Me senté en el escritorio y me esforcé en pensar. Así es como me gustaba describirlo. Durante años, dije: «Me esfuerzo en pensar», de la misma manera que mi madre decía que se esforzaba en vivir.
-Apegos feroces- Vivian Gornick
Cuando mi hermano cumplió los dieciocho años se marchó de
casa, cerró la puerta por fuera y no le volvimos a ver durante años. Su cupo de pena y de decepción había llegado al límite y quería volar. Nadie podía reprochárselo, ni siquiera su madre, la mía también, que iba acumulando pérdidas sin apenas darse cuenta. Nos
quedamos solas, lo que en realidad significaba que la mayor parte del tiempo lo
pasaba sin nadie en casa. Mi madre trabajaba como enfermera en la unidad de
paliativos del Hospital General y su vida, desde que mi padre murió,
transcurría entre guardias infinitas que le permitían sobrevivir sin tener que
pensar demasiado porque, como en ocasiones decía, bastante
tenía con protegerse del dolor de los que cada día perdían a un ser querido durante sus horas de trabajo. El
apartamento en el que vivíamos, entre la Cuarta y la Plaza Hems, se nos había
quedado enorme. Algunos días, al volver de la universidad, me paseaba por el
salón y esperaba descubrir que, pese a lo vacío que ahora estaba todo, en algún
rincón quedaba un rescoldo de la vida que tuvimos tiempo atrás, pero no
encontraba más que el eco de una radio que se colaba por el patio de luces. Me
tumbaba en el sofá y con la mirada perdida en el vacío imaginaba que algún día
volvería la normalidad que se me había escapado aún sabía bien cómo. A veces esperaba que Helen, mi
madre, volviera de su guardia y me besara aunque fuera con más cansancio que
ganas. Se quitaba los zapatos, se tumbaba en el sofá en el que yo misma, horas antes, había
perdido el mundo de vista, y allí se quedaba dormida sin apenas decir nada. Me sentía incapaz de decirle lo mucho que la
echaba de menos. La besaba en la frente y ella, de una manera casi inconsciente, me acariciaba la mejilla. Estuvimos así más tiempo del que puedo recordar. La sentía frágil en su
aparente entereza y más de una vez temí que se desmoronara como un castillo de
naipes y se arrojara a una desesperación tan grande como salvaje. A veces, al volver de clase, la encontraba apoyada en la
ventana, dando la espalda a la habitación, al mundo entero y la
escuchaba suspirar. Aquel ambiente sombrío y triste me influyó durante años. La
intensidad de su soledad se colaba por mi sistema nervioso hasta bloquearme y alejarme poco a poco de ella. Un
día, al volver a casa, la encontré pintando la pared del salón, había cubierto
los muebles con sábanas viejas y su cabeza con un pañuelo que había sido de papá. Al verme bajó de la escalera, me abrazó como
hacía años que no lo hacía y sentí, por fin, que acababa de expulsar de nuestra
casa el infierno del dolor y que por fin volvía a nacer la posibilidad de
recuperarnos, de evitar perdernos para siempre.