Llegaba tarde, pero aun así entre
corriendo al baño de la primera planta para recolocarme las medias, peinarme un
poco y enviar un último mensaje de despedida. Reconozco que no muy amable, pero
era el último y, después de enviarlo, pensaba borrar su número por siempre
jamás. Y fui expeditiva, rápida, veloz y envié un “Muérete imbécil”, seguido de
un emoticono en forma de berenjena. Me recoloqué la falda justo antes cruzar la
puerta, con el corazón latiendo a mil por hora, y las medias torcidas a la
altura de los tobillos. Priorizar el desamor tiene como resultado que la cabeza se
dispersa y uno olvida incluso lo principal. Me esperaba y no parecían de muy buen humor. Veinte
minutos son suficientes para que quien espera se moleste y te reciba como si
llegaras con un sobre de purgaciones o el mejor ántrax del mercado negro. Me
esperaban porque no les quedaba otra, porque era yo la que había ido a recoger las
maquetas a la otra punta de la ciudad. El caso es que llegué (tarde), y con un
cuidado extremo coloqué sobre la mesa el diminuto prototipo en el que estábamos
trabajando. Ahí acababa mi encargo. Ya lo teníamos sobre la mesa. Lo siguiente
ya le tocaba a otro, así que me senté y me limité a perderme en mis cosas. Y
ahí estaba, pensando que tal vez no tenía que haber borrado el número tan
rápido, que tal vez debería de haber esperado a confirmar con el azulísimo doble
“check” que su “muerte” y el “que te den”, ya habían sido recibidos. Y ahí
seguía, en mis cosas, cuando del fondo de la sala me llegó un murmullo y vi, al
levantar la cabeza, ocho pares de ojos clavados en mí, mientras mi jefe, con idéntico
hermoso nombre que el interfecto que tenía que recibir el recadito, mostraba la
pantalla de su móvil a la galería y, con voz poco caritativa, me animaba a
abandonar el purgatorio, sin sueldo, claro.
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