domingo, 21 de mayo de 2023

FUERZA Y HONOR


 

No tengo ganas de que me sangren los ojos y tampoco los oídos. Estamos en campaña electoral y la cosa va a peor a cada día que pasa. Ha quedado inaugurada la tómbola nacional en la que parece que casi todo el mundo va a llevarse el premio gordo. Rectifico, todos menos los ciudadanos comprendidos entre los 30 y los 65 años a lo que ni el cine, ni el bono cultural, ni el interrail. Ni una poca mierda nos va a tocar, salvo la seguridad de que el cinturón habrá de apretarse hasta asfixiarse, soportar la cruz impositiva que supone ver perder tus ingresos en gastos que no sirven para nada, y sufrir la pérdida de rumbo de un país que se va reduciendo a cenizas, en todos los sentidos. Pero entre la falta de ganas y de tiempo, ando en medio de una mudanza, espero que la campaña y la tómbola terminen pronto. Lo de salir de ésta, pues ya lo veremos.


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He nadado y visto estrellas. Es algo que tiene que ver con el parpadear muy rápido con la cabeza sumergida en el agua y avanzar poco a poco. Conviene no abusar.

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"¿Te llegan mis mensajes?¿Tienes cobertura? Entonces, ¿Por qué no contestas?" Supongo que las dos primeras respuestas tienen una respuesta sencilla y única, y es que sí. La tercera es la que más matices tiene y van desde: Porque no me da la gana, porque espero que te mueras, porque estoy pendiente de que me entierren. Puede sonar grosero pero las desapariciones tienen estas cosas un poco vergonzantes, sobre todo cuando los interfectos se ubican, por ejemplo, en Guadalajara. No hay excusa. A finales de los ochenta había una canción que vendía la versión cara A de la misma historia, de desapariciones y ganas de dar por saco. Decía algo así como: “Cuando crees que me ves cruzo la pared, hago chas y aparezco a tu lado. Quieres ir tras de mí, pobrecito de ti, no me puedes atrapar”. Se la tarareo y le digo que la busque en Spotify o en YouTube. Intento decirle que el mal que ahora le aqueja, que los modernos llaman “ghosting”, (porque cada día somos un poco más imbéciles), es intemporal y que solo se pasa haciendo borrón y cuenta nueva. La vida es demasiado corta para quedarse varado en un esquinazo esperando el “chas” de quien no sabe siquiera decir un adiós o un hasta luego. Me toca invitarle, la edad y la nómina se imponen.


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Bailar con el delantal de la cocina y el cazo en la mano como si fuera una perfecta Doris Day. Saltitos menudos, pasito tras pasito y un pequeño golpe de cadera de la cocinera ideal. Es domingo y cocino para toda la semana como una moderna. Salta la pista y ahora ya simulo ser Peggy Lee en un más que torpe playback, acabo unas lentejas que quedarán en la nevera hasta mediados de semana. La vida moderna o como joderse un domingo a base de bien, pero menos.

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Dos calles más allá está la casa de Ihna y Oleksandr. Nacieron en Kiev pero viven en esta ciudad desde hace más de diez años. Los conozco poco, pero ahora sé dónde viven porque de su ventana cuelga una bandera enorme de Ucrania. Por su casa, como si de un puente se tratara, han pasado familias rotas en busca de esperanza. Cada día, cuando vuelvo del trabajo, paso por delante. Tienen las cortinas abiertas y se ve el reflejo de la luz de una pantalla. Solo puedo murmurar “Fuerza y honor”.

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He notado como si quisiera venirme la regla. Me tomo un ibuprofeno para evitar que los ovarios se pongan en modo explosivo. Respiro hondo y me lo trago después de partirlo por la mitad. Vuelvo a respirar. Menuda mierda, ya no recuerdo cuando fue la última vez que me vino y en casa no queda ni un solo tampón. Creo que fue el año pasado cuando la ciencia y la ginecología anunciaron que la menopausia había llegado para quedarse. Lo que me pregunto ahora, ibuprofeno mediante, es si la menstruación vuelve como el turrón el Almendro, cuando le da la gana y sin  necesidad de que sea navidad.

 


lunes, 8 de mayo de 2023

EL NEGOCIADO

 



En la era del reciclado, de las segundas oportunidades y demás, la que suscribe se encuentra colgada con una gran cantidad de libros de los que debe desprenderse por necesidad, y no encuentra quien los quiera. No los quieren en la biblioteca, no los quieren en la residencia de mayores, no los quieren en un casal de jóvenes. No los quieren ni siquiera en una famosa cadena de venta de libros de segunda mano que hacen su negocio al coste de 0,25 euros el ejemplar que adquieren. Y no los quieren ni regalados. Es desconcertante. ¿Nadie lee? Y ¿Nadie lee si además es gratis? Eso es lo que parece. Pero vivo en el convencimiento de que lo aparente no siempre es lo real y que este ninguneo al que se somete a los ejemplares que ya no pueden seguir viviendo en casa, es puro teatro. La gente lee. Mejor dicho, la gente sigue leyendo en papel, pese a lo que ocupa, pese a la sobrevalorada comodidad de lo digital. Así que pertrechada de bolsa grande, auriculares y zapatillas, me he dispuesto, cual Pulgarcita, a sembrar las calles de mi barrio con los ejemplares que han ido abandonando las estanterías de mi casa. Y en ello estoy. Cada vez que salgo de casa, cargo la bolsa de libros y los voy dejando por ahí, pensando, quizá de una manera un tanto ilusa, que quien los vaya encontrando y los recoja se habrán llevado una alegría, aunque sea efímera y con ligero sobrepeso. Puede que el circuito que he escogido para dar salida al conocimiento, a la curiosidad o incluso el entretenimiento que he acumulado en kilos de papel, no sea el más adecuado. Pero la ortodoxia no deja de ser un obstáculo en muchas ocasiones. Y puede que, por estar fuera de lo habitual, este modo de hacer que los libros circulen (el bookcrossing de los sajones), sea el mejor destino que podemos darle a todos aquellos libros que no podemos conservar. Mi negociado está en no hacer negocio, sino en dejar volar lo que, por desgracia, ya no puedo retener.