo de 2015

ATASCAGARGANTAS


Pasaron dos o tres días con sus noches; 
creo que podría decir que pasaron nadando,
 que se deslizaron, callados, serenos, hermosos. 
Así pasábamos el tiempo: 
allá abajo el río era monstruosamente grande...



Hablar de la fugacidad del tiempo es una obviedad, pero lo que es cierto es que a veces se nos olvida lo corto que es todo. Es culpa de los atascagargantas del día a día que nos ocupan la mayor parte de la vida Nos consolamos pensando en que llegará el mañana y que entonces, con las cosas en calma y orden, podremos dedicar el tiempo a todo aquello que dejamos en espera porque ya no podemos seguir arrancándole horas al día. Llegará un momento en que los proyectos dejarán de quedarse en eso, proyectos que engulle el tiempo y los tritura hasta hacerlos desaparecer.  

Entre las pilas de las “cosas interesantes” que guardo sobre la mesa, encuentro algunas notas empezadas y nunca terminadas, artículos subrayados pendientes de volver a leer, anotaciones de libros, circuitos de imaginados viajes pendientes y folletos de comida china. Leo la noticia de un tipo que se voló la tapa de los sesos, dejó una nota que nadie fue capaz de descifrar. Arrugo el periódico, lo lanzo hacía la papelera, aterriza junto al zapatero y ahí se va a quedar.

Los domingos son un paréntesis que congela la cotidianidad del resto de la semana y que nos hace soñar con ese tiempo que está por llegar, días en los que volveremos a ser libres, en que ya no necesitaremos imaginar otros mañanas porque esos mañanas ya los tendremos al alcance de las manos. Momentos en los que volverás a hacer lo que quieras sin necesidad de malgastarse en sucedáneos que no saben a nada.