domingo, 27 de enero de 2019

CORINDÓN




Los dos Dronestagrams, el optimista y el melancólico, se suman a nuestro archivo cada veza mayor de paisajes posibles.

Teju Cole, Cosas conocidas extrañas







Cuando uno sufre una desgracia importante empieza a dar marcha atrás, intentando volver  y analizar, aunque sea someramente, por todos los hechos que se fueron sucediendo a lo largo del camino que llevó al desastre y empieza a formularse preguntas que pocas veces tienen respuesta. ¿Por qué atendí el teléfono? ¿Por qué fui hasta allí? ¿No me apetecía nada y sin embargo fui? ¿Por qué tuve que decir aquello? ¿Cómo es posible que no me diera cuenta lo que estaba sufriendo? ¿Por qué no guardé la lejía en el armario del patio? Intentamos retroceder a lo largo de todas las decisiones que fuimos tomando momentos antes, sin darnos cuenta que casi todas ellas fueron procesos automáticos a los que no atribuimos consecuencia alguna porque todo era inocente, cotidiano, casi normal. La creencia de la responsabilidad se transforma en culpa casi siempre de una manera engañosa. Porque uno puede ser responsable directo de sus actos pero, en ocasiones, no de las consecuencias  que entrañan, quizá porque no eran para nada previsibles o jamás se nos pasaron por la cabeza.  El azar o incluso el actuar de otro, voluntaria o involuntariamente,  van acompañándonos, a veces de una manera invisible, en todo el proceso  que termina en una debacle de la que remontar a veces se torna imposible. La vida nos pone a prueba con la misma dureza que tiene una veta de corindón  y la culpa,a la que invitamos porque no sabemos hacerlo de otra manera, dinamita la posibilidad, al menos durante un tiempo, de resituarse en una vida que a todas luces será distinta. La culpa y la responsabilidad no siempre son la cara de una misma moneda y el azar, cuando la desgracia se presenta frente a la puerta, tiene más peso del que uno está dispuesto a darle. Pero saber eso no alivia absolutamente nada.






lunes, 21 de enero de 2019

LEON



“…por un momento pensé en todos los que ladraban. En aquellos compañeros de infortunio sentenciados a un final infame: perros que, como había dicho el dogo, tal vez un día fueron cachorrillos mimados, felices, arrancados de su sueño confortable por la estupidez y la crueldad humanas, y que ahora, en aquellas sucias jaulas, esperaban su destino…”

Arturo Pérez Reverte, Los perros duros no bailan.






Me encontré a León, tumbado sobre la alfombra. Me pareció viejo, con la mirada acuosa del eterno triste. Llegó como un invitado al que uno no sabe cómo atender, sin un destino cierto pero, solo en tránsito. León era un vagabundo que acabó sentado en la puerta de casa, aún no sabemos por qué. Cuando preguntamos por el barrio, nadie nos supo dar razón. Alguien nos dijo que tal vez, en el pasado, cuando la finca aún no había sido vaciada por culpa de la especulación,  hubiera vivido allí. Pero era difícil que nosotros pudiéramos saberlo, apenas llevábamos dos meses en aquella ciudad. Del edificio no sabíamos nada, solo que  conservaba una fachada espectacular pero el que resto se había construido sobre el hueco que deja lo viejo una vez se viene abajo. Vivíamos solos. Los otros pisos permanecían vacíos.  Nunca supimos cómo se coló en el portal. Se había echado sobre el felpudo, al inicio del tramo de cuatro escalones que llevaban a nuestro departamento.  Y ahí estaba, pasando el tiempo como si más allá de ese rectángulo de rafia el mundo no existiera. Durante un par de horas, lo vigilé por la mirilla, contorsionándome para alcanzar a ver los cuartos traseros que seguían inmóviles. Abrí la puerta, saqué un  cacharro de agua. El hocico fue arriba y abajo hasta que no dejó ni una sola gota. Pensé que debía tener hambre, que ese cuerpo grandote y de pelo estropajoso, necesitaba algo más que agua. Y lo colé en casa, hasta la cocina, padeciendo por las pulgas que el pobre pudiera arrastrar y que tenía todos los números para que pasaran a formar parte de la fauna doméstica. Rebusqué en la nevera y desmigué un cuarto de pollo que había sobrado del domingo. León, que entonces solo era “perro”, se lo comió sin levantar la cabeza ni una sola vez. Al terminar, relamiéndose todavía, restregó su cabeza por mi pierna. Se quedó en casa. Tuve que inventar un buen par de excusas, prometer mil ajustes que después jamás cumplí, aunque tampoco hizo falta.  Un día, al llegar a casa, supe que se moría. Desde hacía un par de semanas apenas comía. Salió a buscarme a la puerta, frotó su cabeza contra mi muslo, se tumbó frente al portal, le acaricié la cabeza, áspera como una crin, hasta que dejó de respirar. León se fue con todo el saber del mundo concentrado en la pupila. Le llamamos León, aunque solo era un perro.







martes, 8 de enero de 2019

SALA DE ESPERA


¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos? 
 Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable. 
Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella, 
como Rimbaud y Verlaine.

Luís Cernuda






Estábamos en la sala de espera unas veinte personas. Supongo que no más de cinco o seis pacientes, quizás alguno más, y el resto acompañantes. Hay gente que cuando van a un hospital lo hace como si fuera de romería, sin tener en cuenta que ni el lugar lo requiere ni el estado de los pacientes lo aconseja. Pero a la gente le da igual. La sala de espera, por diminuta que sea, se convierte en una especie de barra de bar en la que las conversaciones pasan casi siempre por la infinidad de pruebas por las que pasan unos y otros que esperan con paciencia que les den un soplo de esperanza. Me desespera esa francachela, un tanto nerviosa, que se fragua entre familiares que muchas veces no saben cómo matar el tiempo, la angustia o incluso el hartazgo. Mi madre me mira como si estuviera en otro mundo, como si todas esas voces la perturbaran mientras piensa en las pocas ganas que tiene de que le den, de nuevo, la vuelta como a un calcetín. Mira al fondo y con un gesto de la cabeza me señala las habitaciones en las que ella ya estuvo hace algunos meses y alza los ojos mirando al cielo en un gesto de desganan. La llaman y entra sola. Es lo que toca. Me quedo con su abrigo, su bolso y la veo alejarse por el pasillo, un poco renqueante, apoyando el bastón con fuerza. ¿En qué momento empezó a esa leve cojera que se hace tan evidente en momentos como éste? El pasillo es solo un corredor que la lleva, una vez más, a lo desconocido, a lo incierto. Un tubo aséptico del que prefiero pensar que es como el túnel del lavado al que llevo el coche. Espero que me la devuelvan impoluta, con ese balancear de cuerpo que ahora la acompaña siempre y que camino a casa nos tomemos un café mientras me dice que me calle ya, que le duele la cabeza de escucharme.








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martes, 1 de enero de 2019

AMATEUR


Nuestro diálogo no era exactamente una conversación. Ejecutado a un nivel de velocidad y ruido, consistía en una serie de confrontaciones a cámara rápida.
Vivian Gornick, Apegos feroces





Con la llegada del año nuevo parece que las esperanzas renacen y los planes a futuro se van forjando en la cabeza con la velocidad de las últimas horas del día 31. Propósitos que pocas veces irán más allá de nuestra nariz y que antes de que acabe el mes de enero quedarán enterrados entre la cotidianidad, las rutinas y las urgencias del día a día. Venimos de unos días intensos y yo me canso, mucho. Por eso hoy, alegando la excusa de una invitación imposible de rechazar de aquellos parientes políticos que no se visitan nunca, pero que son el comodín del escape, me tomo el día libre y me quedo en casa, pintando mandalas y recogiendo lo que durante estos días ha quedado desperdigado por todas partes. No tengo propósitos para el nuevo año, no tengo deseos ni confesables ni inconfesables. Pero tengo una necesidad, la necesidad del tiempo y del silencio que parecen, ambos, la consecuencia lógica de una especie de misantropía benigna que se pasa con los días, pero que a veces se necesita para no perderse uno mismo. Es hora de que otros hagan planes mientras, por aquí, la mañana la pueblan las musarañas y un diletante surfeo sosegado entre cuatro notas musicales y la afonía agónica de las navidades.