martes, 31 de diciembre de 2019

LA VIE EN ROSE





Este texto no contiene nada excepcional. En realidad, ninguno de los que por aquí se publican lo tiene. Pero con éste, por ser el último del año, debería de haberme esforzado un poco para intentar cerrar el ciclo con algo que estuviera bien. 
Me gusta cerrar las cosas de la mejor manera posible, aunque no siempre es posible por mucho empeño que se le ponga. Nadie está a salvo de cierres estrepitosos, escandalosos, poco adecuados, precipitados, en exceso desnortados. Pero, aunque la realidad sea tozuda y con cierta tendencia a desmadrarse, intentar evitar los cierres desairados nunca está de más aunque para ello haya que retorcer la fortuna hasta extremos casi calamitosos. Me gustan las cosas que acaban bien, los finales afortunados que dejan de lado la mala leche; los finales que suavizan los fracasos anunciados y que se alejan del resentimiento que, en el peor de los casos, deja la decepción.  
Pero este año acaba mal. Socialmente mal, políticamente fatal y humanamente bastante regulero. El desliz que supone el fin de año se convierte, por pura necesidad, en una partícula de mínima esperanza en un mañana que se adivina espeso y distante. Sin embargo, toca despedirse del puñado de días que nos ha traído hasta aquí, en la confianza de que la vida seguirá fluyendo, con la esperanza de que no nos castigará demasiado por lo imbéciles que somos a veces, y acariciando el íntimo deseo de que los días que tienen que venir sean lo suficientemente amables como para que cuando vuelvan, en forma de recuerdo, nos hagan sonreír.

Feliz año nuevo.





domingo, 29 de diciembre de 2019

EL EFECTO MARIPOSA


De hecho cualquier experiencia es infinitamente rica y profunda. Tenemos la sensación de que es intrínsecamente significativa porque podemos reflexionar sobre ella; pero la reflexión misma nos muestra que es infinitamente variada en su significado.


Nostalgia por lo particular. Iris Murdoch






Bastó que cerraras los ojos, un poco más fuerte de lo normal para que dentro de mí, a cientos de kilómetros, se desatara una tormenta difícil de explicar. Pero eso lo sé ahora, cuando pasó, no sabía nada. Solo sentí que en mi interior se abría una grieta producto de lo que ya había bautizado como un inespecífico ataque de melancolía, que siempre llega a destiempo y en el peor momento. Después supe que en el preciso instante que todo aquello pasaba, lidiabas una de las peores batallas. Y la librabas tan lejos de aquí, tan lejos de mí, que la vida se me desplomó a los pies, una vez más. Como una reacción en cadena, tu dolor,  creó una enorme borrasca que nos cubrió a la vez, sin que ninguno de los dos lo supiéramos. Desde el sofá miro a mi mujer que mata el tiempo viendo la televisión. Hacer ver que no sabe que me estoy quebrando por dentro, aunque el gesto de su boca, su silencio pesaroso, la delata. Ella es mi esposa, la quiero, y seguiremos juntos hasta que la muerte me lleve, pero poco puede hacer. A veces me siento un tramposo porque le escatimo una parte de mí que nunca podré entregarle, que nunca querré entregarle, porque ni siquiera ya me pertenece a mí mismo. Ella, que guarda sus propios secretos, se aleja con cautela para evitar que uno y otro caigamos en la brecha que a veces se abre entre nosotros. Hace ya años decidí tomar un camino en el que no tenías cabida, pero, aun así, a veces, sin saber el motivo, basta el aleteo de un insecto para sumirme en un estado de añoranza y no puedo evitar buscarte, observarte de lejos, sin dejar acercarme nunca. Es el efecto mariposa.




jueves, 26 de diciembre de 2019

SIN SOMBRERO


Las personas están atrapadas en la historia y la historia está atrapada en ellas.

James A. Baldwin




Hace algún tiempo apareció en la puerta de casa un tipo al que no conocía y al que tampoco esperaba. Llamó con insistencia y al abrir, sin darme tiempo a nada, me tendió una tarjeta de presentación. La cogí de manera automática, sin reparar en lo que me tendía. La intenté leer, entretanto hablaba sin parar: Onésimo Percentil, Representante de "OPC Enterprise". Tan pronto la leí, la cogió y la guardó en el bolsillo de su gabán. Le miré de la cabeza a los pies, mientras se deshacía en un discurso que yo no escuchaba. Vestía un tanto raído, con unas bolsas enormes enmarcándole las rodillas y un sombrero ajado en la mano derecha, pero los zapatos, desencajando del conjunto, relucían de una manera particular. Ningún dejado gasta su tiempo en lustrarse los zapatos. Me vino esa idea y fue como si un interruptor se encendiera en mi cabeza. Empecé a escucharle y, aunque parecía que me había perdido la primera parte en la que explicaba qué era eso de "OPC Enterprise", la historia de cómo había llegado a Barcelona en el 56 a lomos de un burro me pareció espectacular. Le dejé pasar. Entró en el comedor con un maletín enorme que subió a la mesa con gran trabajo mientras yo temía que se partiera por la mitad por el esfuerzo. Repartió unas cuantas cajas ahora ya en un silencio sepulcral. Cada vez que dejaba una, apoyaba las manos sobre ella con una delicadeza que no dejaba de llamar la atención. Me invitó a elegir una. Siguiendo el juego en el que había entrado sin querer, escogí la primera que había colocado, esperando que dijera alguna cosa. Pero no fue así. Recogió las desechadas, la colocó nuevamente en la maleta, cogió el sombrero de la silla en que lo había dejado y con un golpe de tacón, tan trasnochado como el aspecto de su gabardina, salió de casa dejando la tarjeta sobre la consola de la entrada. Sin salir de mi asombro, estuve mirando la caja durante unos minutos. Pensé en abrirla hasta que escuché el sonido de la cadena del baño de mi vecino que me devolvió a la realidad después de aquella situación tan extraña. Cogí la caja sin saber qué hacer con ella. ¿Cómo se me había ocurrido la chaladura de dejar entrar en casa a aquel tipo y de aceptar que dejara aquello que a saber qué contenía? Igual había una bomba, o el trozo putrefacto de una mano. Nada bueno podía haber, o sí, a saber, pero no iba a correr el riesgo. Me puse el abrigo sobre el pijama, coloqué la caja en la cesta de la compra y la bajé al contenedor. Al subir, vi la tarjeta y la leí de nuevo. Onésimo Percentil, parecía un nombre sacado de una película de los años cuarenta aunque el tipo también lo parecía. No había ningún teléfono, ni dirección postal, ni correo electrónico. La pegué en la puerta del frigorífico y la remiré. Bajé de nuevo a la calle, la caja seguía junto al contenedor. La recuperé y allí mismo, asumiendo el riesgo a morir despedazada, la abrí. Nada, dentro no había nada, pero a mí, sin quererlo, ya me había atrapado. Me pasé las siguientes semanas buceando por Internet intentando saber algo de aquel tipo y de aquella "enterprise". No tuve éxito.



viernes, 20 de diciembre de 2019

OJALÁ



"El mundo está más loco de lo que creemos, y todavía más. Incorregiblemente diverso".

Snow, Louis MacNice





Me voy. Quisiera que tuvieras algo a lo que recurrir mientras no estoy. Una idea loca, como todo lo que tiene que ver con lo que no se toca. No te echaré de menos, o puede que sí. Nunca sé demasiado bien qué es lo que hará que se me desencadenen las ganas de verte, de saber de ti; de la misma manera que tampoco sé demasiado bien cómo puede ser que pasen días, semanas, a veces incluso meses, en los que nada te traiga por aquí, a revolverte entre los recovecos más oscuros que tengo por dentro.
Me voy, como me he ido otras veces, sabiendo que uno nunca termina de irse del todo cuando cualquier cosa te lleva allí donde crees que el otro habita. 
Te deseo lo mejor, si hay algo que sea mejor. Y ojalá, todo aquello que deseas no llegue nunca a cumplirse del todo. No hay nada más tremendo que descubrir que ya no queda nada por descubrir, nada por conquistar, nada por lo que pensar que vale la pena seguir ahí, tirando de un hilo invisible que se enreda y se tensa para alejarte tanto como te acerca.
Y ojalá, que mientras pueda respirar, mientras mantenga la capacidad recordar, sea capaz de pensar que, en algún sitio, no sé en cual, tienes un hueco en el que descansar de todo y de todos, reposar sin tener que fingir nada. Ser tú mismo, con lo peor y lo mejor. Y ojalá, si la vida lo quiere, seas medianamente feliz.



domingo, 15 de diciembre de 2019

INCONSCIENCIA



—Es una difícil pregunta, pero se la contesto. Siempre he pensado que, 
cuando oscurece todos necesitamos a alguien.

Enrique Vila-Matas. Dublinesca.





Me despierto con vértigo y el sabor áspero de un aliento que no es el mío. Los sueños son libres y se pueblan de personajes extraños construidos en la duermevela. Se me aturde el cuerpo y una ráfaga de imágenes, que mezclan realidad con una insana invención, pasan tan rápido que es imposible retenerlas y colocarlas en ningún sitio. Las veo y las olvido con la misma rapidez, no hay ningún sitio en el que colocarlas. Me paso media mañana persiguiendo lo que es ya una alucinación que ha ido perdiendo fuerza con la salida del sol. Pero no puedo, solo retengo una sensación y me pregunto ¿a qué viene todo eso ahora? ¿Cuánto tiempo es preciso para sepultar un recuerdo? ¿De qué se alimentan la inconsciencia para llevarnos, cuando no controlamos nada, allí donde nunca se estuvo? 




jueves, 12 de diciembre de 2019

PSEUDOESTETAS


"Hoy, el gusto por el defecto es tal que sólo parecen geniales las imperfecciones y sobre todo la fealdad. Cuando una Venus se parece a un sapo, los seudoestetas contemporáneos exclaman: ¡Es fuerte, es humano!".

Salvador Dalí




En esta ciudad se va perdiendo todo. Ya no solo no se cuida a la gente sino tampoco el entorno. La fealdad como lema se impone a fuerza de patadas hacia delante y mollera corta. Nada se cuida, todo se pudre. Hasta lo más pequeño y lo más banal se ha convertido en un corcho insensible que soporta la falta de sentido común, intentando no hundirse mientras unos cuantos la empujan hacia el fondo. Pararse en cualquier esquina, mirar alrededor e intuir que por detrás de la runa, de lo global, de los cientos de carteles y pintadas que disfrazan cualquier rincón, se esconde algo apetecible, interesante, ligeramente magnífico. Pero lo feo lo tapa todo. Ya no nos pertenece nada, ya no nos representa nada. Ni las avenidas, ni la callejuelas, ni el rincón que amaga una fuente que hace cien años ya estaba allí. Nada, lo hemos ido perdiendo todo a golpe de convertir la ciudad en un escaparate hortera que se estropea, más a un si cabe, a mano de los que son incapaces de respetar lo común, lo propio. Pintamonas de salón.  Apostarse en una acera, ver la vida pasar y anotar, para que no quede duda, que algún día alguien tendrá que explicar que ésto era otra cosa y no lo que ahora vemos.









domingo, 8 de diciembre de 2019

PETARDEAR





“Cuando a un hombre la vida le resulta tolerable sólo si permanece en la superficie de sí mismo, es natural que se sienta satisfecho obteniendo esa misma superficie de los demás. Tiene que responder pocas demandas y no necesita comprometerse".
Paul Auster




Veo las noticias desde el sofá, con una indolencia absoluta, y el brazo en cabestrillo desde hace tres semanas. Aparece la niña en el televisor, chasco la lengua. ¡Qué pena da todo! Me rasco la cabeza como puedo. Hace un par de horas, Jaime se tapaba los oídos con desesperación, el ruido es demasiado para él. Se activa por la escandalera de una sencilla comida familiar, saltando sin control y golpeando a patada limpia la silla de su prima. Vuelvo a la televisión, la capucha que le tapa la cabeza no es suficiente para protegerla de la exposición a la que está sometida y que, mal que nos pese, no acabará bien. Cierro el televisor y enmudezco las noticias de puro hastío.  No es que no me interese la ecología, ni el cambio climático, ni el maltrato que sufren las mujeres, ni todas esas cosas por las que hoy en día hay que posicionarse, con grandes aspavientos mediáticos, si no se quiere ser tildado de no sé cuantas cosas. La última con la que me han coronaron es la de transfóbica. Es lo que tienen las redes sociales, que se está expuesto a que cualquiera, sin tener ni idea de quién o qué eres, te califique y te señale con el dedo para ponerte en una  falsa evidencia que te importa un carajo. 
Cada vez me importan menos cosas, pero las cosas que me importan me importan mucho. Creo que hace demasiado que vengo repitiéndolo como si se tratara de un mantra, pero ahora ya es una realidad absoluta. Por eso me importa un comino el pensamiento único, los malhumorados, los necios, los bienqueda, la equidistancia y toda esa sarta de productos reciclados que intentan colocarte a la que te descuidas. Por el contrario, algunas cosas me importan mucho, muchísimo, tanto que muchas veces me quitan el sueño. Me importa Jaime, y que crezca feliz; me importa mi madre a la que en plena vejez se le han muerto sus dos mejores amigas dejándola más sola que nunca; me importa mi familia; mi trabajo; mi parcela de intimidad que cultivo con esmero; y mi capacidad para echarme a la espalda lo que nada me aporta y olvidarlo con facilidad. Por eso, sin mayores pretensiones voy a sacar a pasear al perro con los auriculares puestos y Sophie Auster por compañía, y el brazo en cabestrillo, que es lo que se lleva ahora.




martes, 3 de diciembre de 2019

CALCETINES



Wiktor: ¿Puedes explicar por qué no viniste ese día?
Zula: Sentí que fallaríamos. Quiero decir, no es que no podamos escapar... Pero es algo sobre mí… que soy peor.
Wiktor: ¿Cómo es "peor"?
Zula: Peor que tú... No es lo peor en absoluto. Sabes a lo que me refiero.
Wiktor: Yo no. Sé que el amor es el amor, eso es todo.
Zula: Yo sé una cosa… No huiría sin ti… No camines más lejos.

Cold War




Al salir a la calle me cruzo con un tipo al que creo reconocer. Camina rápido y solo llego a verle, de una manera clara, la espalda. Lleva un paso rápido  y un movimiento de brazos tan particular que, por un instante, tengo la tentación de salir corriendo detrás para alcanzarle y salir de la duda que ahora, parada en mitad de la acera, sé que no voy a resolver. En pocos los segundos me he perdido por dentro y, sin apenas darme cuenta, he retrocedido tanto tiempo atrás que, al volver de nuevo a este momento, siendo un poco de vértigo.  Y me doy cuenta de que llevo parada más tiempo del que puede parecer normal y me extraño de que nadie se haya tropezado con el pasmarote en el que me he convertido por unos momentos. Camino con la cabeza a demasiados kilómetros de aquí, preguntándome qué habrá sido de su vida. Pero no hay ataque de melancolía que resista demasiado tiempo y pienso, casi como el que no quiere la cosa, que a estas alturas ya no le debe quedar flequillo que le cubra los ojos, ni coplas enquistadas tan dentro que aparecen cuando uno ya no puede con la vida. Pero ni su vida, ni la mía, ni la de nadie, resisten el paso del tiempo. Como tampoco lo resisten los recuerdos, ni el devastador sentimiento de la pérdida absurda. La vida sigue, aunque al final, de vez en cuando, el gesto de un desconocido te dé la vuelta como un calcetín y acabes con la absurda certeza de que en algún sitio, en ese mismo momento, alguien se está acordando de ti.









domingo, 1 de diciembre de 2019

LETRAHERIDOS



«Cuando intentas evitar algo, es precisamente este esfuerzo lo que te ayuda a hacerle frente. Sé valiente, Manuela. Lo primero que ve es la reverberación de la brasa, y una voluta de humo, que se enrosca y se pierde en la noche».

Melania G. Mazzucco. Limbo






Cada dos años emprendo una campaña que va destinada a deshacerme de aquellas cosas que acumulo y que durante ese tiempo no han salido del lugar en el que fueron confinadas. La tendencia a la acumulación solo se cura haciendo un esfuerzo, casi infinito, por corregirla. Desprenderse a veces duele, pero no es peor a que te parte un rayo, o que se hunda el suelo del apartamento. Vivir en una casa pequeña siempre es una ayuda a la hora de emprender la batalla del “menos es más”. Pero hay algo de lo que deshacerse es difícil, los libros. En casa se acumulan por todas partes, en las mesas, las estanterías, los armarios, la cocina, el baño y por pilas en el suelo del salón y de las habitaciones.
A veces, casi sin querer, aparece un amontonamiento de difícil equilibrio que rellena el poco parquet que queda al aire. Cruzar por su lado, para correr la cortina que nos protege del vecino cotilla, es una actividad de riesgo que puede terminar en derrumbe. Pero, aun así, no pasa una semana sin que lleguen a casa ejemplares recién descubiertos, recomendados, reciclados, regalados, abandonados por otros. La invasión es casi total y la falta de afición al libro digital solo ha venido a complicar, en extremo, la cabida en casa. Pero reunir libros no siempre implica leerlos y aunque en casa se lee, se lee como se puede y donde uno puede, no todo puede permanecer aquí porque atravesar el recibidor para llegar hasta al sofá puede ser lo más parecido a cruzar una pista americana. Por eso ha sido necesario llegar a un acuerdo, establecer unas normas que nos salve del aplastamiento y de la confusión. Desde hace un tiempo, todos aquellos que no nos han gustado, que nos han regalado y que jamás leeremos, van directamente a la tienda de segunda mano. Ellos hacen negocio y aquí ganamos espacio. Aun así, estamos a un metro cuadrado de ser devorados sin solución. 
Somos letraheridos melancólicos que buscan en las palabras, en los universos ajenos, el nuestro propio. El colapso asoma la patita y algo habrá que hacer, la política del "entra uno sale otro" no funciona, el desalojo no se produce nunca. Porque mientras intentamos formar la columna de los que deben partir, siempre llega una mano que lo rescata recordando que ahí, en no sé en qué página, había un párrafo maravilloso que poco importa qué. 
Ahora, desde mi mesa de trabajo, contemplo la pila que cubre la esquina izquierda. Es lo que espera ser leído, lo que se leerá cuando se pueda y cómo se pueda, y que una vez leído quedará reposando en otra pila, junto a la estantería ya llena, esperando su salvoconducto que, como casi siempre, llegará, al menos por un tiempo, salvo que antes explotemos y ésto ya no lo salve ni Dios.