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lunes, 19 de junio de 2017

LIBROS



Considero que la televisión es muy educativa. Cada vez que alguien enciende el televisor salgo de la habitación y me voy a otra parte a leer un libro. 
Groucho Marx




Desde la última mudanza, los libros se acumulan apilados unos sobre otros formando columnas más bien inestables, esperando encontrar un lugar, sino adecuado, sí al menos más cómodo y menos desastroso. Pero el espacio es escaso y no sé bien como resolver la cuestión sin sentir la extraña sensación, cuando por necesidad decido desprenderme de parte de ellos, de que me estoy equivocando. Pero la lectura llevada hasta el extremo del vicio, acompañada del placer de escoger con cierta dedicación lo que se va a leer, conlleva que el número de ejemplares que vamos atesorando se multiplique de un modo exponencial y difícilmente controlable. Hace meses iniciamos una campaña casera para limitar el número de libros con los que pensábamos hacernos. Ni que decir tiene que aquel pacto bienintencionado se ha quebrantado desde el inicio y así, como el que no quiere la cosa, semana a semana, las columnas van aumentando, el espacio va menguando y la capacidad para disimular que un nuevo ejemplar llega a casa va mejorando. Se puede vivir sin libros, a buen seguro que sí, pero también tengo claro que viviríamos mucho peor. 



domingo, 8 de marzo de 2015

¿QUÉ ERA ESO DEL OCHO DE MARZO?


Si no quieres repetir el pasado, estúdialo.



Algunas cosas no dejan de existir, no dejan de ser verdad, por el solo hecho de no pronunciarlas de manera continuada. Una mentira no se convierte en verdad por más que la repitamos hasta la saciedad. Y aún así, acomplejados por la existencia de aquello que sabemos que existe, en ocasiones parece que solo se puede esperar un milagro que haga desaparecer algunas cosas.

Tú y yo no somos iguales. Y no es nada misterioso lo que nos hace diferentes, es la naturaleza y algunas maltrechas convenciones sociales que se arrastran desde casi el inicio de los tiempo. Puedo afirmar con rotundidad que no quiero ser más que tú, ni más que nadie, aunque sea diferente. No quiero tener mejores beneficios que los que tú puedas obtener, pero tampoco quiero que los míos sean peores solo por el hecho de que nacimos con cromosomas distintos. 
Atrincherado en el subconsciente del ser humano bulle la diferencia y la discriminación. La globalización también se extiende a la vulnerabilidad de algunos colectivos o puede que sea al revés, es la vulnerabilidad la que se extiende hasta convertirnos en sociedades cojas, desiguales y discriminadoras. 
Disfrutamos de la igualdad formal y en ella se supone que encontramos amparo. Y, cada vez más es así, pero aun queda mucho camino para que en todas partes, sin dejar un solo rincón del mundo, las oportunidades no dependan del sexo del que las busca. 
No quiero un día de la mujer, pero eso no significa que no valore lo que hicieron y sacrificaron todas aquellas mujeres que me antecedieron en el tiempo e hicieron posible que en mi vida jamás haya sufrido discriminación alguna. Sería muy ingrato por mi parte.
Quiero un día que no se celebre nada, porque no haya nada que celebrar. Un día en que la discriminación y la intolerancia sean castigadas de una manera tan ejemplar que no quede un ser humano sobre la faz de la tierra al que le queden ganas de colocarse por encima de nadie por ser de un color, un credo, una raza, una orientación sexual distinta a la de sus vecinos.  Un día en que la igualdad lo haya lavado todo. Solo quiero un día en el que no tenga nada que conmemorar y ni siquiera me acuerde que hubo un tiempo en el que había que establecer días para recordarnos que por encima de todo somos seres humanos. Quiero un día en el que el ocho de marzo solo sea el precoz avance de la primavera en un calendario cualquiera.




martes, 21 de enero de 2014

SUSTOS


"Quizá se le atribuye demasiado valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión.
 La memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos".
Susan Sontag

Este mediodía he acompañado a mi hermana mayor al médico. Estas visitas suyas me ponen muy nerviosa. Su salud no es la mejor y cualquier cosa, por pequeña que sea, supone una alteración de su vida y la de todos los que la rodeamos. Me pone nerviosa porque se nos escapa de control y la voluntad ni sirve, ni cuenta para nada.  Así son las cosas.

Al salir, hace un día estupendo. Nos vamos a pasear cogidas del brazo como dos ancianitas que no somos, pero esa manera de agarrarse reconforta mucho e incluso es divertida cuando llama la atención de los transeúntes que creen cruzarse con la reencarnación de una joven Charlotte Rampling (ella) que le saca una cabeza a su acompañante (yo). 

La vida es un susto y deberías saberlo, me dice. Sé que tiene razón, pero tengo la sangre espesa cuando afecta a los míos, cuando le afecta a ella. La vida es un susto y doscientas mil calorías ingeridas para que se pase, le recuerdo. Nos vamos a comer porque algo hay que echarse al cuerpo, porque no hay que dejar que los sustos nos puedan y porque paga ella, que para eso es la mayor.


lunes, 30 de enero de 2012

BUSCANDO EL TONO


Creo deber alguna disculpa por ahí, y creo que me deben algunas. Pero pedir perdón no es sencillo. Reconozco que en ocasiones he demorado la disculpa porque, pese a saber que la debía, me crujía tener que darla, pero siempre es cuestión de serenarse y, pasado un tiempo, no me duelen prendas darlas cuando creo que tengo que pedirlas aunque, en ocasiones, ese pedir disculpas me coloque en una aparente desventaja frente aquel que las acoge. Y es que algunas personas reciben el perdón como una especie de triunfo que les coloca un escalón por encima de la cabeza de quien se disculpa. Pero lo cierto es que cuando uno se disculpa de verdad, porque cree que debe hacerlo, se queda más a gusto que dios, con independencia de lo que piensen los demás.

Todo esto viene a cuento de unas disculpas que, tal vez, ha llegado la hora de pedir, y por otras tantas que creo debo recibir. Y, esta noche, mientras volvía a casa en el autobús, con la nariz helada por un invierno que nos ha caído como un mazazo en esta falsa primavera en la que vivíamos hasta ayer, leía un párrafo de Auster que explica un poco todo esto que ahora digo.

   “Creí que sería sencillo, pero tuve que intentarlo seis o siete veces antes de encontrar el tono adecuado. Pedir perdón a alguien es un asunto complejo, un ejercicio de delicado equilibrio entre el terco orgullo y el apesadumbrado cargo de conciencia, y a menos que uno sea realmente capaz de abrirse a la otra persona, toda disculpa adquiere un timbre falso y vacio”.

Puede que empiece a escribir una carta, si encuentro el “tono adecuado”, pero yo no soy “Tío Nat”, y puede que tarde lo mío, claro.