"No es raro que el hombre a
quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de
su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por
extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado”.
Bartleby, el escribiente - Herman Melville
El cómo alguien
llega a desarrollar una determinada profesión no tiene un norma escrita.
Algunos llegan a ella de un modo casual, otros de una manera impuesta y
algunos, los que tienen más suerte, por una especie de vocación irracional. Y
digo irracional porque cuando uno cuenta con una edad más bien corta y una nula
experiencia sobre aquello a lo que se aboca, acostumbra a hacerlo por motivos que
poco tienen que ver con el conocimiento profundo de aquello que le lleva hasta
allí. Puede que en la familia tengan algún referente y puede que éstos conocedores por referencia tengan una mayor ventaja sobre aquel que imagina una profesión sin
más conocimiento que su propia inventiva, cuatro ideas preconcebidas rescatadas
del cine, de las novelas o vaya a saberse de qué. Estos días muchos adolescentes se debaten frente a
su futuro al marcar como opción preferente unos
estudios frente a otros. Poco se les puede decir, porque en este tema no hay
más experiencia que la propia, que casi nunca sirve para otro.
Trabajar es duro, mucho, y hacerlo durante unos cuarenta años puede convertirse
en una suerte de tortura por muchas ganas que uno le ponga. Todo requiere un
esfuerzo y el premio, en algunas ocasiones, no es otro que el haber intentado
hacerlo lo mejor posible, aunque algunos te denosten, te desprecien y no
comprendan que tras un resultado concreto hay un esfuerzo que trasciende más
allá de lo laboral. Es por eso que hay que avisar que algunas profesiones
conllevan un riesgo emocional importante y un estrés social nada envidiable que va más allá de las horas de trabajo que uno le dedica.
En
los últimos tiempos la diana del desprecio y de la incomprensión se centra en las
personas que se dedican al ejercicio del Derecho en cualquiera de sus
funciones. Abogados, Fiscales, Jueces y Magistrados se han convertido en los
parias morales de una sociedad que no termina de comprender cuál es la función que
tienen encomendada y que todos ellos, junto con el global de los ciudadanos, son
las piezas de un engranaje (nada perfecto, por supuesto), que salvaguarda el
Estado de Derecho. Las leyes no las crean estos operadores jurídicos, que se
limitan a su interpretación, aplicación o lo que se considere oportuno. Las
normas emanan del Parlamento y ese, aunque no nos guste, lo configuramos todos
con nuestro voto y con las normas de una democracia que a algunos tan poquito les gusta. Conozco a muy poca gente dedicada a la abogacía, a la
fiscalía o la judicatura que no lo haga por una verdadera vocación. Dedicarse
al Derecho no es sencillo y menos en los tiempos que corren. No es ningún
camino de rosas, los problemas se llevan a casa, discurren junto a una vida personal que no siempre resulta indemne, y la inmensa mayoría gana
bastante menos dinero que lo que la gente de a pie considera. Con semejante
panorama las ganas de ejercer deberían ser más bien pocas, pero aun así queda
gente, una suerte de “locos”, casi todos vocacionales, que pese a semejante panorama, está dispuesta
a seguir trabajando en defensa del Estado de Derecho, aunque sus conciudadanos no comprenda que ese sistema que denostan es el que les
garantizará sus propios derechos, esos que parecen no valorar cuando
corresponden a otros. A los jóvenes que estos días escogen dedicarse al Derecho solo cabe desearles suerte y que la jauría de la incomprensión no les agríe las ganas.