En la era del reciclado, de las segundas oportunidades y demás, la
que suscribe se encuentra colgada con una gran cantidad de libros de los que
debe desprenderse por necesidad, y no encuentra quien los quiera. No los
quieren en la biblioteca, no los quieren en la residencia de mayores, no los
quieren en un casal de jóvenes. No los quieren ni siquiera en una famosa cadena
de venta de libros de segunda mano que hacen su negocio al coste de 0,25 euros
el ejemplar que adquieren. Y no los quieren ni regalados. Es desconcertante.
¿Nadie lee? Y ¿Nadie lee si además es gratis? Eso es lo que parece. Pero vivo
en el convencimiento de que lo aparente no siempre es lo real y que este
ninguneo al que se somete a los ejemplares que ya no pueden seguir viviendo en
casa, es puro teatro. La gente lee. Mejor dicho, la gente sigue leyendo en
papel, pese a lo que ocupa, pese a la sobrevalorada comodidad de lo digital.
Así que pertrechada de bolsa grande, auriculares y zapatillas, me he dispuesto,
cual Pulgarcita, a sembrar las calles de mi barrio con los ejemplares que han
ido abandonando las estanterías de mi casa. Y en ello estoy. Cada vez que salgo
de casa, cargo la bolsa de libros y los voy dejando por ahí, pensando, quizá de
una manera un tanto ilusa, que quien los vaya encontrando y los recoja se
habrán llevado una alegría, aunque sea efímera y con ligero sobrepeso. Puede
que el circuito que he escogido para dar salida al conocimiento, a la
curiosidad o incluso el entretenimiento que he acumulado en kilos de papel, no
sea el más adecuado. Pero la ortodoxia no deja de ser un obstáculo en muchas
ocasiones. Y puede que, por estar fuera de lo habitual, este modo de hacer que
los libros circulen (el bookcrossing de los sajones), sea el mejor destino que podemos darle a todos
aquellos libros que no podemos conservar. Mi negociado está en no hacer
negocio, sino en dejar volar lo que, por desgracia, ya no puedo retener.
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