domingo, 24 de junio de 2018

VOCACIONES



"No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado”.

Bartleby, el escribiente - Herman Melville




El cómo alguien llega a desarrollar una determinada profesión no tiene un norma escrita. Algunos llegan a ella de un modo casual, otros de una manera impuesta y algunos, los que tienen más suerte, por una especie de vocación irracional. Y digo irracional porque cuando uno cuenta con una edad más bien corta y una nula experiencia sobre aquello a lo que se aboca, acostumbra a hacerlo por motivos que poco tienen que ver con el conocimiento profundo de aquello que le lleva hasta allí. Puede que en la familia tengan algún referente y puede que éstos conocedores por referencia tengan una mayor ventaja sobre aquel que imagina una profesión sin más conocimiento que su propia inventiva, cuatro ideas preconcebidas rescatadas del cine, de las novelas o vaya a saberse de qué. Estos días muchos adolescentes se debaten frente a su futuro al marcar como opción preferente unos estudios frente a otros. Poco se les puede decir, porque en este tema no hay más experiencia que la propia, que casi nunca sirve para otro. 
Trabajar es duro, mucho, y hacerlo durante unos cuarenta años puede convertirse en una suerte de tortura por muchas ganas que uno le ponga. Todo requiere un esfuerzo y el premio, en algunas ocasiones, no es otro que el haber intentado hacerlo lo mejor posible, aunque algunos te denosten, te desprecien y no comprendan que tras un resultado concreto hay un esfuerzo que trasciende más allá de lo laboral. Es por eso que hay que avisar que algunas profesiones conllevan un riesgo emocional importante y un estrés social nada envidiable que va más allá de las horas de trabajo que uno le dedica. 
En los últimos tiempos la diana del desprecio y de la incomprensión se centra en las personas que se dedican al ejercicio del Derecho en cualquiera de sus funciones. Abogados, Fiscales, Jueces y Magistrados se han convertido en los parias morales de una sociedad que no termina de comprender cuál es la función que tienen encomendada y que todos ellos, junto con el global de los ciudadanos, son las piezas de un engranaje (nada perfecto, por supuesto), que salvaguarda el Estado de Derecho. Las leyes no las crean estos operadores jurídicos, que se limitan a su interpretación, aplicación o lo que se considere oportuno. Las normas emanan del Parlamento y ese, aunque no nos guste, lo configuramos todos con nuestro voto y con las normas de una democracia que a algunos tan poquito les gusta. Conozco a muy poca gente dedicada a la abogacía, a la fiscalía o la judicatura que no lo haga por una verdadera vocación. Dedicarse al Derecho no es sencillo y menos en los tiempos que corren. No es ningún camino de rosas, los problemas se llevan a casa, discurren junto a una vida personal que no siempre resulta indemne, y la inmensa mayoría gana bastante menos dinero que lo que la gente de a pie considera. Con semejante panorama las ganas de ejercer deberían ser más bien pocas, pero aun así queda gente, una suerte de “locos”, casi todos vocacionales, que pese a semejante panorama, está dispuesta a seguir trabajando en defensa del Estado de Derecho, aunque sus conciudadanos no comprenda que ese sistema que denostan es el que les garantizará sus propios derechos, esos que parecen no valorar cuando corresponden a otros. A los jóvenes que estos días escogen dedicarse al Derecho solo cabe desearles suerte y que la jauría de la incomprensión no les agríe las ganas.







domingo, 17 de junio de 2018

TEMPERATURA AMBIENTE


Me senté en el escritorio y me esforcé en pensar. Así es como me gustaba describirlo. Durante años, dije: «Me esfuerzo en pensar», de la misma manera que mi madre decía que se esforzaba en vivir.

  -Apegos ferocesVivian Gornick





Cuando mi hermano cumplió los dieciocho años se marchó de casa, cerró la puerta por fuera y no le volvimos a ver durante años. Su cupo de pena y de decepción había llegado al límite y quería volar. Nadie podía reprochárselo, ni siquiera su madre, la mía también, que iba acumulando pérdidas sin apenas darse cuenta. Nos quedamos solas, lo que en realidad significaba que la mayor parte del tiempo lo pasaba sin nadie en casa. Mi madre trabajaba como enfermera en la unidad de paliativos del Hospital General y su vida, desde que mi padre murió, transcurría entre guardias infinitas que le permitían sobrevivir sin tener que pensar demasiado porque, como en ocasiones decía, bastante tenía con protegerse del dolor de los que cada día perdían a un ser querido durante sus horas de trabajo. El apartamento en el que vivíamos, entre la Cuarta y la Plaza Hems, se nos había quedado enorme. Algunos días, al volver de la universidad, me paseaba por el salón y esperaba descubrir que, pese a lo vacío que ahora estaba todo, en algún rincón quedaba un rescoldo de la vida que tuvimos tiempo atrás, pero no encontraba más que el eco de una radio que se colaba por el patio de luces. Me tumbaba en el sofá y con la mirada perdida en el vacío imaginaba que algún día volvería la normalidad que se me había escapado aún sabía bien cómo. A veces esperaba que Helen, mi madre, volviera de su guardia y me besara aunque fuera con más cansancio que ganas. Se quitaba los zapatos, se tumbaba en el sofá en el que yo misma, horas antes, había perdido el mundo de vista, y allí se quedaba dormida sin apenas decir nada. Me sentía incapaz de decirle lo mucho que la echaba de menos. La besaba en la frente y ella, de una manera casi inconsciente, me acariciaba la mejilla. Estuvimos así más tiempo del que puedo recordar. La sentía frágil en su aparente entereza y más de una vez temí que se desmoronara como un castillo de naipes y se arrojara a una desesperación tan grande como salvaje. A veces, al volver de clase, la encontraba apoyada en la ventana, dando la espalda a la habitación, al mundo entero y la escuchaba suspirar. Aquel ambiente sombrío y triste me influyó durante años. La intensidad de su soledad se colaba por mi sistema nervioso hasta bloquearme y alejarme poco a poco de ella. Un día, al volver a casa, la encontré pintando la pared del salón, había cubierto los muebles con sábanas viejas y su cabeza con un pañuelo que había sido de papá. Al verme bajó de la escalera, me abrazó como hacía años que no lo hacía y sentí, por fin, que acababa de expulsar de nuestra casa el infierno del dolor y que por fin volvía a nacer la posibilidad de recuperarnos, de evitar perdernos para siempre.


domingo, 10 de junio de 2018

SIN SORPRESAS


Nuestro diálogo no era exáctamente una conversación. Ejecutado a un alto nivel de velocidad y ruido, consistía en una serie de confrontaciones a cámara rápida.

-Apegos feroces- Vivian Gornick






Regreso de Madrid con menos ganas de lo que es habitual. Un último paseo por el Retiro, antes de correr hacia Atocha, me ha sentado más que bien. Es la ilusión de respirar un aire menos contaminado y agresivo de lo que últimamente respiramos junto al Mediterráneo de Serrat. A los efectos prácticos he perdido el tiempo, no he completado ni una sola de las gestiones que me llevaron hasta allí y, sin embargo, mientras el tren me aleja de la ciudad pienso en lo animada que estaba, en lo espléndida que es, y en lo mucho que nos despistamos los que venimos de fuera. Vivir en el conflicto agota y, de vez en cuando, tomar distancia es necesario. En últimos tiempos vivir en Barcelona es morirse un poco cada día. Escapamos como podemos, aunque sea utilizando excusas, bebiendo medio litro de vodka o incluso escribiendo simplezas mientras en la acera de enfrente, teñida de amarillo, vemos a una jauría que intenta arrancarnos la libertad y la tranquilidad que todos queremos, que todos necesitamos. La gente sofoca y el final ya lo conocemos, no tiene nada de sorpresa.












domingo, 3 de junio de 2018

CASI TODOS LOS DÍAS


Decirlo una vez más, escribirlo una vez más. La salud es un delicado equilibrio de deflagraciones. La cabeza que suena, los ojos que duelen, los oídos que pitan, la garganta que escuece, el vientre que sufre...

-Mortal y rosa- Francisco Umbral






Casi todos los días son iguales, uno tras otro hacemos las mismas cosas, pisamos los mismos lugares, tomamos los mismos cafés e incluso nos mofamos de las mismas noticias que se repiten sin que apenas cambien. La vida se menudea en una monotonía que no solo no sorprende sino que, cuando uno rebusca entre el tiempo que tuvo y el poco que le queda, da un vértigo que es difícil de parar. Y en mitad de esta repetición continuada de tiempos, que vinieron para quedarse, buscamos momentos de efímera diferencia que transformen en extraordinario lo que con el paso de los días se ha vuelto corriente y a veces fastidioso. Y en esa búsqueda, trampa mortal casi siempre, se nos complica la vida para terminar en el mismo sitio del que partimos pero con el interior maltrecho como el cuerpo de un adolescente después de una tarde de borrachera. Nadie está a salvo de tanta estupidez, ni de la transitoria locura de la carne ni  del pensamiento difuso.